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Huellas N.3, Marzo 2018

PRIMER PLANO

El primado de la alegría

Stefano Alberto

Una relectura razonada de la EVANGELII GAUDIUM para ir a la esencia del documento programático de Francisco. Y para comprender cuál es nuestra tarea hoy para con todos los hombres

El Papa Francisco ha definido muchas veces la Evangelii Gaudium como el «documento programático» de su pontificado, invitando a todos los fieles a leerlo, meditarlo y asimilar sus contenidos. Por eso, al cumplirse cinco años de su elección, para intentar entender cómo está cambiando la Iglesia y qué cambio nos pide a cada uno de nosotros, merece la pena retomar el hilo de este texto. Una lectura de conjunto nos permitirá apreciar la profundidad de su mirada de fe y su fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y al mismo tiempo la novedad de una impostación capaz de captar el alcance de los desafíos del “cambio de época” que estamos afrontando. Es la mejor respuesta tanto para aquellos que expresan sus dificultades respecto a una presunta “debilidad” doctrinal del magisterio del Papa como para aquellos que reducen su alcance a ciertas consecuencias parciales, sociológicas o políticas.
La Exhortación apostólica publicada el 24 de noviembre de 2013 es fruto de los trabajos del XIII Sínodo ordinario de los obispos, convocado por Benedicto XVI y celebrado en Roma en octubre de 2012 sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. El documento recoge muchas contribuciones de los padres sinodales y las relee a la luz del Concilio, sobre todo Lumen Gentium y Dei Verbum, y del magisterio de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El sentido esencial lo encierra ya la frase inicial: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».
Desde el principio resuena con fuerza la invitación a todo cristiano, «en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor” (…). Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia».
La alegría nace del encuentro con Cristo, donde se manifiesta el amor, siempre más grande, de Dios. Esta es la naturaleza original del cristianismo. De forma bastante significativa, justo en los primeros pasos de la Exhortación, Francisco retoma el íncipit de la primera encíclica del Papa Ratzinger: «No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1)».
«Solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad», insiste Francisco, «somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?».
Sería un error entender la misión del cristiano como una heroica tarea personal, «ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es “el primero y el más grande evangelizador” (Pablo VI, Evangelii nuntiandi 7). En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios».
Y si «todos tienen el derecho de recibir el Evangelio», los cristianos tienen «el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”», recuerda Francisco citando la histórica intervención de Benedicto XVI en Aparecida en 2007. También «Juan Pablo II nos invitó a reconocer que “es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio” a los que están alejados de Cristo, “porque esta es la tarea primordial de la Iglesia” (Redemptoris misio, 34)».
Francisco decide así proponer ciertas líneas para la acción misionera de la Iglesia, en cinco capítulos.

Primerear. La reforma de la Iglesia en salida misionera (capítulo 1, 20-51)
Nos introduce inmediatamente en uno de sus temas preferidos. Una Iglesia que obedece al mandato misionero de Jesús es una Iglesia en salida, es decir, «es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. “Primerear”: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos (…). Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva».
Todo esto exige una profunda y continua conversión, una «apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo», desde el fiel bautizado hasta el Papa, y esto vale también para el modo de comunicar el mensaje evangélico. «Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. (…) El anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario».
Francisco cita aquí la aclaración del Concilio sobre la “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica, incluida la enseñanza moral. «Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado».
El Evangelio, destaca el Papa, nos invita ante todo «a responder al Dios amante que nos salva (…). ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro». Nunca hay que perder el realismo de tener en cuenta que el anuncio se encarna dentro de los límites humanos. «Los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad (…). Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la substancia. Ese es el riesgo más grave».
Por todo esto, la Iglesia “en salida” es una Iglesia con las puertas abiertas. «Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es la “puerta”, el Bautismo. (…) Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones».
Aquí llegamos a uno de los puntos más conocidos. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades».

El contexto en que vivimos: desafíos y tentaciones (capítulo 2, 52-110)
¿Cuál es la mirada realista del cristiano, que no quiere caer en un diagnóstico excesivo o en reducciones sociológicas del «contexto en el cual nos toca vivir y actuar»?
Vivimos «un cambio de época, un giro histórico», afirma el Papa; que aun reconociendo los éxitos y progresos que contribuyen al bienestar de la persona en diversos campos, no puede olvidar en cambio que «la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas».
Aquí se hace fuerte su denuncia, como un profeta del Antiguo Testamento, ante la gravedad de ciertos fenómenos y nuevas formas de un poder demasiado anónimo. Y pronuncia rotundos “no”. Ante todo, no a una economía de la exclusión. «Esta economía mata. (…) Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar». No a la nueva idolatría del dinero («la crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!»), no a «un dinero que gobierna en lugar de servir», no a la «inequidad que genera violencia».
Mientras que entre los desafíos actuales que la misión de la Iglesia debe afrontar, Francisco recuerda los ataques a la libertad religiosa y nuevas situaciones de persecución de los cristianos. «Esto no perjudica solo a la Iglesia, sino a la vida social en general». Además, «el proceso de secularización tiende a reducir la fe al ámbito de lo privado y de lo íntimo (…). Forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual».
Como hijos de nuestra época, los cristianos también estamos bajo el influjo de la cultura dominante y por ello se ven a menudo condicionados por las tentaciones en su modo de actuar. Así «se gesta la mayor amenaza, que “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad” (Ratzinger)».
Pero, en vez de ceder a un «pesimismo estéril», continuamente hay que decir «sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo». El ideal cristiano «siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual (…). El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo (…). El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura». Más que el ateísmo, «hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro».
Por el contrario, ceder a la mundanidad espiritual, que «se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia», significa en definitiva «buscar “los propios intereses y no los de Cristo Jesús” (Fil 2,21)».
Entre las formas posibles de esta mundanidad, Francisco señala dos: la fascinación del gnosticismo, «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado»; y el neopelagianismo «autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas (…). En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente».

La Iglesia como totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza (capítulo 3, 111-176)
El Papa se detiene aquí en el sujeto de la evangelización, la Iglesia, que «es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios». De hecho, «la salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande (…). Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: “Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y solo si entramos en esta iniciativa divina, solo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores”».
Ahora bien, esta salvación, «que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos». Por eso «la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio».
Francisco nos invita a recuperar continuamente la importancia existencial del Bautismo. «En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (…). Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús». La experiencia del encuentro con Cristo se comunica en la vida, en encuentros siempre nuevos, de persona a persona. Y la acción del Espíritu de Cristo en cada bautizado se enriquece también con el don de diversos carismas al servicio de la comunión evangelizadora. «No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador».
Para Francisco, es fundamental que el anuncio de Cristo muestre cómo «creer en Él y seguirlo no es solo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo».

La dimensión social de la evangelización (capítulo 4, 177-261)
Francisco parte de la consideración de que el anuncio del Evangelio «tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad». Y añade: «nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas. (…) Una auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo».
Se concentra entonces en dos grandes cuestiones que le parecen fundamentales en este momento histórico; la inclusión social de los pobres; la paz y el diálogo social.
1. La inclusión social de los pobres. La preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad deriva «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos», señala nada más empezar. «El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo “se hizo pobre” (2 Cor 8,9)». Y no solo eso. «Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del “sí” de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio (…). A los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazón: “¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!” (Lc 6,20); con ellos se identificó: “Tuve hambre y me disteis de comer”, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo».
De ahí esta observación capital: «Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga “su primera misericordia” (Juan Pablo II)». Esta preferencia divina «tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener “los mismos sentimientos de Jesucristo” (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una “forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana” (…). Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. (…) Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos».
Tal atención se dirige también a las nuevas formas de pobreza «donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente»: «los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, los migrantes (…), los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos». La dignidad «de cada persona humana y el bien común», recuerda Francisco, «son cuestiones que deberían estructurar toda política». Que, aun siendo «tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común».
2. El bien común y la paz social. «Convertirse en pueblo (…) requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una pluriforme armonía». Para avanzar en la construcción de un pueblo, Francisco remite a «cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia» y constituyen la brújula del pensamiento “político” del Papa. Son, por este orden: «El tiempo es superior al espacio»; «La unidad prevalece sobre el conflicto»; «La realidad es más importante que la idea»; «El todo es superior a la parte».
La evangelización implica además «un camino de diálogo». Concretamente, en estos tiempos hay tres ámbitos de diálogos donde la Iglesia «debe estar presente (…): el diálogo con los Estados, con la sociedad –que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias– y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica». Este diálogo tiene una premisa: el respeto a la libertad religiosa como un derecho humano fundamental.

Evangelizar con Espíritu (capítulo 5, 262-288)
Al término de la Exhortación, Francisco, con acentos profundos y personales, vuelve, con una insistencia sorprendente por la intensidad de su fe, a las razones fundamentales de la misión y a la naturaleza del cristianismo, que hoy está llamado a mirar al Origen, Cristo presente, y a los orígenes de su historia. «Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. (…) Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época».
La razón fundamental del testimonio de los cristianos en un contexto tan difícil es el encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva. «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?».
Cada vez que uno vuelve hoy a descubrir a la persona de Cristo presente, «se convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan (…). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno».
La cuestión es, observa el Papa, que «no se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas (…), descansar en Él, que no poder hacerlo». Por eso, «unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre (…). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Este es el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás».
En nuestra relación con el mundo, estamos llamados siempre a dar razón de nuestra esperanza, «pero no como enemigos que señalan y condenan (…). Benedicto XVI ha dicho que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios” (Deus caritas est, 16) (…). Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios».
La fuente profunda de nuestra esperanza, vuelve a recordar el Papa, es Cristo resucitado y glorioso, presente aquí y ahora. «Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable». La fe «es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad. (…) La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia».
Pero «como no siempre vemos esos brotes», observa, «nos hace falta una certeza interior y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos (…). Esta certeza es lo que se llama “sentido de misterio”. Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). (…) Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. (…) Solo sabemos que nuestra entrega es necesaria».
Tal vez, en el fondo, este sea el punto esencial del magisterio de Francisco. Palabras y gestos reconducen continuamente aquí, a esta conciencia. «Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca».