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Huellas N.9, Octubre 2017

MÉXICO

Más fuerte que la muerte

La muerte de una estudiante universitaria, que pidió un taxi a través de su celular y nunca llegó a su casa, abre heridas en la sociedad de Puebla. Y despierta una necesidad profunda de justicia. El juicio de la comunidad universitaria de CL

Al final de la primera semana de septiembre, la desaparición de Mara Fernanda, una joven universitaria, activó las alarmas de la sociedad en Puebla. En la madrugada del viernes 8, ella solicitó un chofer a una empresa de taxis de servicio ejecutivo a través de una aplicación en su teléfono celular y abordó la unidad que la transportaría a su casa, pero nunca llegó. Su hermana, que estaba a la espera de su llegada, casi de inmediato reportó la desaparición a través de las redes sociales. Mara y su hermana son estudiantes de la UPAEP, una conocida universidad privada de Puebla. Allí, entre sus compañeros y profesores se dispararon las primeras reacciones que reclamaban por la vida y la integridad de la joven estudiante, a las que se sumó un pronunciamiento oficial de la misma universidad. Las reacciones en las redes sociales provocaron un impacto mediático fuerte y pronto el caso de Mara ocupó la atención de medios nacionales e internacionales.
A lo largo de la semana, la familia de Mara presentó las denuncias ante las autoridades del Estado, hacia las que se dirigen reclamos por la violencia contra las mujeres, la impunidad ante estos casos y la ineficiencia de los órganos de seguridad pública, de impartición de justicia penal, pero sobre todo para exigir la localización y la recuperación de la joven plagiada. La gravedad del caso es evidente y, desafortunadamente, no es un caso aislado, pues entre los expedientes de la justicia están pendientes muchos casos sin aclarar y sin ser juzgados. Puebla acumula solo en 2017 unos 250 expedientes de desapariciones sin resolver y en este mismo año 87 feminicidios. ¡Cuánto dolor, violencia y muerte hay detrás de estas estadísticas!
Una semana después de haber desaparecido, Mara fue encontrada sin vida. El mismo gobernador de Puebla expresó sus condolencias y aseguró una actuación rigurosa contra el culpable, mientras que el chofer del taxi ejecutivo quedó como el principal sospechoso y pesan sobre él cargos por los delitos de privación ilegal de la libertad, violación y feminicidio.
Para el fin de la segunda semana de septiembre se convocaron manifestaciones locales, en Puebla y Xalapa, lugar de residencia de la familia de Mara, y en otras ciudades de la República se disparó una ola de protestas. Mara se volvió pretexto o símbolo de otras causas y reivindicaciones pendientes contra el feminicidio, contra el machismo y la “cultura patriarcal”, para denunciar la violencia de género y el acoso sexual.
Por si fuera poco, al momento de entregar este texto a la prensa ya se reporta un nuevo caso que anticipa la conmoción de la sociedad poblana: la muerte de Mariana Fuentes, una estudiante de derecho de la BUAP, la universidad pública del Estado, asesinada presuntamente durante un asalto.
Este ambiente de inseguridad y violencia, con más o con menos casos similares, es el mismo que prevalece en México. Las redes de narcotráfico, el robo de combustible, de tráfico de personas –especialmente de mujeres– y una oleada delincuencial a plena luz del día, en cualquier calle y a cualquier hora, se han vuelto parte de la vida cotidiana.
Estos acontecimientos nos confrontan y nos obligan a preguntarnos seriamente por su significado, porque en el modo de vivir las circunstancias afirmamos quién es Cristo para nosotros. ¿Cómo juzgar estos sucesos, y qué significan para nosotros? ¿Por qué Mara ha sacudido nuestra conciencia?
No esperamos que la respuesta venga de las estadísticas ni de los análisis de los expertos. Nos sentimos reclamados a juzgar los hechos con los deseos del corazón, el criterio para valorarlo todo; es decir, el deseo de justicia, de verdad, de bondad, el deseo de felicidad, que constituye a cada ser humano. Solo así podemos ser solidarios con todos y reconocer lo que puede haber de verdadero y de justo en esta circunstancia.
A pesar de la confusión que produce la diversidad de opiniones y posturas ideológicas, además de las confrontaciones o reivindicaciones de poder, que ocupan el primer plano de las manifestaciones, nos sorprende que se haya expresado una exigencia de justicia tan claramente solidaria como la que hemos visto en Karen, hermana de Mara, quien se ha pronunciado de un modo que nos parece más verdadero: «No estamos luchando solo por ella, no solo estamos pidiendo justicia para ella, estamos pidiendo justicia para todas las personas que enfrentan la misma situación que mi hermana. Ninguna familia merece esto que le pasó a la mía». Este deseo de justicia que se comparte en el dolor con otras víctimas y sus deudos nos parece más humano que una justicia de revancha o como ariete en «la guerra de sexos».
En otro momento, el rector de la Universidad Iberoamericana, el jesuita Fernando Fernández Font, insistiendo en una clave de comprensión, señaló que «el dolor que sentimos por lo acontecido a Mara no se quita con marchas o con gritos, es un dolor que tiene que permanecer (…) si queremos ser serios ante esta situación de muerte».
Tener seriedad ante el misterio de la muerte y del sufrimiento, sin duda, llama a un compromiso activo dentro de las circunstancias –como lo subrayó el rector Emilio Baños de la UPAEP–, pero nos plantea preguntas que miran más allá de la justicia humana. ¿Qué justicia nos puede restituir la sonrisa y la mirada de Mara, sus deseos y sus sueños, y la vida de tantas otras que han sido violentadas en su dignidad y en su vida?
Nos orientan en estos hechos las palabras pronunciadas recientemente por el Papa Francisco en su visita a Bogotá: «Reconozcamos que somos vulnerables, todos somos vulnerables». Justamente en esta condición de vulnerabilidad y de fragilidad nos descubrimos unidos con todos. Solo un amor más grande y más fuerte que el mal y la muerte, una ternura que abrace nuestra fragilidad y nuestras incertidumbres, puede responder a nuestras preguntas, a nuestro dolor y al deseo de justicia. Un amor, no un discurso. Una Presencia, una realidad presente, encontrable y reconocible, que nos interpela hoy igual que hace dos mil años.
«Ánimo, soy yo». Estas palabras de Jesús nos conmueven hoy, tocan nuestras incertidumbres e interrogaciones, nuestros miedos e impotencia. Es Cristo presente en el encuentro con una comunidad que atestigua su misericordia, que acoge nuestra fragilidad y nuestros deseos de belleza, de justicia y de felicidad dentro de una promesa de vida y de plenitud que vence a la muerte. Estamos necesitados del mismo abrazo que hizo exclamar a Gregorio de Nacianceno: «Si no fuera tuyo, Cristo mío, me sentiría una criatura finita».