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Huellas N.7, Julio/Agosto 2018

PRIMER PLANO

El grito de Job

Ignacio Carbajosa

Durante estos últimos meses hemos estado volviendo de un modo u otro a lo que sucedió hace 50 años (el llamado Mayo del 68), que fue el punto de partida de algunos de los cambios que hoy determinan nuestra forma de vida y nuestro modo de pensar. ¿Qué relación tiene una figura como la de Job con esos parisinos que se enfrentaban con la policía? ¿Por qué vale la pena, precisamente ahora, proponer en el Meeting una exposición sobre un libro escrito hace más de dos mil años ("¿Hay alguien que escuche mi grito? Job y el enigma del sufrimiento")?
Son muchos los intentos que se han llevado a cabo para entender las raíces del movimiento que promovían los jóvenes de entonces, incluso para explicar las consecuencias que ha tenido en nuestra cultura. Sin duda, la ruptura con la tradición, con el pasado, el “asesinato del padre" es uno de los temas, mejor dicho, de las reivindicaciones de los jóvenes de aquella época. El eslogan «¡el presente, solo el presente!», más allá del deseo escondido de una presencia capaz de abrazar completamente la propia exigencia, ha quedado en la Historia como paradigma de una voluntad que quiere huir de toda dependencia, de toda historia a la que pertenece y de una afirmación de un “yo" autónomo que tenga como punto de partida una razón que se sitúe fuera de la Historia (nada nuevo respecto a la pretensión ilustrada), y la satisfacción liberadora de todos los deseos (aquí sin embargo se identifica una novedad: los jóvenes rechazan reconducir la hybris clásica a la “justa medida" idealizada por los antiguos). En este sentido, el libro de Job puede iluminarnos. En sus páginas podemos encontrar dos mentalidades en lucha: la "autónoma" representada por los amigos de Job y que excluye de partida el nexo con algo que esté más allá de los límites de la mera razón, y la que subraya la “dependencia", ya sea para batirse en duelo con Dios o para ceder ante una presencia buena que se impone, representada por Job.
Los amigos de Job no afrontan la pregunta sobre el porqué del sufrimiento, una pregunta que podría hacerse solamente a Dios. Para ellos Dios se reduce a una regla clara: quien hace el mal es castigado con el mal. Si Job sufre quiere decir que se merece el castigo. Poco importa el hecho de que, apoyándose en los datos de la realidad, defienda su inocencia. Sin embargo, para Job el verdadero interlocutor no son sus amigos, sino Dios mismo. Es a él a quien pide una explicación, es con él con quien quiere batirse en duelo.
El libro bíblico, en definitiva, pone delante el problema del sufrimiento inocente. En este sentido es un libro de una gran actualidad. Hoy en día, este problema desafía a la razón moderna como nunca antes lo había hecho. El escándalo del mal que alcanza dimensiones nunca vistas (pensemos solo en los dramas del siglo XX sintetizados en Auschwitz) y el enigma del sufrimiento inocente (el de los niños enfermos o las víctimas de los terremotos) representan un auténtico tormento para una razón que no es capaz de reducir todo a su propia medida. Es aquí precisamente donde el libro bíblico aporta su mayor contribución: la razón de Job está siempre en diálogo, aunque sea en la forma de una pregunta o un desafío rebelde hacia Dios. Sin embargo, ¿qué le ha sucedido a la razón moderna?
Después del 68 (antes incluso, después de la revolución que supuso la Ilustración), delante del desafío del sufrimiento la razón se encuentra perdida. Está sola, se concibe de forma autónoma, ha perdido el vínculo con la realidad (que hace que sea religiosa por naturaleza) y el vínculo con la historia particular del cristianismo (que ha introducido la figura de Dios, Padre de Cristo, Presencia buena en la historia). En estas condiciones el enigma del sufrimiento se convierte radicalmente en algo sin solución. De este modo, el encuentro con el misterio del dolor desvela una posición de la razón: nos encontramos en la bifurcación entre una razón autónoma (no dependiente o en relación) o una razón ubicada dentro de la Historia, que se concibe y se convierte en algo fecundo dentro de la historia particular del cristianismo.

En este sentido, el movimiento de Mayo del 68 no hace otra cosa más que retomar y replantear, a veces de forma radical, una revolución que tiene sus orígenes en la Ilustración. Con todo esto, vamos a intentar recorrer las etapas que han ayudado a hacer problemática la cuestión del dolor. Son las mismas etapas de un proceso histórico que han visto desvanecerse la imagen del Padre como presencia histórica buena que acompaña la vida, abandonando así la razón a una soledad para la que no está hecha.
En 1755 la sensibilidad de los intelectuales europeos se ve desafiada por el terremoto de Lisboa, que causa más de sesenta mil muertos. Nace entonces una pregunta radical sobre la bondad y la justicia de Dios. ¿Cómo puede permitir algo así? En realidad, la teodicea moderna había nacido unos años antes con el tratado de Leibniz Teodicea: ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal (1710), que representa el intento de defender la justicia de Dios (theo-dikea: justicia de Dios) de los ataques del escéptico Pierre Bayle, que negaba la bondad y la omnipotencia divinas a causa de los sufrimientos y del mal presentes en el mundo. Leibniz niega que el mal y el sufrimiento pongan en duda la bondad y la omnipotencia de Dios y afirma que estamos en el mejor mundo posible que el Omnipotente podía crear.
Con su obra Cándido o el optimismo (1759), Voltaire reacciona de forma irónica y violenta contra el optimismo de Leibniz, teniendo presentes las víctimas en Lisboa. Pero la reacción al terremoto que más influencia tendrá en la historia del pensamiento es la de Immanuel Kant, que años después escribe un pequeño escrito, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea {1791), donde afirma que no es posible una teodicea doctrinal. El problema que el dolor físico, el moral y el sufrimiento injusto plantean a la justicia de Dios no tienen solución por la vía teorética. La única teodicea posible para Kant es la que él mismo define como “auténtica" a partir de las fuentes prácticas del conocimiento. Un gesto de fe racional nos permite afirmar que Dios tiene una relación moral con su Creación, que desea su bien a pesar de que las apariencias digan lo contrario. No tenemos acceso a la sabiduría suprema, pero a partir de la ley moral que encontramos en nosotros mismos hacemos un gesto de confianza y llegamos a la conclusión de que Dios, que está presente en la misma Ley moral, tiene que ser también moral en relación con su Creación. No tiene sentido, concluye Kant, buscar otra solución al problema que el mal plantea a la bon-dad y la omnipotencia divina.
Tenemos que recordar que Kant rechaza todo acceso a Dios que no sea a través de la razón práctica, es decir, reconocer a Dios identificándolo con la ley moral que hay en nosotros. No es posible una teología especulativa y mucho menos una teología dogmática que nazca de la Revelación. Para él un acontecimiento histórico no puede ser una vía de acceso a verdades universales. De este modo, se hace evidente que la "prohibición" por parte de Kant de una Encarnación que tenga un contenido real hace imposible la Teodicea. Lisboa, y de un modo mucho más fuerte Auschwitz, son un desafío insuperable para un Dios teórico.
Es interesante observar que antes del desastre de Lisboa ya había habido otras tragedias en Europa, seguramente más dramáticas. Pensemos solo en el fenómeno de la peste durante la Edad Media. Sin embargo esas tragedias no fueron una objeción a la bondad y la omnipotencia de Dios. En la mentalidad del pueblo y del pensamiento occidental de la época la bondad divina se identificaba con la figura de Cristo sufriente, muerto en la cruz por nosotros, misericordioso con los hombres. Un Cristo que en la época se inclinaba ante las heridas de los apestados en las figuras de los muchos santos que dieron la vida hasta la muerte, contagiados. Dicho en otras palabras, el Misterio del Padre bueno estaba presente todavía e incidía en la mentalidad del pueblo.

Es necesario señalar que el gesto de fe racional que preconiza Kant, a pesar de las apariencias, sigue siendo hijo de la Revelación cristiana. De hecho, Kant se apoya todavía en la percepción de un Dios bueno (que coincide con la Ley moral), que no existiría sin la tradición cristiana. La Ley moral que encontramos en nosotros, tal y como Kant la presenta, no es otra cosa que la moral evangélica. Incluso el acceso ontológico a Dios que defiende Kant, un Dios concebido como arquitecto o creador del mundo, origen de toda la realidad, sigue naciendo de una cierta tradición cristiana.
Paradójicamente, el propio Kant hace saltar por los aires los fundamentos sobre los que apoyaba el gesto de fe racional.
En la segunda mitad del siglo XIX todavía era posible la confianza en un Dios bueno: la tradición cristiana seguía impregnando la mens del hombre occidental, al menos como conjunto de valores, incluido el "Dios cristiano" (el Dios “Padre bueno" que el profeta Jesús, un hombre entre los hombres, nos ha comunicado en el culmen de la religiosidad histórica). Una vez que Kant declara el acceso a Dios a través del acontecimiento histórico de Cristo como algo no racional, es decir, una vez que se separa de las “iglesias estatutarias" o “iglesias históricas" (las que han nacido del Cristo histórico a lo largo del tiempo) para proponer una iglesia universal basada en la religión moral que predica una fe racional, accesible a todos los hombres, entonces ese “Dios bueno" transmitido por los Evangelios y la moral que nace de él empiezan a desaparecer poco a poco.
El problema es que no está dicho que la razón sola pueda llegar a una fe racional como la que Kant proponía, y de hecho hoy en día se hace evidente lo contrario. Su fe, paradójicamente, era demasiado cristiana. Una vez eliminado el fundamento del edificio de la moral cristiana (que es el mismo Jesús, vivo y transmitido a través de la tradición de la Iglesia histórica), el edificio se derrumba.
El resultado es que hoy en día no se puede dar por descontado el acceso antropológico y ontológico a Dios. La antropología cristiana salta por los aires no solo en su sentido dogmático, sino también en el sentido moral, compartido hasta hace poco tiempo por las civilizaciones occidentales. Hablar hoy de “Ley moral que se encuentra en mí mismo" es más que problemático: no es políticamente correcto. En definitiva, llegar a Dios a través del hombre ya no es un recorrido evidente.
Sin embargo, el pensamiento moderno ha hecho que también sea problemática la vía ontológica, la que parte de la realidad. El ateísmo y el agnosticismo dominantes, igual que un cierto recorrido de la ciencia moderna que en la cadena causal excluye la pregunta última sobre “por qué el ser y no la nada", excluyen la relación natural que Kant establecía entre la realidad y Dios.

La confianza kantiana en un Dios bueno, más allá de la experiencia cristiana, hoy en día es imposible. No es posible estar delante del mal y del sufrimiento inocente con el gesto de fe racional del que hablaba Kant. Auschwitz ha marcado el fin de la vía kantiana. No es posible estar delante de esa tragedia basándose en una fe racional que ya no tiene el contexto cristiano. Kant ha matado a Kant. Es en este punto donde vuelve Job. La respuesta a sus sufrimientos, como se verá en la exposición, no es una explicación sino una presencia buena. Cuando al final del libro Dios aparece, no da ninguna respuesta a las preguntas de Job. Le pone delante del espectáculo de la creación que remite a una presencia creadora que él había obviado. "De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven", concluye Job. Ahora tiene un Tú al que puede dirigir sus preguntas y su dolor. Con Jesús, el rostro concreto de la misericordia del Padre, entra en la historia una Presencia buena que nos permite mirar a la cara nuestros sufrimientos dentro del horizonte de los sufrimientos padecidos por el Hijo de Dios. Fuera de esta historia particular, la razón del hombre delante del enigma del dolor se ve abandonada a una terrible soledad.