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Huellas N.5, Mayo 2018

RUTAS

La travesía del desierto

Paolo Perego

«Nuestra derrota fue para mí el inicio de otra vida. Nunca podré justificarme...». Cuando se cumplen 40 años del asesinato de Aldo Moro, Alberto Franceschini, uno de los fundadores de las Brigadas Rojas, habla de «un absoluto que me engañó». Y de la decisión que tomó

Han pasado cuarenta años y aquí seguimos, con una herida abierta, tan profunda que nunca podrá sanar del todo». El 9 de mayo de 1978 hallan el cuerpo de Aldo Moro en el centro de Roma. Es el epílogo del secuestro del presidente de la Democracia Cristiana italiana, que tuvo lugar el 16 de marzo en la Vía Fani a manos de los terroristas de las Brigadas Rojas. Fue el culmen de los "años de plomo", y el inicio del declive de una época que empezó en 1970, con 86 homicidios reivindicados por las BR, decenas de heridos y secuestros... «Pretendíamos crear un mundo nuevo y conseguimos una tragedia. Una derrota radical, humana y política».
Alberto Franceschini, nacido en 1947 en Reggio Emilia, fue uno de los fundadores de las BR. Resulta difícil mirarlo hoy, envuelto en su parka una mañana gélida a las afueras de Milán, y pensar que esos ojos, ocultos tras una gruesa montura y la visera de una boina, hayan vivido tan de cerca esas páginas de la historia manchadas de sangre, violencia, fuertes contradicciones y misterios. El comunismo desde la infancia, el extremismo activo en su juventud. Luego la clandestinidad y la lucha armada. Ningún homicidio, pero 18 años en prisión, la mayoría en cárceles especiales, hasta recuperar la libertad. Entre medias, el proceso de disociación, fruto de un «sincero arrepentimiento», como lo definieron los magistrados de la época. Ahora quedan las facturas que pagar, una vida que sacar adelante, que «no borra lo que pasó ni tu responsabilidad ante ello. Ni siquiera cuando has llevado a cabo un proceso de disociación y pagado tu deuda con la justicia».

Empecemos por el proceso de disociación...
Fue en 1982. Llevaba en la cárcel desde 1974. Mis dudas crecieron durante los años de prisión. Pero hubo hechos que agudizaron la crisis. Uno fue ver la "marcha de los cuarenta mil" de los obreros de Fiat, en 1980 en Turín, junto con sus delegados, sus “jefes", en una manifestación para protestar contra los piquetes. Nadie reaccionó, ni los sindicatos ni los extraparlamentarios. Y la gente los apoyaba. Entonces pensé que la historia estaba yendo en otra dirección. Pero el declive de las BR había empezado ya con el secuestro de Aldo Moro. Hasta ahí, todo lo que habíamos hecho contaba con una explicación “razonada", con un “relato" entre nosotros. El caso Moro fue tan angustioso que los mismos implicados no conseguían articular palabra. Recuerdo a Bonisoli, Gallinari... Cuando llegaron a la cárcel, otros compañeros y yo les preguntábamos, y un nudo en la garganta les impedía hablar de ello.

¿Cómo reaccionaron a este declive?
Tanto los que estábamos metidos en la cárcel como los que seguían fuera, tratábamos de buscar una salida. Al principio se hablaba de alternativas políticas, como el cese de la lucha armada para buscar una negociación. Hubo intentos también por parte de las instituciones. Recuerdo a un diputado de la DC en los primeros años ochenta, vinculado a CL, Alberto Garocchio. Fue el primero en venir a vernos a la cárcel, preocupado por cómo, siendo conscientes de lo que habíamos cometido, podíamos ser ayudados a volver a la vida. Estábamos en "cárceles especiales", duras e inhumanas. Fue la Iglesia, en cualquier caso, quien abrió el diálogo.

¿Cómo?
Mientras tienes un ideal eres capaz de soportar las condiciones más duras. Pero cuando todo se derrumba. Empiezas a comprender que es justo que pagues un precio, y te preguntas cuál. El 7 de diciembre de 1982, en la sección especial de Nuoro, seis internos empezamos una huelga de hambre para denunciar las condiciones en que vivíamos. El capellán, el padre Salvatore Bossu, amenazó con no celebrar la misa de Navidad para los guardias si no podían asistir también los presos. Escribió al obispo, que intervino. No se puso de nuestro lado, pero sí del lado de la "humanidad" y del drama que vivíamos. Desde ahí, poco a poco, se abrió el diálogo.

«Cuando todo se derrumba». ¿Es esa la derrota?
Sí. Cuando hice lo que hice, creí hacerlo por un motivo justo. No era verdad, pero así fue. No lo justifico, no hay nada justificable. Para otros compañeros no es así. Para mí la "derrota" fue también el inicio de una vida distinta. La descomposición de nuestra organización dejó solo ruinas. La destrucción lleva a la nada, al desierto. Puedes quedarte parado. O puedes atravesarlo, tomar conciencia de lo que has hecho.

¿Cuándo decide emprender la travesía de ese desierto?
Mi crisis comienza cuando, con los instrumentos de la ideología, ya no puedo justificar lo que ha pasado ni fingir que lo entiendo. Es un punto de inflexión. «¿Por qué pasó? ¿Por qué lo hice?». Es como una sed que te entra, pero estás en el desierto, en toda tu vida y en lo que te rodea no queda rastro de agua. Debes tener el coraje de "emprender la travesía", con todo el drama que comporta. Partiendo del hecho de que tendrás que responder hasta el final de tus días, aunque hayas pagado tu deuda con la justicia.

¿Qué quiere decir?
Digamos que yo he tenido suerte: no maté. Me detuvieron en 1974, antes de que pudiera verme implicado en algún asesinato. Desde un punto de vista penal, he cumplido incluso más años que los que mataron. Pero esto no mengua mi responsabilidad. Está el proceso de disociación, el arrepentimiento, incluso uno puede haber recorrido cierto itinerario religioso de conversión. Pero no basta. Existe una responsabilidad frente al país, frente al pueblo. Incluso frente a los que han venido después, que a veces te buscan para tratar de entender. Y tú no puedes echarte atrás, debes decir: «Causamos un desastre», y explicar por qué «nos equivocamos».

Decía que no existe justificación...
Hay mil motivos que llevaron a lo que pasó. Una suma de antecedentes, históricos, personales, sociales. Estábamos mal, estaba la extrema derecha, el comunismo. Pero la responsabilidad es tuya. En 1970, cuando nos reunimos un centenar en Pecorile y optamos por la lucha armada, yo estaba allí. Decidí. De ahí mi responsabilidad, incluso respecto a sucesos con los que no tuve nada que ver. Como el de Moro, por ejemplo, o tantos asesinatos que reivindicaron las BR.

Nunca mató, pero habla de responsabilidad. ¿Alguna vez ha sentido la necesidad de pedir perdón?
Esa es una palabra de la que se abusa demasiado, malogrando su significado. Me cuesta usarla. Sobre todo, hablo de encuentro con aquellos a los que hemos hecho mucho daño. Porque se trata de esto. El otro necesita entender, encontrarse contigo, ver que eres un hombre igual que él. Y es una necesidad recíproca. No para oír justificaciones sino para entender qué te empujó, el porqué. Los familiares de las víctimas podrían limitarse a decir: «Tú has matado, no tienes nada que decirme, no hay justificaciones». Es verdad, no las podrá haber nunca. Pero así la cuestión se queda sin resolver. Es un discurso complicadísimo.

Intentémoslo igualmente...
Yo estaba en el grupo de trabajo del que nació II libro dell’incontro (El libro del encuentro, ndt.) donde se narran años de encuentros entre terroristas y familiares de víctimas. Es un tema muy delicado, que duró años y con mucha discreción. Pero se desveló un camino positivo necesario hacia una paz para el alma, tanto para el que mató como para el que estaba al otro lado. Para entender quién es el otro, qué está viviendo y qué ha vivido. Tiene una dimensión religiosa, no en el sentido de la fe cristiana, sino humanamente religiosa. El otro empieza a mirarte como ser humano. Y viceversa.

¿Puede poner algún ejemplo?
Podría dar muchos nombres. Con algunos ni siquiera ha sido posible empezar a dialogar. Tal vez por el dolor de reabrir una herida nunca sanada. En cambio, con otros sí. El hijo del mariscal Ricci, uno de cinco escoltas de Moro, por ejemplo. Me buscaba, quería entender, saber quiénes éramos realmente. Yo no maté a su padre, pero todo empezó en Pecorile. Y yo estuve allí, así que en cierto modo también estaba en la Vía Fani.

¿Y con las hijas de Moro?
Me reuní con ambas. Primero Maria Fida. Entonces estaba en el Senado, a finales de los años ochenta. El diálogo con ella, también por el cargo que ocupaba, siempre se mantuvo a un nivel político respecto a historias vinculadas a su padre. En cambio, con Agnese fue totalmente distinto, un diálogo mucho más personal. Me puso delante aspectos de la humanidad de Moro. Hace unos quince años me llevó, con otros, a su tumba. Decía que Dios ve lo que estamos haciendo y que a su padre le habría gustado.

¿Quién era Moro para usted entonces, y quién es ahora?
Entonces no era nuestro primer objetivo político. Es cierto que estaba el tema del compromiso histórico, difícil de digerir, pero veíamos más peligro en Andreotti y la derecha. Cuando me detuvieron, me encontraron un número de teléfono relacionado con la secretaria de Andreotti. Entonces le blindaron aún más. Moro -parece absurdo, pero así fueron los hechos- era un objetivo más fácil para una acción militar. Es verdad que era el presidente de la DC, pero en el fondo había un esquema de una simplicidad de locos: era más fácil. Lo que pasó después fue una serie de errores y de incapacidad de gestión del conflicto de parte de muchos. Sobre todo de las BR, pero en parte también del Estado. Nadie quería a Moro muerto, pero nadie fue capaz de salvarlo. Cuando años antes habíamos secuestrado al juez Sossi, el grupo decidió matarlo. Yo dije: «Está bien». Pero al día siguiente lo liberé, para sorpresa de todos. Fue el inicio de una ruptura entre nosotros. Y en parte tal vez llevó a mi detención poco tiempo después. Con Moro nadie tomó esa decisión. Ni siquiera escucharon a Pablo VI, que se arrodilló públicamente pidiendo su liberación.

¿Por qué?
Solo razonábamos en términos políticos. Igual que los que estaban al otro lado. Mientras que Moro estaba a otro nivel. Más tarde, leer sus cartas me sumió en una profúnda crisis. Descubrí a un gran hombre. Sabía que iba a morir y escribió a Norina, su mujer: «Si después hubiese luz, sería bellísimo». Era creyente, un católico de verdad. Todavía hoy pienso muchas veces en él, durante su secuestro. Lo imagino con su cruz, como Jesús en el Gólgota. Nosotros no teníamos una fe capaz de afrontar los sufrimientos como él. Me pregunto, a los setenta años: «¿Algún día seré capaz de mirar la muerte así?». Él lo hizo con una conciencia y una lucidez que. Como deberíamos hacer todos al afrontar las cosas de la vida.

¿Por qué le atrae tanto?
Porque lo cotidiano siempre es demasiado pequeño. Aunque lo absoluto me da miedo. Me fascina encontrar personas que creen en algo firmemente. Basta pensar en el Papa Francisco. Yo también “creía", pero todo se vino abajo. Mi absoluto me engañó. Ahora no sé dónde agarrarme. Me digo: «¿Pero dónde vas? No caigas en la trampa». Como un pepito grillo al que a veces incluso me darían ganas de darle un martillazo, dicho entre dientes, yo amo a Jesús. Pienso en él muchas veces. A Jesús lo entiendo como hombre, pero Dios. No sé qué es.

Ha hablado del Papa. ¿Quién es para usted?
Por hacer una broma, diría que es el que hoy "marca el rumbo". ¿Por qué insiste tanto en la “tercera guerra mundial"? Basta con mirar a Siria para comprenderlo. Y no solo eso. En nuestra sociedad, con su declive, tampoco hay otro punto de referencia. Veo en la gente una especie de desesperación, una falta de futuro. Yo también lo vivo. Hace cincuenta años el mundo también atravesaba una crisis, pero era diferente. Teníamos una idea de futuro e intentábamos construirlo. Hoy, preguntarse «¿qué sentido tiene estar aquí?» no tiene respuesta. Todo se resuelve con el deseo inmediato, con el consumismo, que luego también entra en crisis porque ni siquiera tienes la posibilidad, económica o no, de satisfacerlo. El Papa es el único que llega hasta ahí. Habla de las cosas reales cuando tú esperas que lo haga de cosas que no existen.

¿Qué queda hoy de su historia?
Todo. Hasta la inadecuación, que a veces vuelve. Muchas veces me pregunto qué habría pasado si entonces no hubiera tomado aquella decisión. Ahora tengo que vivir esta vida, con sus consecuencias y sus responsabilidades. Incluida la de responder a los que vienen a decirme, ante ciertas situaciones, que «hoy sí, nos harían falta las BR». No es así. Nunca lo fue. Lo que hace falta es un camino que sea verdadero.