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Huellas N.1, Enero 2018

BREVES

Cartas

a cargo de Carmen Giussani

Incómoda y bendita provocación
El punto de partida fue la incómoda (por qué no decirlo) provocación del Papa. Una persona se lo toma en serio y la propone a su Escuela de comunidad. Se sugiere llevar a cabo una iniciativa en la parroquia de Toni Dolufeu, un sacerdote que habitualmente participa en nuestra pequeña Escuela. Fijamos una fecha y quedamos a primera hora de la mañana. Toni arranca un primer gesto inusual: dedica un largo tiempo a explicarnos la historia de su barrio y su gente: el espectáculo humano del padre Alejandro “Cinchachoma”, escolapio cuyo mote remite a su pasado de boxeador, que dice “sí” al Señor y se entrega a los suyos con genialidad educativa; nos cuenta que el Centro Cívico en el que estamos, donde más tarde compartiremos la comida con algunas familias desfavorecidas del barrio, fue construido en días festivos por los vecinos, con materiales proporcionados por otros vecinos. Después, Toni nos pone al día de las iniciativas que lleva a cabo actualmente: la delegación de Cáritas, una Rostisseria recién puesta en marcha donde se preparan comidas a un módico precio como una tienda más y, al mismo tiempo, se ofrecen comidas gratuitas a familias que pasan necesidad.
Tras celebrar la Misa, pasamos al comedor. Dialogamos con las personas que acabamos de conocer, en una relación cuerpo a cuerpo mientras compartimos la comida que han preparado en la rostisseria. En el diálogo resuenan las palabras de José Miguel García pocos días antes: «No juzgues a quien tienes delante. Piensa: ¿cómo habría sido mi vida si las circunstancias hubieran sido las de esta persona?». Surgen preguntas que no tienen una inmediata respuesta. Ofreces una modesta ayuda a diestro y siniestro; te ves obligado a reconsiderar tus medidas: nuestra incidencia social depende del amor que se pone en juego. Así crece el amor a la Iglesia, madre y maestra.
Luis Miguel, Barcelona

Ejercicios del CLU
Querido Julián, este año ha sido un espectáculo de amor por mí. Veo cómo cada día el Misterio se esfuerza por inventarse nuevas locuras para atraerme... es que hace de todo. Entre esas, fui invitado a participar en los Ejercicios Espirituales del CLU en Rímini. Yo acepté la invitación y junto con mi amigo Diego llegamos unos pocos días antes, ayudados por la unidad entre nosotros a cuidar la espera de Cristo. Llegamos como mendigos, tras un largo viaje, y lo que nos topamos en Milán fue sorprendente. No conocíamos a los amigos del CLU de la ciudad. Sin embargo, nos acogieron y dieron todo durante estos pocos días para estar con nosotros y recorrer la ciudad.
Me impresionó mucho la libertad y el gusto con el que nos acompañaban: nos llevaban de un lado a otro, a la casa de tal y cual, ¡aun si ellos no iban a participar de esos gestos con nosotros! No querían poseer nuestra amistad afanosamente, ni pretendían hacerse cercanos o simpáticos, simplemente nos acompañaban y nos servían en el tiempo en que estábamos. Este fue el primer signo de lo que estaba pasando: no era generosidad, era una compañía con «algo más». Era una acogida que señalaba, que tenía en el medio un «algo más». Después, en los Ejercicios, se extendió esta acogida, cuando también desde el inicio, gracias a ti y al trabajo que nos propones, se hizo más concreta.
De la introducción siempre me acuerdo de «una ternura bajo la cual se puede mirar todo», hasta nuestro malestar, hasta nuestro malestar con nuestro malestar, hasta la grieta que tenemos en el pecho, con la que tenemos que caminar todos los días. Me vi abrazado por estas palabras, lo que estaba aconteciendo me hacía libre de tantas pretensiones mías. Ahí aprendí que Cristo no me pide censurar nada de lo que soy, ¡nada! Y frente a Él no tengo que esconder mis heridas o mis dramas, porque es Él quien puede responder al grito que tengo. Aun así, al siguiente día me preguntaba: «Pero, si para mí la realidad es toda positiva y la compañía que me rodea también, ¿por qué no me puedo mirar con la misma positividad? ¿Qué hace falta para que me pueda querer con el ritmo de cambio al que voy, con todas mis traiciones?». La noche del sábado, tú me respondiste en medio de un corto diálogo que tuviste con los invitados latinoamericanos: «¿Has visto cómo Jesús mira a Zaqueo? ¿Entonces? El punto es dejar entrar esta mirada». No conocía tal amor por mí. No tengo que cambiarme, no tengo que ser distinto, solo tengo que dejar entrar este amor que me mira como soy y aún me estima y me quiere hasta el fondo. Así concluyó la noche del sábado, que después fue herida con la belleza de un canto alpino que algunos amigos del CLU cantaron en la calle frente al hotel. Al siguiente día, en tu síntesis, expusiste el recorrido que habíamos hecho en esos días. Pero, incluso así, yo salí inquieto. En el fondo, era como si pensara «ya entendí esto, ya con todo lo que he vivido y escuchado estos días ¿ahora qué?». A la salida me encontré a mi amigo Giuseppe, que es profesor de filosofía en Abruzzo, y, sin yo decirle nada, me empezó a decir: «Ahora con la belleza de estos días, vamos a regresar a la casa, al trabajo, a la familia; pero no vamos a buscar nuevos resultados (obtener notas mejores, tener una relación más linda con muchas cosas, etc.), porque eso es pequeño, mientras que el gran resultado ya está presente: es la paternidad que hemos vivido en estos días. Y con este resultado podremos abrazar todo: los autores que nos toca estudiar, las malas notas que a veces tomamos, la escasez de contenido de ciertos libros... todo». Desde acá, me invade en el corazón una alegría que antes no tenía. Esto es lo que me traje para Colombia.
Daniel, Bogotá

IN MEMORIAM
Padre Francisco Miguel Delamer
Lo conocí cuando mi hija Carolina estaba por cumplir 12 años, hace más de 24 años. ¿Dónde? Uds. pensarán que en la parroquia San Francisco Javier en la que entonces él era párroco. Pues se equivocan. En esa época yo no frecuentaba la iglesia, es más, la evitaba. Lo conocí en las Bodegas Giol, situadas a pocas cuadras de mi casa, en ese entonces ocupadas por unas 200 familias de indigentes. Ahí él iba algunos días a la semana a celebrar la Misa y a estar con la gente. Atraída por ese hombre que, cuando anochecía, salía de su parroquia y partía de la esquina de las bodegas en Godoy Cruz y Paraguay, en peregrinación por el barrio, portando una inmensa Cruz, ayudado por vecinos, rezando todos el rosario, pidiendo a la Santísima Virgen por los ocupantes de ese edificio abandonado que vivían en una terrible situación de precariedad, sin cloacas ni agua corriente, fui un día con mi hija a ese precario sitio donde se celebraba la Santa Misa, en un improvisado oratorio dentro de la destartalada edificación. Olores nauseabundos emanaban de las chorreantes paredes, mientras la gente que allí moraba asistía a la Misa.
Admiré la gran humanidad de ese hombre que no temía a los pillos y atraía a los pobres… más que pobres, miserables, a esas Misas santas y misteriosas en donde y mediante las cuales recobré la fe perdida veinte años antes. Recuerdo y tengo grabadas en mi retina esas celebraciones litúrgicas a las cuales todos eran invitados, ninguno excluido, madres amamantando niños, jóvenes andrajosamente vestidos y hasta los perros. Conmovida comprobé que no solo no me pedían nada, sino que con afecto ¡agradecían mi presencia entre ellos compartiendo juntos ese espacio! Recuerdo también a Quique, el linyera, que vivía en un colectivo devenido casa rodante, estacionado frente a la casa parroquial; ese personaje compuso unas preciosas canciones con mensajes evangélicos, que interpretaba con su guitarra en la Casa parroquial; en donde se celebraban unas “reuniones piolas” –como me dijo P. Francisco cuando me invitó– que se realizaban una vez por semana, los viernes al caer la tarde.
Así fue como conocí a Giussani y el movimiento de CL. Y fue entonces que mi hija, por misterioso designio de Dios, me pidió tomar la primera Comunión. Recuerdo el día de su primera Confesión en la iglesia solitaria, el Padre en el confesionario, mi hija confesándose y yo ahí, aguardando, mientras miraba un rayo de sol filtrarse por un vitral. Cuando mi hija terminó, Francisco me preguntó si yo también quería confesarme. Sorprendida respondí que hacía veinte años que no lo hacía, empero, vacilante y temerosa, acepté. Recuerdo que las lágrimas ahogaron mi voz la mayor parte de esa confesión.
Mi hija tomó la primera Comunión un Sábado de Gloria en la misa de la Vigilia Pascual; en compañía de 2 niños que vivían en las bodegas, conjuntamente con los cuales se había preparado. Fue una ceremonia muy emotiva y vibrante, ¡inolvidable!, que le hiciera decir a Carolina: «Mamá, este es el día más feliz de mi vida». Luego llegó la orden de desalojo de esos edificios o ruinas usurpadas. El padre estuvo acompañando a los ocupantes todo el tiempo y no los abandonó. Unas cuantas familias que siguieron sus consejos pudieron adquirir unos terrenos en la localidad de González Catán, distante unos 40 kms. de la ciudad de Buenos Aires, formando una cooperativa y luego, ayudados por los planos proporcionados por el arquitecto Gerardo Rozas, también de CL y amigo del padre Francisco, quien también participó en esa “gesta”, mediante el sistema de autoconstrucción, edificaron sus viviendas. Fui a la inauguración del barrio que se llamó “San Francisco Javier”. Esa fue la primera vez que tuve oportunidad de ver a un cura involucrarse de esa manera con la gente, su pueblo, el pueblo de Dios. ¡No los dejó nunca solos! Uno de sus mayores anhelos era no vivir en vano. Una amiga, Marta Guiñazú, decía de él: «de una piedra hace un cristiano». Y así era. Para muchos cristianos entre los que me cuento –y también muchos no cristianos– fue un ejemplo de amor, generosidad, entrega y coraje, siguiendo a Cristo. Con una fe verdadera capaz de mover montañas. Dios lo tenga en Su gloria. ¡Descansa en paz, querido padre Francisco!
María Luisa, Buenos Aires

…No os hubiera conocido

Creo que fue en abril cuando conocí a E. y a X., un matrimonio de Castellón. Hace poco más de un año él se quedó tetrapléjico. Por debajo del cuello ni siente ni puede mover nada. Gesticula con la cara. Y voz le queda poca, porque tiene hecha una traqueotomía por donde le llega el aire que le manda una máquina que respira por él. La situación es realmente dramática. Tienen un hijo, pero por trabajo anda fuera de España la mayor parte del año. Desde que les conocí he ido visitándoles. Los ratos con él son breves. Se cansa. Y como no nos conocíamos antes del accidente, no hay una historia anterior a la que recurrir. Aunque siempre me recibe contento, está siendo complicado hacernos amigos. Con ella solemos comer juntos, en su casa, alguna vez fuera. No viven la fe. Pero tienen una fuerza enorme que les sale de dentro y que les mantiene en pie. Yo he rezado mucho por ellos, pidiendo por su situación, y pidiendo al Señor que vaya haciendo camino para que un día él –y ojalá también ella– quiera recibir los sacramentos y todo el abrazo de la Gracia. Por ahora he sido yo el que ha llamado y el que ha propuesto verse.
Va dándose la cosa a poquitos. Pero nos vamos viendo. Un día, en la conversación, apareció por fin la pregunta. No tuvo mucho espacio, pero apareció: «¿Por qué nos ha pasado esto?». Le dije que no lo sabía, pero que si se animaba, buscábamos la respuesta juntos. Pero en ninguna conversación posterior ha vuelto a aparecer la cuestión. Tienen una herida tan grande como la fuerza que están empleando en vivir. Le propuse comer juntos el día de Año Nuevo. Era un poco locura, porque me iba a presentar con dos jóvenes matrimonios amigos, que estaban conmigo en casa esos días, y con sus hijos, tres niños muy niños. Ella me dijo que sí. Yo la llamé varias veces, por asegurar que me había entendido cuando decíamos de comer, juntos, en su casa, amigos y niños incluidos. «Que sí, que os vengáis».
Antes de ir, al terminar la Misa del domingo en la parroquia, en un aviso final, pedí que rezasen por estos amigos a los que iba a visitar. Y con el par de matrimonios con los que iba a su casa, antes de subir, nos detuvimos a rezar un Memorare, pidiendo a la Virgen. La comida fue tranquila. Ella nos esperaba, aunque al principio un pelín se parapetó detrás de los fogones y la tarea. Yo me acerqué a saludarle a él. Impresiona mucho verle, inmóvil, en su cama. Un vinito y un cocido increíble ayudaron a ir cuajando la conversación. También los niños. Al final fuimos todos a ver al enfermo en la habitación. Los niños le besaron. Uno de los pequeños insistió varias veces en ir a verlo. También en el primer instante después de su siesta. Hasta tres veces entraron los niños, y todos, en la habitación. Él lloraba. Ella también. Ella, de vuelta en la mesa, iba sacando turrones, cava, limoncello, lo que hiciera falta, sutil a tope, para que no nos marcháramos. «Si X. no hubiera tenido el accidente, no os habría conocido». Lo dijo así, sin darle más cancha al comentario, pero todos nos percatamos de que lo que decía era muy serio. Pasadas las seis, por fin nos pusimos en marcha. Ya era prácticamente de noche. En la puerta, cuando nos despedíamos, con esta manera que tiene ella de hablar, nos dice: «Seguramente que en este año yo pensaré mucho en vosotros». Ojos empañados. Ayer, día 2, ella me llamó pronto por la mañana. Era la primera vez que lo hacía en todos estos meses.
Quería decirme dos cosas: que la comida la había impresionado: «¿Qué es lo que ha pasado?», me preguntó, y que la avisara cuando volviesen a Castellón estos amigos, como quien quiere asegurar el tiro. Me impresiona muchísimo la fuerza de la oración, cuando la Iglesia reza junta, y la fuerza de la compañía de los cristianos: nunca antes habíamos vivido algo así en su casa. Y la caridad infinita del Señor, que con una delicadeza y una ternura infinitas, impuso su presencia buena en ese hogar tan doliente.
Yago, Castellón

Una historia particular
Llevo ya dos años participando, un viernes al mes, en la lectura del libro Luigi Giussani, su vida. No hay día que no termine hondamente agradecido de lo que ahí leemos juntos y del posterior momento de amigable conversación que a continuación mantenemos. Acudir, esos viernes por la tarde, a “la historia” del movimiento es siempre motivo de profunda y serena alegría y, también, de gran misterio, porque es como tocar con la yema de los dedos la orla del manto de Cristo, a través de la persona y la vida de Giussani. Además, dos cosas me llaman la atención. La primera es que, tras 30 años de “vida ciellina”, siempre sigo descubriendo nuevos y sugerentes aspectos de la persona y paternidad de Giussani, que enseñan su forma de vivir la fe y de entenderla. La segunda es la inesperada comunión que en esas lecturas se da entre los que participamos, a pesar de los límites inevitables y de que la mayoría nos conozcamos desde hace ya bastantes lustros. Hace unas semanas conocí a un anciano cura, Laureano, de ochenta y pico años (y con algún que otro problemas de dentadura…) que lleva toda su vida como párroco en un valle de Huesca a los pies de los Pirineos. Desde hace ya algún tiempo, los domingos celebra misa solo con un matrimonio de jubilados (esa es toda su feligresía). De casualidad, una amiga y yo caímos en una de sus misas un gélido domingo de diciembre. Tras enchufar para nosotros cuatro una pequeña calefacción eléctrica –que a duras penas alcanzaba a templar el aire de la helada iglesia románica en un radio de escasos tres centímetros alrededor del aparato– empezó y terminó la misa llamándonos “amigos” y agradeció nuestra presencia en la Eucaristía (a nosotros, que nos acababa de conocer en ese momento, dos burguesones madrileños en una perdida pedanía oscense...). Traigo a colación este breve episodio porque es este tipo de experiencia de fe sencilla y profundamente humana la que se saborea en las lecturas conjuntas del libro de Giussani: el re-conocimiento de una humanidad con una pasión fuerte y decidida por la vida, totalmente gratuita y desbordante. Contagiosa. Y tener la oportunidad de re-aprender juntos es, qué duda cabe, una gran suerte. Por eso no puedo no agradecer al matrimonio Oriol Salgado, a Ortega, a Carmen Giussani, a Héctor, que hace la cena para todos, y a los demás por promover este discreto y valioso gesto que permite conocer y amar «la historia particular» que nos hacer amar a Cristo.
Dani, Madrid

Una compañía cierta
Querido Julián: Estuve sin luz, igual que todos en Puerto Rico a consecuencia del huracán María. Pero no basta que llegue la luz para serenarse. Solo encuentro paz cuando soy consciente de que el Señor se hace presente a través de otro, cuando soy querida y quiero. He sentido que la soledad me ahoga. Se me hace difícil llamar a alguien. Pensé que se me iba a pasar, pero no. Entonces llamé a Alisa, y tener a otro que te escuche es una bendición. Me sentí comprendida, segura y querida. Luego, fui al centro comercial. Una señora mayor comienza a contarme sobre su soledad porque vive sola en Puerto Rico y sus hijos están en EEUU. Al escucharla, me di cuenta que no soy la única que siente que la soledad la ahoga. Cristo nos acompaña para recordarnos que no estamos solos. Es a través de la compañía de Alisa y de la señora en el patio de comidas que descubrí Su presencia. En otros tiempos estaría deprimida. No tendría dónde ir para que me hablen de Él y dónde aprender a hacer juicio sobre lo que vivo y tener la certeza que Él me quiere tal como soy.
Silvia, Puerto Rico

Cenando en compañía de otros mil
¡Un sueño hecho realidad! Así calificaron muchos su participación en la iniciativa de “Te invito a cenar”. Cincuenta de las personas que son atendidas habitualmente por la Casa de San Antonio se han integrado, junto a una quincena de voluntarios, en este acontecimiento madrileño. La mayoría de ellos llegaba con la inquietud propia de asistir a algo desconocido, eran novatos. Otros acreditaban ya la experiencia de años anteriores, pero se mostraban ilusionados con la certeza de que algo nuevo iba a ocurrir.
Mil personas se sentaron a cenar en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid en un gesto que ponía colofón a todo un año de trabajo con los más desfavorecidos, porque “Te invito a cenar” no es un hecho aislado que un grupo de personas hacen en un ejercicio de buenismo, ni muchísimo menos. “Te invito a cenar” es la resultante del trabajo cotidiano que un grupo de organizaciones sociales hacen con los más desfavorecidos, bien dándoles cobijo, o suministrándoles los alimentos que necesita su familia o también ayudándoles a encontrar trabajo, por poner algún ejemplo. Una cena elaborada por 40 de los mejores chefs de nuestro panorama culinario. ¡Sí!, y esto es sin duda algo grande, muy grande, pero no es ese el aspecto más determinante de este acontecimiento. Lo más importante es esa mano tendida a otros, más necesitados, con la que afirmamos: ¡Tú nos interesas! ¡Tú eres importante para nosotros! Impresionantes los rostros en el autobús de regreso. Rostros abiertos, sonrientes, iluminados, felices por haber vivido algo con lo que jamás habían podido soñar. ¿Y los niños? Abrazados a sus regalos mientras preguntaban a sus madres cuándo podían volver a ese lugar. El imprevisto que se hizo carne en Belén se hizo visible anoche y ha salido nuevamente a nuestro encuentro. ¡Esto es la Navidad!
Ángel, Fuenlabrada (Madrid)