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Huellas N.10, Noviembre 2017

CULTURA

Profetas de nuestro tiempo

Costantino Esposito

Cinco miradas sobre el nihilismo. Algunos pensadores católicos del siglo XX comprendieron agudamente la profecía de Nietzsche y se tomaron muy en serio «la muerte de Dios». Abriendo la reflexión sobre la crisis de la tradición y de los valores cristianos. Porque Cristo mismo «está de parte de la crisis», o sea, del corazón inquieto del hombre y de su herida

En su trágica grandeza, Friedrich Nietzsche ya desde 1882 había identificado la clave del problema de la época contemporánea: «¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”?». Entre los que estaban allí reunidos, muchos ya no creían en Dios y sus gritos provocaron enormes risotadas. Entonces el loco los traspasó con su mirada: «¿Que a dónde se ha ido Dios? –exclamó–. Se lo voy a decir. Lo hemos matado ustedes y yo. Todos somos sus asesinos» (La gaya ciencia, Aforismo 125).
La muerte de Dios significa nada menos que la caída de los grandes principios y valores que parecían inconmovibles y que habían orientado toda la cultura occidental, desde Sócrates a Kant. En efecto, para Nietzsche existiría un vínculo estrecho entre el “platonismo” –que afirma el mundo eterno de las ideas, separado del mundo contingente de la sensibilidad– y el “cristianismo”, entendido como doctrina puramente ética, una religión de meros preceptos morales. Por ello se había considerando siempre lo “espiritual” superior a lo “corpóreo”, lo “bueno” a lo “malo”, lo “justo” a lo “injusto” y lo “violento”. Hoy sin embargo (y cuando escribió aquello, ¡estábamos todavía a finales del siglo XIX!) este sistema de valores es como un andamiaje a punto de desmoronarse, que procede hacia su completa ruina. El espíritu cristiano-burgués toca a su fin, reducido a una mera forma, detrás de la que ya no pulsa ninguna vida. La vida “verdadera” –inmediata, instintiva, que coincide con la tendencia inexorable a afirmarse a uno mismo– discurre ya por otros cauces: es pura «voluntad de poder», sin un origen y un fin, sin una orientación hacia algo más grandes que el hombre.

UNA EROSIÓN INTERNA. Dicha voluntad de poder, según la profecía nietzscheana, llevaría pronto a la disolución de la vieja moral tradicional, erosionada desde su mismo fundamento interior: se siguen observando sus normas por convención o para asegurar un orden social, pero ya no se asumen por experiencia como verdaderas. Nietzsche dio un nombre, que nos resulta ahora muy familiar, a esta erosión interna de la moral y de la religión: «nihilismo». Ello indica una pérdida radical de los antiguos valores y, junto con ello, el comienzo del abandono de cualquier ideal humano, en el sentido más radical del término. El hombre se vería “liberado” de un significado último de su existencia, de una razón para vivir que no fuera el poder de su voluntad.
Nietzsche nos deja ver que, con la muerte de Dios, hemos perdido no solo la referencia última a un valor moral absoluto, sino también nuestro lugar en el mundo y, al final, nuestro mismo “ser”. Si la muerte de Dios conlleva la “liberación” de lo que vincula al hombre con un significado, su consecuencia extrema es una “liberación” del hombre de sí mismo. La muerte de “Dios” culmina en la muerte del “yo”. Nietzsche lo teoriza en el paso del hombre al “superhombre”, que no es para nada un yo convertido en más poderoso y eficiente, sino muy al contrario un yo que se ha vaciado, porque ha perdido la relación con ese Otro –con ese “tú”– que constituye la trama de su ser.
Resulta paradójico que, en el curso del siglo XX, hayan sido precisamente los pensadores católicos los que comprendieron más agudamente la profecía nietzscheana, no solo a nivel de análisis filosófico, sino más al fondo, al nivel de la crisis que toca el nervio vital de la experiencia cristiana misma. Esta, por tanto, se vería obligada a reconquistar su propia naturaleza para responder al desafío del nihilismo. Pienso en personalidades del calibre de Henri de Lubac y Romano Guardini, Hans Urs von Balthasar, Joseph Ratzinger y Luigi Giussani.
Entre finales de los años cuarenta y los sesenta del siglo pasado –con la trágica experiencia de los totalitarismos y los intentos de reconstrucción de las sociedades democráticas– se libraron las batallas decisivas para delinear los rasgos políticos y culturales y, sobre todo, la “condición humana” del tiempo presente. Estos autores nos permiten comprender también por qué a día de hoy esos proyectos se han desplomado violentamente. Y lo hacen recuperando la profecía nietzscheana, tomándose en serio la muerte de Dios, como solo puede hacerlo quien ha entendido y experimentado la muerte de Jesucristo y su resurrección en la carne.
Por ejemplo, De Lubac identifica exactamente en el nihilismo ateo la pérdida de realidad de las «grandes conquistas» que el cristianismo nos ha dado a conocer en la historia de la cultura de Occidente –«espíritu, razón, libertad, verdad, fraternidad, justicia»–, una vez que estas se han separado de su fuente y raíz cristianas. Y aceptando esa provocación redobla el reto: «¿Volveremos a la barbarie, a una barbarie indudablemente muy diferente a la antigua, pero más atroz, barbarie técnica y centralizada, barbarie reflexivamente inhumana? O más bien, ¿sabremos encontrar en condiciones muy diversas, con conciencia profunda y para un vuelo más libre y magnífico, al mismo Dios que la Iglesia nos ofrece siempre, el Dios vivo que ha creado el hombre a su imagen? Este es, sobre todo, el problema que hoy nos acucia, la gran cuestión que hoy se plantea» (El drama del humanismo ateo, 1943, I, cap. 1).
En este pasaje de De Lubac se aprecia el eco de la observación de Guardini acerca de la «profunda deslealtad» del mundo moderno, que pretende apoderarse de los valores cristianos separándolos de Jesucristo. Se trata de otra suerte de profecía: «Los tiempos venideros arrojarán una claridad espantosa, pero salvadora, sobre estas cosas. Ningún cristiano puede alegrarse del progreso de esta actitud anticristiana. […] Sin embargo, es necesario que se descubra el fraude de que hablamos. Se verá entonces a qué realidad se llega si el hombre se desliga de la Revelación y del usufructo que de ella venía teniendo» (El ocaso de la Edad Moderna, 1950, § V).

PUNTA DE ALFILER. Se vuelve a plantear aquí el problema de la relación entre la tradición (el anuncio de Cristo que nos llega desde el pasado, apoyándose en un hecho histórico que nos precede en el tiempo) y el presente, o mejor dicho, la «Presencia presente» de Jesucristo que me alcanza ahora (por decirlo con una expresión sintética de Giussani). Ratzinger focaliza este problema en su Introducción al cristianismo (1968, Intr., cap. 1.3), afirmando que para el hombre contemporáneo, completamente orientado al “progreso”, una fe simplemente tradicional ha perdido todo su interés. A no ser que, precisamente esta circunstancia, no acabe siendo un revulsivo para el nacer de un verdadero interés por la fe, por reconocer que la revelación de Jesucristo es siempre como «la punta de un alfiler», el «punto de incidencia» de un Hecho en la historia, algo que como un aguja “pincha” y “entra” en nuestro presente.
En esta misma longitud de onda, se encuentra la intuición “extrema” de von Balthasar, según la cual la historia y la tradición cristiana deben «conservar siempre o reconquistar su vitalidad para el presente y el futuro», porque «todo lo que hemos realizado hasta el momento no [es] todavía lo que Jesucristo nos exige ahora, directamente, a mí y a ti, a nuestra generación». No se trata por tanto de ser “tradicionalistas” o “innovadores”, sino de entender qué es la vida cristiana y, por tanto, la «santidad»: relación con una Presencia viva que siempre trastoca lo que “ya sabemos”. «Hará falta, por tanto, fijar la mirada allí donde la joven santidad rompe la corteza del pasado para salir a la luz fresca como el primer día en el mundo contemporáneo y presente», como sucedió con Francisco de Asís (Abbattere i bastioni, 1952, cap. 1).
Y en plena crisis del 68, en una conversación con algunos jóvenes, Giussani observaba: «...me parece un signo de los tiempos que lo que fundamenta o puede fundamentar el llamamiento y la adhesión al hecho cristiano ya no es el planteamiento de la tradición, ya no es la historia. [...] Lo único que creo que ahora mismo puede constituir un motivo de adhesión es el encuentro con un anuncio, es el cristianismo como anuncio, no como teoría. Un anuncio, es decir, cierto tipo de presencia, cierta presencia cargada de mensaje» (cit. en A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro 2015, pp. 430-431).
He aquí que irrumpe una percepción positiva de la crisis de la tradición: el descubrimiento que el acontecimiento cristiano es en sí mismo, permanentemente, una realidad que plantea una crisis: una puesta en discusión de la vida, la irrupción de una novedad que reclama toda nuestra libertad a decidir en su favor o en contra. ¿Dónde y cómo podemos seguir a Cristo hoy? ¿Simplemente recuperando lo que se ha perdido de la tradición? Estos autores sugieren, con mayor audacia, otra respuesta: Cristo está de parte de la crisis, en el sentido exacto de que Él está de parte de la herida del corazón del hombre y que desde este centro incandescente continúa inquietándolo.