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Huellas N.3, Marzo 2018

CULTURA

Donde nace la música

Anna Leonardi

Ha tocado en los teatros más prestigiosos del mundo. Dirige un teatro y una orquesta. Y tuvo que volver a empezar todo de cero a causa de una enfermedad… EZIO BOSSO, el pianista que ha conmovido al mundo en Sanremo, explica por qué su trabajo “llega” desde el silencio para abrirnos a «una belleza intangible»

El piano es mi hermano. Porque yo necesito una relación física con la música y el piano me la regala cada día». Ezio Bosso, desenfadado en el lenguaje y en el look –botines, skinny jeans y cinturón de piel–, no parece salir del serio mundo de la música clásica. Sin embargo se ha xhibido como director de orquesta y pianista en los teatros más prestigiosos del mundo, desde la Opera House de Sídney a la Carnegie Hall de Nueva York, la Royal Festival Hall de Londres y la Scala de Milán. También ha ?rmado bandas sonoras para el cine de Gabriele Salvatores, y el maestro Claudio Abbado le dejó en herencia la Asociación Mozart14, de la que es embajador internacional.

Pero más que los éxitos de su carrera le importa su piano, que le ha ayudado a volver a la música tras unos años de parón forzoso que empezaron en 2011, cuando con 38 años tuvo que ser operado en el cerebro por un melanoma y descubrió que sufría una grave enfermedad autoinmune degenerativa. Tuvo que empezarlo todo desde cero: ejercicios para hablar, para caminar, para mover los dedos. Y luego tuvo que volver a aprender de nuevo a tocar. «Pero es como si hubiera renacido», comenta siempre. «Los cambios de mi cuerpo me hicieron ir todavía más al fondo de lo que hago y amo».

Fue una lenta marcha cuesta arriba, con trances de oscuridad y silencio pero que, en un momento dado, hizo caer todos los miedos. En 2015, sorprendió al mercado discográ?co con un doble cd de sus piezas (The 12th room) y una tournée como solista. En febrero de 2016 lo conoció también el gran público a raíz de su exhibición en el escenario del Festival de Sanremo. Hoy es director estable del Teatro Verdi de Trieste, y con él siempre está su piano, que durante estos años ha cambiado con él. Ha sufrido varias modi?caciones con el ?n de que él pudiera seguir tocando aunque ya no pueda sentarse como antes, y las teclas son más ligeras porque sus dedos acusan cierta fragilidad. Por eso viajará con él durante la gira de verano que lo llevará a tocar en grandes teatros italianos. Un poco como hacían Rachmaninov y los grandes pianistas del pasado. Pero no por capricho, sino por la necesidad de seguir tocando. El diálogo con él arranca justamente aquí: del piano y de las notas del Oratorio de Navidad de Bach, tratando de comprender qué es esta necesidad que le impulsa a seguir tocando.

¿Qué es para usted la música?
Es la pregunta más difícil que existe. La música es lo que llevamos dentro, es la profundidad sonora en la que existimos, en la que nos movemos. El viento que sacude los árboles, la lluvia sobre el mar… pero también la tristeza y la alegría son sonidos. La naturaleza encierra la música, que existe antes de que la escuchemos. La creación ya está hecha musicalmente. La música existe antes que nosotros. El hombre ha ido a buscarla para poder “escribir” su inmensidad, para poder seguir escuchándola cuando se aleja. Porque la música, como toda la belleza, es una necesidad. Por tanto la verdadera pregunta no es “¿qué es para mí la música?”, sino “¿qué puedo hacer yo por la música?”.

¿Y usted qué puede hacer por ella?
Esta pregunta es lo que me empuja a tocar y a superar las numerosas limitaciones que la vida me impone. La música me pide que salga de mí mismo para hacerme uno con lo otro, para comprenderlo. Es decir, para “tomarlo conmigo”. La música es este sacri?cio. Sacri?cio entendido en su signi?cado etimológico más hermoso, que es “dedicarse a lo sagrado”. No es una renuncia, al contrario… es precisamente dándonos al otro como podemos participar de esta sacralidad.

Uno de sus maestros, Claudio Abbado, decía que la música es nuestra curación…
La música nos ayuda a vivir. Nos hace estar bien. Pero no es un problema de estado de ánimo, la música no es un corroborante de las emociones. Quien escribe música lo hace para establecer un nexo con algo que es maravillosamente inexplicable. De hecho, no existe una religión en el mundo que no vaya acompañada por la música. La música sana las heridas de nuestra alma porque nos da un punto de acceso inmediato a nuestra esencia. Nos reconocemos parte de un designio que está fuera de nuestro control, de un misterio del que participamos.

¿Cómo descubrió su don?
Tenía tres años cuando empecé a sentirme atraído por las notas, por los instrumentos… Sí, naturalmente luego estaban los juegos y la merienda, pero yo buscaba sobre todo la música. Porque estaba mucho más feliz cuando la escuchaba. Con cuatro años, mis padres me apuntaron a clase de piano con una tía mía. Mi padre era conductor de tranvía, mi madre trabajaba en la Fiat. Eran gente sencilla que se endeudaba para comprar libros, para poder acceder a la cultura. Con 10 años, empecé a tocar en una orquesta, tocaba el fagot, porque era un instrumento que nadie quería. Luego, al cabo de seis meses, me diagnosticaron asma, entonces el director, con tal de no echarme, me dio el único puesto que quedaba libre, el contrabajo. Yo siempre acepté cualquier propuesta. La música ha llegado siempre a mi vida como una ayuda. Y ha llegado a mí quizás porque la necesitaba más que otros. Gracias a ella, me siento amado. Y sentirse amados es siempre una gran responsabilidad.

Al ?nal de una grabación en un teatro, a una señora del público que le dio las gracias, le contestó así: «Gracias a usted. En el disco está también su respiro». ¿Qué signi?ca, como repite a menudo, que «la música es como la vida, que solo se puede hacer de una manera: juntos»?
En ambos casos, tenemos que completarlas. La partitura está escrita sobre papel, puedo leerla, pero luego, cuando guardo la partitura, ella sigue existiendo. Es incompleta hasta que esos sonidos no se interpretan. Para completarse, la música necesita que vayamos al unísono con ella, que vayamos juntos. ¿Qué es, en el fondo, la a?nación? No es una cuestión puramente técnica, sino un “tener el mismo tono”, es decir, el mismo modo de decir juntos lo mismo. Y para que esto suceda tenemos que vivir un mismo sacri?cio.

¿Puede explicarlo mejor?
En una orquesta se realiza una especie de sociedad ideal. La partitura es nuestra constitución, pero luego es necesario el compromiso de cada uno y de todos juntos. El director debe cuidar de sus músicos, debe conocerlos, darse cuenta de sus problemáticas. Saber si un brazo está cansado o si puede dar más de sí. Después está el trabajo de cada instrumento, hecho de horas de pruebas, pero sobre todo de escucha. No puede haber ninguna mejoría si falta esta capacidad de escucha del otro, porque si el que tengo al lado toca mejor que yo, me ayuda a mí a tocar mejor. Es un círculo virtuoso.

¿Y el público qué tiene que ver?
La tensión que vive la orquesta necesita ser compartida. Yo soy beethoveniano, en el sentido de que creo que la música tiene que ser de las personas. Nosotros, los músicos, somos la llave que puede hacerla accesible. También la búsqueda de la perfección debe ser vivida como un servicio; es un medio, no un ?n. Yo pongo mis manos, pero el resto lo pone quien escucha. El público nos da lo más precioso, su tiempo. La música es un gesto de pura generosidad por ambas partes.

¿Qué es el silencio para alguien que escribe música?
El silencio de por sí no existe, también la sangre que corre por las venas tiene un sonido. Y no existe la última nota. Es cierto, entre una nota y otra, entre una palabra y otra, hay una pausa, pero no es un vacío. Es un «La música llegó a mí quizás porque la necesitaba. Gracias a ella, me siento amado»

¿Sucede así también en la vida?
Yo he vivido silencios de muchos tipos distintos, tengo una colección entera. Y he aprendido a habitar el silencio. El hombre de hoy, en cambio, tiene miedo del silencio, se asusta, se siente incómodo. Y eso porque alguien le ha metido en la cabeza el mito de la superioridad de la fuerza. Pero es mentira. Vivimos dentro de la creación, que nos demuestra que somos muy pequeños, casi nada. Nuestro poder no reside en la fuerza, en el intento constante de a?rmarnos a nosotros mismos. Hay un poder que nace de la fragilidad, de no disponer siempre de las palabras adecuadas, de esa limitación que percibimos ante nosotros mismos.

¿Por qué?
Porque nos obliga a trascender, a ir más allá. A establecer nuevas conexiones. Nosotros, los hombres, somos seres extraños, en la oscuridad siempre encontramos esta exigencia de trascender. En la enfermedad, he aprendido a vivir como una oportunidad el problema que se presenta de repente. Entonces comprendí que ese era el momento de obrar. El empeoramiento físico me hizo descubrir una nueva vida, sin ?ltros.

¿Por eso, al margen de su pieza más famosa “Following a bird”, escribió «hace falta perderse para aprender a seguir»?
Es preciso perder los propios prejuicios, si queremos aprender a construir. Deben caer las barreras. Y luego hay que empezar a pedir. Si te pierdes en una gran ciudad, ¿qué haces? Empiezas a pedir. Que es un gesto que presupone la capacidad de ?arse.


En Turín, en la Fundación Barolo, usted ofrece su disponibilidad para jornadas de escuela libre con quienes desean tocar con usted: llegan niños, a?cionados y profesionales, cuartetos…
Es el intento de abrir las puertas de un mundo, el de la música clásica, que sigue estando bastante cerrado. Lo primero de lo que me doy cuenta al encontrarme con la gente es que tocar nos ilumina, nos hace más bellos. No por un criterio estético, sino por una belleza que expresa algo más profundo, una belleza intangible. De los que más aprendo es de los niños. Para ellos los problemas no son un problema. Si a un niño no le gusta una pieza o no le sale bien, te lo dice. Y buscando juntos una solución, los niños eligen siempre el camino más largo. ¿Por qué? Porque a ellos les gusta hacer el camino, probablemente les interesa más que la misma solución. No tienen prisa, porque ya en el recorrido encuentran satisfacción. También nosotros deberíamos tratarnos como hacen los niños.

¿Qué futuro tiene la música clásica?
En primer lugar, yo pre?ero llamarla “música libre”. Incluso aunque esta de?nición pueda ser malinterpretada. No es “libre” en el sentido de que haces un poco lo que te da la gana… al contrario, debes mantener el vínculo con la partitura. Debes tener una devoción absoluta hacia ella. Pero, paradójicamente, cuanto más te unes a ella, tanto más libre eres. Las raíces no son una constricción, sino la única posibilidad de comenzar un viaje. Solo tendremos un futuro si volvemos a una educación en el asombro. Hoy predomina una educación que va en el sentido contrario. Decir que la música a la que pertenezco es “difícil” o “alta” es fruto de una manipulación. Me han acusado de llevar a los teatros a gente que no está preparada para escuchar la música clásica y eso me ha entristecido. ¿Cómo se puede mirar así a un joven que por primera vez escucha a Tchaikovsky y a lo mejor se sorprende? No existe el currículo del oyente perfecto. No se precisa erudición, sino humildad para dejarse sorprender, eso sí.

¿Usted tiene miedo ante el futuro que le depare la vida?
El miedo forma parte de nuestra existencia. Lo tenemos dentro. Todos. Y tenemos que mirarlo a la cara. Pero cuando me enfrento a mis miedos, suele surgir en mí una duda: ¿es realmente cierto que el miedo es el sentimiento más natural? El miedo es inducido por el ruido excesivo, por el caos en el que nos sentimos sumergidos. Dejando de hacer silencio, no sabemos ver que la belleza existe y está siempre a nuestro alcance. Al ?n y al cabo, seguimos viviendo en el jardín del Edén, aunque esté herido. Solo tenemos que aprender a mirar. Porque esto es lo único que nos permite dar un paso e ir más allá del miedo que llevamos dentro.

¿Incluso más allá de nuestro sentido de inadecuación, de desproporción?
Antes de los conciertos, siempre me preguntan: «Ezio, ¿estás preparado?». Y yo: «¡No!». No puedo estar preparado porque no sé qué pasará dentro de un minuto. Pero lo mejor es realmente este no estar preparados, porque nos quita el problema de estar a la altura. Vas y lo das todo, mientras lo esperas todo.