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Huellas N.4, Abril 2018

CULTURA

Mirando el campo G

Luca Fiore

Cuando se cumplen veinte años de la muerte de WILLIAM CONGDON, tres hermanos del monasterio benedictino de los Santos Pedro y Pablo, la Cascinazza, cuentan su convivencia con el gran pintor americano. Y su ayuda «para vivir la vocación», incluso para quien nunca lo conoció en vida


Como Gesú, como Gerusalemme, como Getsemaní y como muchas más cosas que en italiano empiezan con la letra G. Pero aquel campo que veía desde la ventana de su estudio, en el monasterio benedictino de la Cascinazza, William Congdon lo llamó Campo G., como Giorgio. Se trata de Giorgio Marognoli, uno de los monjes de la comunidad que hospedó al gran pintor americano desde 1979 hasta su muerte, hace veinte años, el 15 de abril de 1998.
La elección de ese nombre para aquel pedazo de tierra, uno de sus temas preferidos de pintura a comienzo de los años ochenta, hace entender cómo la convivencia con esta comunidad monástica influyó en la vivencia humana y artística de Congdon.
Hoy, venciendo su natural retraimiento, Giorgio y otros dos de sus hermanos, el padre Claudio del Ponte y el hermano Pippo La Rocca, rompen su largo silencio y aceptan hablar de aquel que fue su compañero de camino.

NUEVA YORK Y ASÍS. «Bastante a menudo me llamaba para que fuera a su estudio. Yo miraba sus cuadros, le hacía alguna que otra observación », cuenta Giorgio. «El primer Campo G. nació en un período en que él no lograba pintar. Estaba bloqueado. Había llegado aquí, al monasterio, hacía poco. Yo le dije algo que hizo saltar el bloqueo. Me dijo: “Gracias Giorgio, me has dado la sangre para mis cuadros”».
Los dos se conocieron en 1968 en la vía Bagutta, en Milán, en la sede de la neonata Jaca Book, una editorial a cuyo nacimiento Congdon contribuyó activamente. «Allí le vi por primera vez, pero nos conocimos en Subiaco, donde había ingresado en el monasterio de Santa Scolastica con 21 años». El pintor americano, junto con Jackson Pollok, exponente brillante de la “Escuela de Nueva York”, se había convertido al catolicismo en 1959, en Asís, y desde hacía unos años le había cedido el uso del eremitorio del Beato Lorenzo, en el monte sobre la abadía benedictina de Subiaco. «En los momentos de descanso, subía andando a verle. Me enseñaba sus cuadros pero por aquel entonces yo todavía no captaba bien su pintura».

EL HOMBRE VIEJO. En aquel momento Congdon, nacido en Rhode Island en 1912, tenía 56 años. Gracias a Paolo Mangini, su padrino de Bautismo y veinte años menor que él, había conocido a don Giussani hacía ya unos años. Entró a formar parte de la primera casa de los Memores Domini en Gudo Gambaredo. El 29 de junio de 1971, a pocos centenares de metros de esa casa, nacía el monasterio popularmente conocido como “la Cascinazza” y Congdon escribía: «Confío mi arte a este monasterio que, a su vez, se ofrece a mi arte, es decir, ofrece su propia vida de comunión como fuente de mi arte». Todavía desconocía que, pocos años después, trasladaría su estudio y su habitación precisamente a los espacios del monasterio.
«El arte se había convertido en el modo de expresar la respuesta a su vocación, su ser memor Domini. Esta fue su grandeza», recuerda Giorgio. «Para él, pintar era obedecer al don recibido, a su talento artístico. Cuando entendía que un cuadro que acababa de hacer no nacía de esta obediencia, lo desechaba. Decía: “Ha nacido de mi hombre viejo”».
En el diario de Congdon se encuentran a menudo apuntes de sus conversaciones. «10 de noviembre de 1979. Giorgio: “¿Cómo te acuerdas de los colores que has visto para después pintarlos?”. Yo: “Cualquier gesto, si nace del don del Espíritu santo, es arte”». Sigue contando Giorgio: «Él vivía este lugar como la prolongación de la casa de Gudo. Y nosotros le acogíamos como memor Domini que era. Fue una ayuda recíproca para vivir nuestra vocación.
De vez en cuando, me decía: “Yo no te veo a ti aislado; te veo dentro de un cuerpo vivo que es la Cascinazza». Si Giorgio, también desde el punto de vista artístico, era un interlocutor para Congdon, el padre Claudio dice a las claras: «Como mis hermanos saben muy bien, no me resultaba fácil comprender la profundidad y sensibilidad de sus cuadros, pero me llamaba muchísimo la atención la intensidad de su mirada y la dramaticidad con la que vivía todo. Y, a la vez, su corazón de niño. Un espectáculo único, difícil de explicar ». Luego cuenta dos episodios: «En una ocasión, vino a comer con nosotros y, nada más probar el risotto, levanta la mirada y exclama: “Pero ¿quién ha cocinado esto?” (el padre Claudio imita el italiano con fuerte acento americano que siempre conservó Bill Congdon, ndr.). Era un plato corriente, pero a él le parecía el mejor del mundo. Sabía sorprenderse y era muy agradecido. El otro recuerdo se refiere al cuidado extremo con que se preparaba, en los últimos tiempos, cuando iba a llevarle la Comunión. Siempre ponía dos velas encendidas en la mesa, porque aquel era el encuentro con Jesús que iba a su casa».

«MÁS MONJE QUE YO». En estos años el recuerdo del pintor vuelve a la memoria del padre Claudio con frecuencia. «Diría que Bill fue más monje que yo y que Dios nos lo entregó como un compañero muy valioso, también porque era mayor que nosotros, que éramos una comunidad bastante joven. Participaba diariamente en la misa con nosotros y, a menudo, también en el rezo de las Horas. Era un reclamo a la profundidad de nuestra vocación. He sentido muchas veces el deseo de vivir con su misma intensidad. Para él, no había nada banal. Sabía bromear, era muy agudo. Para él, todo era un signo del Misterio».
Le pregunto si en alguna ocasión le confió al pintor su dificultad para entender, y el padre Claudio me contesta con una sonrisa: «San Benito dice que cada uno tiene su don… Al comienzo, mandaba por delante a mis hermanos. Luego, con el tiempo, también yo entré poco a poco en su horizonte». Sobre este tema interviene Giorgio: «Si te preguntaba qué te parecía un cuadro y tú te quedabas callado, comentaba: “tu silencio es elocuente”. Si le decías que era “bonito”, respondía: “no lo miras de modo justo”. Si le decías que no “sentías” ese cuadro, a lo mejor porque tenía un color o un aspecto de la composición que no te gustaba, te daba las gracias. Y a veces, lo volvía a pintar desde cero».
Compañeros de camino en la vocación y apoyo para su tarea artística. Como aquella vez en que, queriendo trasmitir la textura de los campos arados, le pidió ayuda a otro monje, Bruno, que en unos días le procuró un “peine” cons- truido con restos de una lima de hierro. Fue el inicio de una de las más hermosas series de paisajes de la Bassa Milanesa.
Pippo conoció a Congdon antes de llegar a la Cascinazza. Originario de Messina, estudiaba Arquitectura en Milán y lo invitó a hablar en la universidad, al
igual que hizo con Giovanni Testori. En su primer encuentro, Congdon recibe al joven con una página escrita a máquina. En la primera línea se lee: «¿Qué puedo decirle yo a un joven arquitecto? ». En la última: «El artista reza amando las cosas, porque las ama sufriendo». Es el comienzo de una amistad que lo acompaña en todo su recorrido de monje. Conserva la nota que le escribió para su entrada en el monasterio, la de la toma de hábito y la de la profesión solemne. «Le había tomado simpatía a mi padre porque, según decía, se parecía a Igor Stravinski, al que frecuentó amistosamente cuando vivía en Venecia», cuenta Pippo. «En los primeros tiempos, yo me dedicaba a la limpieza del monasterio. En cuanto oía alguna señal de que estaba en las escaleras que llevaban a su estudio, dejaba lo que estaba haciendo y salía a conversar un momento. Siempre me daba las gracias».

CONQUISTADA SENCILLEZ. Pippo saca de su carpeta, una verdadera caja de tesoros, el recorte con el mensaje que don Giussani escribió con ocasión de la muerte del pintor. «Para mí es el retrato más bonito que se haya hecho de Congdon». Dice: «Los largos años de su vida hicieron que el contenido normal de su conciencia llegara a hacer que cada obra que nacía desde la entraña de su creatividad fuera un testimonio, ante sus ojos y ante los del mundo, de que Cristo está presente. Su amistad con nosotros es motivo de honda gratitud, porque con su conquistada sencillez nos ha recordado que toda la belleza se encierra en la muerte y resurrección de Cristo, que expresa y nos introduce en la Verdad de lo real». Pippo añade: «He podido tener delante de mis ojos esta conquista de la sencillez. Tenía los rasgos del amor propio y egocentrismo propios del artista. Pero todas las veces pedía perdón y volvía a empezar sin detenerse. Pero su reconquista de la sencillez se refería sobre todo a la profundidad de su mirada. Una vez le vi bajar al patio en calzoncillos totalmente incrédulo ante la luz de un atardecer». Giorgio añade: «Conservo la nota que me escribió ese mismo día. Me preguntaba si me había dado cuenta y decía: “Ni en India ni en África creo haber visto nunca un espectáculo semejante, una gran visión celeste del atardecer de hoy”. Era el don gratuito de la belleza que lo conquistaba».

«¡MIRA LO QUE TE MIRA!». Pippo intenta dar un paso más. «Lo que me queda de él es una lección sobre la unidad entre la vocación monástica y la tarea asignada a cada uno de nosotros ». Saca de su tesoro otro papel, con el texto de una conferencia que dio en Abbiategrasso en 1982: «La muerte de mi antigua vida se consumó en Asís en 1959. Desde ahí, agonizante, Dios me condujo paso a paso para arraigarme en la desértica llanura de la Bassa milanesa. Solo por mi desesperado “sí” Dios podía colocarme aquí». De nuevo Pippo: «Junto con don Giussani, Bill fue la persona que más me ayudó a mirar este lugar como el que Dios ha elegido para una tarea grávida en la historia. Hoy, cuando pienso en él, me embarga un sentimiento de contrición que hace que me pregunte: ¿estoy viviendo con su misma seriedad?».
Los tres monjes admiten que hoy todavía es difícil asomarse a las ventanas que dan al campo sin pensar en los cuadros de Bill. «Desde la planta baja ves el campo de una determinada manera, desde la primera panta, de otra. La perspectiva es realmente la de sus obras», comenta Pippo. «Sigue asombrándome… ». «El campo se te viene encima…», le hace eco Giorgio, tapándose la cara con la mano.
El padre Claudio habla de Francesco, uno de los últimos en llegar al monasterio. «Me llama la atención lo importante que ha sido para él el relato de Bill que les hizo el prior, el padre Sergio». Se refiere a una frase que el pintor pronunció hace más de treinta años: «¡Mira lo que te mira! Aquella piedra… Es el monte Tabor». Una simple piedra como lugar de la transfiguración de Cristo… Escribe Francesco: «Aunque empecé a conocerlo hace poco, desde que entré en el monasterio (18 años después de su muerte) me testimonia que el método para conocer verdaderamente consiste en seguir siendo “pequeños”».