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Huellas N.9, Octubre 2017

PÁGINA UNO

¡Al comienzo no fue así!

Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de CL. Mediolanum Forum, Assago (Milán), 30 septiembre 2017

JULIÁN CARRÓN
Pidamos esa pobreza que el Innominado de Manzoni nos ha hecho desear tantas veces este año, porque sin ella no podremos tener la disposición necesaria para comenzar, y todo se vuelve inútil. Pidámosla cantando el himno al Espíritu.

Desciende Santo Espíritu

The things that I see
Negra sombra

DAVIDE PROSPERI
Bienvenidos. En primer lugar, saludamos a todos los presentes y a las ciudades conectadas en Italia y en el extranjero para seguir este momento con el que queremos comenzar el curso. Me gustaría empezar proponiendo nuevamente la pregunta de los Ejercicios de la Fraternidad que planteamos este verano: «¿Sigue siendo la salvación algo interesante para mí?». Esta palabra, tantas veces olvidada frente a las dificultades, a las incoherencias y a las fatigas de la vida, se nos ha vuelto de repente familiar. La palabra salvación encierra todo el sentimiento de nuestro límite, de nuestro mal, digamos incluso que de nuestra nada, y a pesar de todo ello, encierra también la aspiración a un cumplimiento de bien, de grandeza para el que se siente hecho nuestro corazón. Sin embargo, vemos que esta salvación nos parece inalcanzable porque sentimos que no nos la merecemos (al menos quien tiene un mínimo de conciencia de sí mismo no puede no haberlo pensado nunca), y nos parece que todos nuestros esfuerzos no son suficientes para ganárnosla. En cambio, la hipótesis de Jesús delante de Zaqueo, de la que hablaba Carrón en los Ejercicios, le da la vuelta completamente a la cuestión. Dice el Evangelio de Lucas: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa» (cf. Lc 19,9). La salvación es Cristo, su persona, y nosotros hemos sido interceptados por su mirada, que nos ha cambiado. No ha cambiado enseguida necesariamente nuestros intereses, ni nos ha dado inmediatamente la capacidad de no equivocarnos o de corregirnos. Lo que cambia es que nos hemos dado cuenta de Su presencia por un atractivo que ha irrumpido en nuestra vida y nos ha imantado. La gratuidad de los chavales que este verano en el Meeting han pasado horas bajo el bochorno haciendo el servicio de orden en los aparcamientos o de los que limpiaban las salas y las exposiciones [¡pagando para hacer esto!], que ha impresionado a todos, no se entiende si se piensa que es fruto de un esfuerzo de generosidad. Esa gratuidad solo es posible si uno ya está satisfecho por lo que ha recibido. La gratitud es lo que he visto brillar en los ojos de esos chavales igual que se ve en muchos adultos comprometidos en la sociedad. Uno la ve brillar porque es expresión de un acontecimiento presente, que a lo mejor está sucediendo ahora por primera vez en la vida de una persona o que vuelve a suceder nuevamente después de muchos años. Yo lo he visto en muchas vacaciones y gestos que hemos hecho este verano.
Quiero contar un episodio personal que me sucedió hace algún tiempo. Era uno de esos días (creo que a todos nos ha pasado) en los que llegas al final y dices: «Hoy no he hecho nada bueno». Pero a diferencia de otras veces, me sorprendí de rodillas diciendo: «Señor, hoy no tengo nada que darte, pero aquí estoy». Y para mí esto lo cambió todo: «Señor, tú estás, y por eso yo estoy, y por eso mañana puedo esperar nuevamente, aunque hoy no tenga nada que darte». Yo creo que es propio de la estatura humana desear que nuestra vida sea útil. Don Giussani escribía con 23 años: «Yo no quiero vivir inútilmente. Es mi obsesión» (L. Giussani, Cartas de fe y de amistad, Encuentro, Madrid 2010, p. 43). Es pequeñez y mezquindad pensar que el valor de la vida radica solo en lo que la vida me puede dar. La grandeza de mi corazón (la grandeza del corazón de cada hombre) desea que lo que yo soy pueda ser útil a la totalidad y por tanto al mundo. En cambio, nosotros identificamos muchas veces la utilidad de nuestra vida solo por lo que podemos tener o por lo que somos capaces de hacer. Por eso pensamos: «Hoy no he hecho nada bueno, y por eso todo ha sido inútil». Pero igual que me sucedió a mí, puede pasar que te des cuenta de que existe una utilidad que es más grande: la utilidad de vivir la dependencia de Dios. Es decir, que la utilidad de la vida es corresponder a Quien te ama, es hacer algo que es útil para Quien te quiere. Quizá sencillamente aceptando existir, depender de Quien te da el ser ahora, como ha sucedido en la dramática historia de Charlie Gard que nos ha conmovido a todos. Para mí lo que determina la utilidad de la vida es lo que Otro que te da el ser ve en ti, no lo que tú quieres de ti mismo. Y por ello, la vida se vuelve útil cuando se convierte en obediencia: se trata en última instancia de una disponibilidad a la presencia de Cristo, de rendirse a esa grandeza que Otro, quizá de un modo distinto de como tú lo harías, quiere realizar en ti y contigo para el mundo. Vivimos para que Cristo sea reconocido en todas partes, para la gloria humana de Cristo.
Entonces, te quiero preguntar: ¿cómo podemos ayudarnos a vivir la conciencia de esta dependencia?

CARRÓN
¿A quién de nosotros no le gustaría verse sorprendido por algo que hace que todo cante, como decía la letra de Negra sombra? Cuando sucede un acontecimiento así es fácil reconocerlo, pues corresponde a la espera del corazón. Lo interceptamos enseguida porque hace que todo cante en la vida. «Si cantan, eres tú que cantas, si lloran, eres tú que lloras, y […] eres la noche y eres la aurora. En todo estás y tú eres todo, para mí y en mí […] habitas» (R. de Castro-J. Montes Capón, Negra sombra, en Canti, Soc. Coop. Ed. Nuovo Mondo, p. 292). Dependemos en todo de ese Tú.
Nosotros descubrimos verdaderamente lo que esperamos cuando, a través de los acontecimientos en los que sale a nuestro encuentro, lo reconocemos por la capacidad que tiene para hacer vibrar todo lo que vivimos y lo que tocamos. No se necesita ningún «equipamiento» especial, basta con que suceda y se proponga a nuestro corazón. Basta con ver las cosas que Dios hace surgir delante de nuestros ojos para llorar de conmoción, como decía la letra de The things that I see (en Cancionero, Comunión y Liberación, 2004, p. 472).
Cuando uno vive esta experiencia elemental no puede dejar de desear que ese «tú» no le deje nunca: «No me abandonarás nunca, sombra que siempre me asombras», terminaba Negra sombra. ¡Cómo nos gustaría vernos constantemente sorprendidos por un acontecimiento que hace que todo se vuelva nuevo! Entonces descubríríamos cada vez más plenamente que si algo canta es porque Tú haces que cante, si vibra es porque Tú lo haces vibrar, porque Tú estás en todo, porque Tú habitas en mí.
Cuando no domina en nosotros la sorpresa de este acontecimiento, ¿qué ocupa su lugar?

1. El formalismo
Como acabamos de decir, es fácil identificar un acontecimiento que corresponde a la vida cuando sucede, tan fácil como darse cuenta cuando no sucede, porque ya no hay canto en nuestras jornadas, todo se vuelve monótono, formal. Y la alegría desaparece. Es tan claro que no podemos evitar percibirlo.
«Creo que he llegado a un momento crucial en mi existencia. Uno de esos pasos improrrogables, decisivos». Son las palabras de un amigo que leí en la Escuela de comunidad del pasado mes de junio y que me han acompañado todo el verano, porque identifican dónde está el engaño. Su carta proseguía (retomo algunos pasajes): «Mi fe es formal; mi forma de vivir es esencialmente moralista (cuántas cosas “no se pueden hacer” o, por el contrario, “no se pueden dejar de hacer”: incluidos los grandes gestos –Jornada de recogida de alimentos, Banco farmacéutico, Tiendas de Navidad, caritativa, fondo común, Ejercicios, Escuela de comunidad, etc.) [no es que no participe en gestos e iniciativas…]. Pero el test (el habitual y despiadado test), el de la alegría, me destroza: ¡no existe! Como mucho, se da una forma de relacionarse cansina, pretenciosa y egoísta. Y ya no puedo más. Me gustaría estar contento […]. Y en cambio, me veo con frecuencia atrapado en la rutina». En este punto, nuestro amigo comprende cuánto se ha alejado de la dependencia que nos genera a todos: «Cristo está verdaderamente aislado de mi corazón […]. La salvación no deja de interesarme, pero pienso siempre en ella según un modelo mío. Y después de tantos años dentro de la historia del movimiento no consigo creer que esté tan “reducido”. […] ¡Pero la alegría siempre está en otro sitio!».
Esta carta nos ayuda a darnos cuenta de lo que nos dice don Giussani (nos lo recordamos en los Ejercicios de la Fraternidad): «Cualquier expresión de un movimiento como el nuestro no es útil si no genera desde lo íntimo de las circunstancias concretas que vivimos un llamamiento a la memoria de la presencia de Cristo [si no incrementa la conciencia de la dependencia de Él]. Más aún, empeora la situación de lo humano, porque favorece el formalismo y el moralismo y contribuye a devaluar el acontecimiento entre nosotros –acontecimiento que deberíamos retener con temblor en los ojos y en el corazón como criterio de nuestro comportamiento mutuo– reduciéndolo a refugio sociológico, a posición social» (L. Giussani, «Apéndice», en Id., Alla ricerca del volto umano, Jaca Book, Milán 1984, p. 90). Si no vivimos todo lo que se nos da como un grito que nos remite a la memoria de Cristo, nada de lo que hacemos será capaz de satisfacernos y de darnos la alegría que, sin embargo, deseamos. El acontecimiento de vida que nos ha tocado se acabará reduciendo a «quehaceres», que serán como un peaje que hemos de pagar por pertenecer a nuestra compañía.
No es casual que don Giussani nos pusiera en guardia con respecto al formalismo con el que participamos en los gestos que se nos proponen, expresándolo con estas palabras: «Uno no está en la posición adecuada porque vaya a la Escuela de comunidad, o porque participe en la misa […], ni tampoco porque reparta manifiestos o cuelgue en sitios públicos el tatzebao. Todo esto puede ser la formalidad con la que uno paga el peaje a la realidad social a la que se adhiere. ¿Pero cuándo llega a ser experiencia todo esto? Cuando te dice algo a ti y mueve […] algo dentro de ti» (L. Giussani, Uomini senza patria (1982-1983), BUR, Milán 2008, p. 194).
«¿Cómo salir de ahí?», se pregunta nuestro amigo. La experiencia que ha vivido le ha ofrecido algunas sugerencias a través de los síntomas que percibe (el formalismo, la rutina, su «ya no puedo más»), pero ya tiene su propio modelo para alcanzar la salvación y no está dispuesto a cambiarlo: «Que nadie venga a decirme que la inquietud que experimento es un “bien” porque no lo entiendo. Que nadie venga a decirme que mi (eventual) grito […] “sirve”, y que Cristo también está ahí, que me espera, y que todo lo que vivo no es para nadie más que para mí. Todo esto lo entiendo solo a nivel formal pero no existencial. […] Después de mucho tiempo me encuentro de nuevo en la “línea de salida”».
Pero, ¿cómo puede nuestro amigo comprender algo a nivel existencial si rechaza tomar el único camino que le llevaría a comprender?
¿Cuál es ese camino?

2. El camino de la experiencia y de la historia
Para poder comprender algo a nivel existencial, se necesita una atención a la experiencia que vivimos, a los «síntomas» que ella nos ofrece continuamente. El modo que usa siempre el Misterio para hacernos comprender las cosas es la historia. Nos lo ha recordado don Giussani de forma incansable: «Para mí la historia lo es todo; yo he aprendido de la historia» (citado en A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro, Madrid 2015, p. 14).
Pero puede darse en nosotros una resistencia obstinada a la provocación de la realidad, como si no fuésemos capaces de entender qué indican esos síntomas, como si no captásemos su razón de ser. Pero esos síntomas son como el grito que Dios, lleno de ternura por nosotros, hace brotar de nuestras entrañas. Es como si nos dijese: «A través de los síntomas que percibes en ti, ¿no te das cuenta de la necesidad que tienes de mí? ¡Y no porque te lo diga otro o porque te mande un ángel, sino por esos síntomas». Si uno no está disponible para reconocer lo que surge en su propia experiencia, si no presta atención a los síntomas y los secunda, «no se convencería ni aunque resucitase un muerto», como dijo Jesús en un determinado contexto (cf. Lc 16,19-31).
En cambio, cuando uno está disponible para reconocer un síntoma como algo positivo, como una llamada del Misterio, mirad lo que sucede. Una amiga nuestra, Mireille, me ha contado que, sin saber cómo, en un momento dado de la vida de su familia, se había distanciado del origen de su amor, se había producido una distancia en la relación con su marido. Precisamente esto se ha convertido para ella en un desafío: ha sucedido algo que el Misterio ha usado para provocarla, para hacerle consciente de ese distanciamiento. No ha sido una crisis de pareja explosiva, ella seguía haciendo las mismas cosas que antes, pero había perdido el origen. Lo cuenta así: «Estamos juntos, hacemos todo juntos, nos ocupamos con cuidado de los chicos, de la casa, nuestras familias son un estímulo para nosotros, nuestra casa acoge todos los fines de semana a algunos chicos de la calle a los que acompañamos, cada uno de nosotros hace bien su trabajo, nos ayudamos recíprocamente en el trabajo, pero [esta es la cuestión] nos hemos separado, nos hemos distanciado el uno del otro. El deseo expresado por una persona [que se había interesado por ella] me ha permitido comprender que [la cuestión] no es tanto el hecho de que entre mi marido y yo exista un malestar, una distancia, sino que Cristo ya no es el punto de partida de nuestra vida cotidiana. [Así es como suceden las cosas existencialmente] Lo que ardía en nosotros y que nos había hecho ir contracorriente, si lo comparamos con la realidad del matrimonio en nuestra cultura, era el fuego que venía de Cristo. Este fuego nos ha empujado a una vida de pareja tan bella que nos sentíamos únicos en el mundo, pero hoy nuestras brasas corren el riesgo de convertirse en cenizas… Lo que sentimos ahora es el peso de nuestra vida cotidiana». Podemos reconocer fácilmente cuándo deja de arder el fuego que viene de Cristo: el peso de la vida cotidiana lo muestra con evidencia, la vida deja de cantar.
Llegados a este punto se ve si una persona está verdaderamente disponible para aprender de lo que sucede, es decir, para captar un síntoma y reconocerlo como una oportunidad. Al verse en una situación como la que ha descrito Mireille, cualquiera habría podido decir, quejándose: «Pero, ¿cómo es posible que sea así todavía? ¿Estoy todavía en estas condiciones después de tantos años?». Ella no, ella se ha alegrado –como escribe– de «descubrir cómo ha usado el Señor en su genialidad un encuentro cualquiera para devolvernos a nosotros mismos», es decir, ha venido a cuidar nuevamente de ella y de su marido. Frente a las palabras de su mujer, el marido ha reconocido lo mismo y le ha dicho: «Nuestro amor ha crecido como un árbol sobre el cual se posan los pájaros, y las personas se cobijan a su sombra… [su casa está abierta constantemente] ¡Tienes razón! Si dejamos de alimentarnos en la fuente, nos secaremos. Nada de lo que vemos será ya posible».
¿Quién no querría tener amigos así? «En su humildad está la semilla de un mundo nuevo», ha dicho recientemente el Papa, terminando con una invitación: «Relaciónate con las personas que han mantenido su corazón como el de un niño» (Francisco, Audiencia general, 20 septiembre 2017).
Por tanto, la cuestión es si estamos abiertos, disponibles al modo con el que Dios, a través de la realidad, «derriba nuestras puertas», que puede ser incluso la aparición de un problema afectivo con las características que hemos visto, o bien algo distinto. No sabemos cuál será la forma con la que el Misterio nos llamará, cómo decidirá «derribar nuestra puerta», cómo nos aferrará nuevamente impidiendo que sigamos haciendo las cosas sin que estas nos digan nada. ¡Es impresionante! Nosotros creemos que sabemos ya cómo deben ir las cosas, las hacemos, y no sucede nada, todo se vuelve árido. Entonces el Señor debe tomar una iniciativa audaz para hacernos salir del formalismo en el que nos ahogamos.
«Para mí la historia lo es todo; yo he aprendido de la historia». Ahora entendemos mejor por qué don Giussani no se cansaba de repetir esto.
Entonces, ¿cuál es la finalidad de tomarse en serio esos síntomas?

3. Recuperar el inicio
Todo lo que nos sucede, los «síntomas» que percibimos en nosotros son una ayuda para recuperar el inicio, el origen, la pureza original de una experiencia, lo que nos ha conquistado y atraído. Mireille nos ha mostrado con gran claridad cómo, a través de ellos, se ha dado cuenta de que Cristo ya no era el punto de partida de su vida cotidiana.
A la luz de lo que le ha sucedido a ella podemos comprender mejor lo que don Giussani contó durante los Ejercicios de la Fraternidad de 1982 (y que ahora está a disposición de todos gracias a la publicación del libro Una strana compagnia). Parece dicho adrede para responder a la situación que estamos describiendo, para ayudarnos a comprender la experiencia que vivimos ahora y que nos toca en las fibras más personales. Las experiencias personales de cada uno nos ofrecen siempre una ayuda para la compresión de las cosas más decisivas para todos.
Escuchemos lo que decía don Giussani en aquel momento: «La otra noche, en un encuentro en Milán, comenté que, en estos años, desde hace aproximadamente unos quince años [lo dice en 1982], en todos estos años de nuestro camino, es como si Comunión y Liberación, el movimiento, hubiese construido sobre los valores que Cristo nos ha traído. De este modo, todo el esfuerzo de nuestra acción asociativa, operativa, caritativa, cultural, social, política, ciertamente ha tenido como objetivo movilizarnos y usar las cosas según […] los valores que Cristo nos ha comunicado. Sin embargo, al comienzo […] no fue así» (Una strana compagnia, BUR, Milán 2017, p. 88). Don Giussani lo dice hablando de la situación del movimiento, pero podrían decirlo Mireille y el amigo de la carta: «Al comienzo no fue así».
¿Y cómo fue al comienzo?
«Al comienzo del movimiento, en los primeros años, no se construyó sobre los valores que Cristo nos había traído [no era ese el primer interés], sino que se construyó [no es que no se construyese] sobre Cristo, todo lo ingenuamente que queráis, pero lo que movía el corazón, el móvil persuasivo era el hecho de Cristo […]. Al principio se construía, se intentaba construir sobre algo que estaba sucediendo [como cuando dos personas empiezan a estar juntas: lo que está sucediendo entre ellas es lo que les permite hacer todo], no sobre los valores que llevábamos y, por tanto, sobre nuestra inevitable interpretación de ellos: se intentaba construir sobre algo que estaba sucediendo y que nos había aferrado. Por muy ingenua y exageradamente desproporcionada que fuese, se trataba de una posición pura. Por eso, al haberla abandonado en cierto sentido, al habernos mantenido en una posición que ha sido ante todo, casi diría, una “traducción cultural” más que el entusiasmo por una Presencia, no conocemos –en el sentido bíblico del término– a Cristo, no conocemos el misterio de Dios, porque no nos es familiar» (ibídem, pp. 88-89).
Aquí se ve claramente cómo identifica Giussani el desplazamiento que se había producido dentro de la vida del movimiento después del 68: del entusiasmo por una Presencia a una posición definida por una «traducción cultural» o por una serie de actividades, por muy justas que sean –¡atención!–, porque no es que Mireille no estuviese haciendo cosas justísimas, al igual que el amigo de la carta. Pero esto no es suficiente. Nuestra pobreza, nuestra sed, es infinitamente más grande que lo que hacemos. Lo que necesitamos no puede encontrar respuesta adecuada en una cultura o en una ética. Este desplazamiento puede producirse a nivel personal, en la relación afectiva entre marido y mujer o entre amigos; puede suceder en la vida de cada uno o en la vida del movimiento, y la consecuencia más terrible de ello, como indica don Giussani, es que «no conocemos a Cristo», y por ello la alegría no aparece en nuestros rostros. Hacemos cosas, pero ya no es el entusiasmo por la presencia de Cristo lo que nos mueve, como sucedía al comienzo. «Al comienzo […] no fue así» (ibídem).
Pero, ¿cómo fue al comienzo? Giussani es categórico: «Cristo razón de la existencia, Cristo motivo de nuestra creatividad [no es que exista falta de creatividad], no a través de la mediación de la interpretación, sino de golpe: solo es cristiana esta posición». Continúa: «Todo lo demás –la movilización de la existencia y la creatividad– vendrá después, pero hemos de recuperar a Cristo como razón de la existencia y motivo de la creatividad. Es como un apasionado deseo de recuperar la pureza original de la vida de nuestro movimiento, desconocida para muchísimos» (ibídem, p. 89). Ojalá pueda cada uno de vosotros percibir en esta invitación de Giussani la pasión que tiene Cristo por nuestra vida: hemos de recuperar esta pureza del origen. Amigos, hemos de recuperar esto por nuestra parte si no queremos terminar, como hemos visto antes, en una situación que nos ahoga porque nada de lo que hacemos nos llena de alegría.
Impresiona ver cómo, incluso en nuestros amigos más jóvenes, brota desde las entrañas de la vida la misma urgencia de recuperar esta pureza original. Me escribe un bachiller: «Podría decir que he vivido casi las perfectas vacaciones “ciellinas”. Entre vacaciones de la comunidad, viajes, veladas, Meeting, prácticamente no he parado. Pero después, la vuelta a casa. Creo que ha sido una de las peores vueltas a casa después de las vacaciones. No era nostalgia, no era la falta de algo, no era un vacío. Era una vorágine, una herida tan grande, un grito tan fuerte que no he podido acallarlo. Todos esos vacíos que había acumulado durante el verano me estaban asaltando, y entonces me di cuenta de algo: hacía muchísimo que no rezaba una oración, pero no un Ave María o un Padre Nuestro [recitados de modo formal], no, una oración verdadera, un diálogo con el Señor, un momento en el que me pusiera [delante de Él] cara cara para comprender quién soy. Quizá en estas vacaciones he hecho de “todo”, pero me he perdido a mí mismo. Porque sin Cristo, todo esto se convierte en un vacío. De hecho, como Él me da todo, igualmente me pide todo. Me he dado cuenta de que estaba viviendo el cristianismo “sin” Cristo. La primera cosa que yo había encontrado era Su presencia [el comienzo estaba dominado por la fascinación por Su presencia], pero después me he topado con tantas cosas que me he olvidado de Él. ¿Cómo puedo vivir el movimiento sin olvidarme de Él? ¿Cómo puedo mantener viva Su presencia en mí?».
En esto consiste el desplazamiento: olvidar a Cristo mientras hago todo. Vivir el movimiento olvidándome de Él. Pero en esto consiste también la novedad: que empezamos a percibir cuándo nos falta Su presencia.
Para empezar a responder a la pregunta planteada nos conviene comprender el reclamo de don Giussani, porque la vida no nos ahorrará nada. «Debido precisamente a este cambio [del entusiasmo por una Presencia a una “traducción cultural” como motivo de la vida; ¡lo dice en 1982!], ahora resulta fácil identificar nuestra experiencia [nuestro movimiento] con un compromiso activista, organizativo o cultural, a veces definido y guiado de forma exclusivista y autoritaria» (Una strana compagnia, op. cit., p. 89).
Para recuperar la posición pura del origen, y por tanto esa dependencia que hace que todo cante, es preciso comprender qué entiende Giussani por esa «traducción cultural» que con el tiempo se ha antepuesto al entusiasmo por una Presencia. Dice en 1991: «El ataque más subrepticio a la fuerza de nuestro movimiento se produce por parte de quienes anteponen la palabra cultura a todo lo demás. Es lo contrario: la cultura brota [del acontecimiento] de la decisión por la existencia. La cultura primaria –como la llama Juan Pablo II– es el yo que pertenece al acontecimiento. Se pierde el tiempo cuando no se comprende el objetivo, que es el acontecimiento. Retomar el acontecimiento, volver a centrar el objetivo, quiere decir responder también a lo demás. Esa es la cuestión: no se trata de una antipatía hacia la cultura, sino de un contraataque acerca del origen de la cultura» (L. Giussani, «Corresponsabilità», Litterae Communionis CL, n. 11/1991, p. 34).

4. Cristianismo como ideología y cristianismo como tradición
En 1998 don Giussani vuelve sobre la misma cuestión en otros términos: «Durante este año ha quedado clara la distinción que hemos descubierto entre ideología y tradición» («Acontecimiento y responsabilidad», Huellas, n. 4. 1998, p. III). Y prosigue añadiendo a esta otra distinción, la que se produce entre ideología y acontecimiento. Dice: «El punto de partida del cristiano es un acontecimiento. El punto de partida de los demás es una cierta impresión de las cosas» (ibídem), que se vuelve «preconcepto» y que luego se desarrolla en forma de discurso, es decir, en una ideología. Basta con que alguien nos hiera para ver cómo toda nuestra actitud se ve determinada por la impresión que este hecho deja en nosotros y sobre la cual construimos un preconcepto y una visión de las cosas.
En cambio, el punto de partida del cristiano en cualquier relación es un acontecimiento. ¿Qué quiere decir? Lo vemos en el episodio del preso que todos conocéis, cuya reacción después de un registro injusto no había estado determinada por la impresión, por muy horrible que fuera, que había tenido por cómo había sido registrado, sino por un acontecimiento que había entrado en su vida y que había despertado en él una posición distinta frente a la injusticia que había sufrido: «¿Cómo podría el vigilante comportarse de otro modo, si no ha tenido la misma experiencia que he tenido yo, es decir, si el hecho de Cristo no lo ha abrazado como me ha abrazado a mí?». Este ejemplo explica cosas que a veces nos resultan difíciles de comprender. Es sencillo: se pone de manifiesto enseguida que su punto de partida en la relación con ese vigilante no era la impresión que tenía, sino un acontecimiento que le había aferrado y que le estaba sucediendo también en ese momento cambiando su reacción. Sin este acontecimiento todo habría estado determinado exclusivamente por las circunstancias que estaba viviendo.
Pero para que esto llegue a constituir el punto de partida, es preciso que el acontecimiento esté sucediendo ahora, como dice Giussani. «Si el origen, el fundamento, el principio fundante de toda la experiencia humana es un acontecimiento», es únicamente porque está sucediendo en este momento. «Se comprende ese acontecimiento porque está ocurriendo ahora» (ibídem). Lo entiendo, percibo su impacto, experimento la potencia de cambio que conlleva porque sucede, porque está ocurriendo ahora, no porque «ya lo sepa». El acontecimiento es justamente eso que yo no sé de antemano.
¿Por qué me impresionó tanto el ejemplo del preso? Porque muestra con evidencia que este acontecimiento se comprende porque nos cambia, no porque ya tenga una idea justa de lo que es. Nosotros sabemos perfectamente qué es el acontecimiento, y sin embargo reaccionamos con frecuencia de una forma completamente distinta de la suya. ¿Cómo es posible? Porque no basta con saber. La prueba de que el acontecimiento está sucediendo ahora –es decir, la prueba de que no se trata de una teoría, de un saber abstracto, sino de un acontecimiento real que sucede ahora, que me sucede a mí, y que yo lo reconozco, lo acojo y se convierte en el punto de partida de mi relación con todo– es mi forma de relacionarme con las personas y las cosas. La prueba es la novedad que sorprendo en mí, en mi forma de reaccionar. Por eso no puedo hablar de nuestro amigo preso sin pensar en Jesús; con su modo de actuar nos vuelve a hacer contemporáneo a Jesús. Gracias a la relación que vivía con el Padre, Jesús pudo decir, refiriéndose a los que lo habían crucificado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Podía mirar así a sus verdugos únicamente por su dependencia, por su familiaridad con el Padre. La actitud que testimonia Cristo expresa toda la novedad cultural que Él ha traído al mundo. Para comprenderla es necesario reconocer lo que estaba sucediendo en lo más íntimo de Jesús.
Esto nos introduce en la pregunta que sigue: «¿Cómo se puede transmitir un acontecimiento, cómo puede darse a quien viene ahora?». Responde don Giussani: «Porque es un acontecimiento que se repite, se repite todos los días». Un acontecimiento se comunica sucediendo y se transmite de persona a persona como acontecimiento. No se comunica como un conjunto de enseñanzas o de preceptos, no se puede reducir a una determinada concepción o cultura. Aquí se juega todo. Si no es así, el cristianismo queda reducido a ideología. Una reducción que puede dominar incluso «la manera de concebir la catequesis cristiana», incluso la forma de hacer Escuela de comunidad o «la forma de entender el cristianismo y la Iglesia» (L. Giussani, «Acontecimiento y responsabilidad», op. cit., p. III). ¿Y cómo se reconoce un cristianismo reducido? Por el hecho de que no nos cambia.
Esta es la contribución que don Giussani ofreció a la vida de la Iglesia, como dijo el cardenal Ratzinger en su funeral: «Solo Cristo da sentido a todo en nuestra vida. Don Giussani siempre tuvo la mirada de su vida y de su corazón dirigida hacia Cristo. Así, comprendió que el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo, sino que el cristianismo es […] un acontecimiento» (Homilía en el funeral de don Giussani, Milán, 24 febrero 2005, en A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, op. cit., p. 1232). Antes que él lo había expresado Juan Pablo II en la carta que escribió por el 20º aniversario de la Fraternidad en 2002, mostrando la percepción que tenía Giussani del cristianismo: «El cristianismo, antes que ser un conjunto de doctrinas o de reglas […], es […] el “acontecimiento” de un encuentro. Esta intuición y esta experiencia es lo que usted ha transmitido a lo largo de estos años a muchas personas que se han adherido al movimiento» (Carta a don Giussani, 11 febrero 2002, en ibídem, p. 1138).
Hemos de recuperar esta intuición y esta experiencia si no queremos terminar ahogados por haber reducido lo que tenemos entre manos. En tal caso el movimiento no existirá ya según su naturaleza original, por muchas cosas que sigamos haciendo o diciendo.
Don Giussani nos invita a dar un paso más en la dirección de esta recuperación. «Esta “transmisión” de un acontecimiento como totalidad de la vida, en cuanto explicación total de la vida y de la historia, se llama tradición […]. La tradición es una memoria que continúa [y se corrige enseguida], o mejor, es un acontecimiento que continúa en forma de memoria. No se trata tanto de un acontecimiento que continúa para ser descrito por la memoria; es más bien la memoria traspasada [¡es impresionante!] por algo más grande, más poderoso [para que no se cristalice en doctrina], y por ello se convierte en el signo de una continuidad histórica». Lo vemos en los discípulos de Emaús. Solo cuando la memoria de los hechos de la vida de Jesús, que ellos conocían perfectamente y que contaron al nuevo compañero desconocido, se vio traspasada por el acontecimiento de Cristo resucitado, los dos discípulos comprendieron y cambiaron. Don Giussani continúa: «Se puede entender la memoria de forma reducida, en sentido naturalista, como un recuerdo del pasado, un devoto recuerdo que está en sintonía con nosotros, un recuerdo bueno, bello, que hace más humano el corazón cuando se piensa en él, o bien ¡la memoria puede ser todo!», es todo. Es decir, la memoria es este acontecimiento que vuelve a suceder constantemente, que no producimos nosotros, que no depende de una iniciativa nuestra o de nuestro poder. «La primera postura [que identifica la memoria con un recuerdo] trata de reducir a un principio la manera en que el hombre concibe el mundo, en que siente y trata la vida (preconcepto)» («Acontecimiento y responsabilidad», op. cit., p. IV).
Pero –atención a lo que sigue– «cuando el cristianismo se reduce a esto, cuando se transmite como una concepción, una doctrina, una manera de concebir y tratar, entonces también el cristianismo se convierte en una ideología. Esta es la objeción que hemos planteado a la situación de la Iglesia en los tiempos modernos: el modo de concebir la moralidad no nacía de Cristo, del acontecimiento de Cristo, sino que era el producto de una interpretación de la vida, de una idea que el corazón sentía con simpatía y que estaba críticamente apoyada, al menos como intento. Y así se ha olvidado la ontología, ha quedado prácticamente “desvitalizada” [es muy significativa la palabra que utiliza], como cuando se mata el nervio de un diente» (ibídem, p. IV).
¿Qué es lo que ha quedado «desvitalizado»? La ontología nueva, es decir, que el cristianismo es un acontecimiento («La ontología nueva, es decir, el anuncio de que Dios se ha hecho hombre, de que este acontecimiento, en el sentido histórico del término, continúa en la historia porque ese hombre resucitó: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”»; L. Giussani, El hombre y su destino, Encuentro, Madrid 2003, pp. 68-69). No es que se niegue esta ontología –como hemos visto en los testimonios que he citado al principio–, sino que se olvida, se da por supuesta, es decir, ya no es el punto de partida de la relación con toda la realidad, como decía Mireille. Y entonces la relación se vacía porque no es capaz de sostenerse por sí misma. Que la ontología quede desvitalizada significa que el modo de concebir y de tratar las cosas ya no tiene como fuente el acontecimiento: «¿Comprendéis lo que quería decir –continúa don Giussani– cuando hablaba de los diez años que siguieron al 68, cuando dominó entre nosotros una idea de cultura que no derivaba de Cristo, sino del reconocimiento del mundo?» («Acontecimiento y responsabilidad», op. cit., p. VII).
Si no comprendemos esto, si no recuperamos el origen, ningún esfuerzo será capaz de devolvernos la plenitud que solo Su presencia puede darnos, ni hacernos protagonistas de una cultura nueva, porque solo un acontecimiento presente puede generar una concepción verdadera de las cosas. Tal concepción debe renacer continuamente de la fuente que la ha generado y debe documentarse a través de la manifestación de un testimonio vivo, debe resultar visible en la experiencia concreta de alguien. Solo de este modo puede transmitirse, pasando de una persona a otra. Hace poco me contaban la boda de dos amigos nuestros. Los compañeros de trabajo de la novia, asombrados, le preguntaban: «¿Pero cómo es posible que te cases tan joven? ¿Y para toda la vida?». Pero después de participar en la boda y quedarse admirados, nada más volver del viaje de novios le hablaban sin parar de la belleza del día de la boda. Una concepción nueva se genera constantemente por un acontecimiento presente y se transmite cuando sucede.
La tradición, decía von Balthasar durante los Ejercicios predicados con don Giussani en Suiza a comienzos de 1971, «la “traditio”», es decir, lo que Dios ha transmitido a los hombres, «es el darse del Hijo a través del Padre por la salvación del mundo» (H.U. von Balthasar - L. Giussani, El compromiso del cristiano en el mundo, Encuentro, Madrid 1978, p. 103). Esto es la traditio: el darse de Cristo al mundo a través del Padre, según el designio del Padre. Y este darse –la tradición– no puede reducirse a una concepción, a una doctrina. «La presencia del acontecimiento original, el reproducirse siempre actual de ese acontecimiento, que sigue presente todos los días a lo largo del tiempo hasta ahora, se llama tradición: esta constituye, por lo tanto, la repetición cotidiana del acontecimiento primitivo, original» (L. Giussani, El hombre y su destino, op. cit., p. 64).
El cristianismo reducido a ideología «prescinde» del acontecimiento: lo que está en el centro ya no es el acontecimiento, sino un sistema de pensamientos –incluso derivados de ese acontecimiento– desconectados de su fuente. Permanecen las consecuencias culturales y éticas, propuestas por sí mismas en una especie de autosuficiencia, unas consecuencias que inevitablemente empiezan a degradarse. Es necesario que comprendamos bien esto.

5. «Nuestra» tentación ilustrada
Llegados a este punto, podemos comprender con qué se está peleando don Giussani cuando dice estas cosas: con esa mentalidad que reduce todo a doctrina. Es la tentación de la Ilustración, como nos decía el papa Benedicto: creer que se pueden salvar las grandes verdades del cristianismo, los valores cristianos, todo lo que ha traído el cristianismo, desligándolo del acontecimiento que le ha dado vida y que lo hace estar constantemente vivo. Lo vemos en Kant cuando afirma: «Se puede creer tranquilamente que, si el Evangelio no hubiese enseñado primero las leyes éticas universales en su pureza integral, la razón no las habría conocido en su plenitud. Aunque ahora, dado que ya existen, cada uno puede estar convencido de su adecuación y validez mediante la mera razón» (I. Kant, Lettera a F. H. Jacobi (30.08.1789), en I. Kant, Questioni di confine, Génova 1990, p. 105). Como documenta Kant, en la época de la Ilustración se creía que todo ello podría durar porque la razón era capaz de reconocerlo de forma autónoma, pero con el tiempo este intento ha fracasado. Ahora lo podemos comprender porque nos sucede también a nosotros: si nos separamos del acontecimiento de Cristo, del acontecimiento vivo del carisma, nos ofuscamos y no sirve para nada lo que hacemos.
Correremos la misma suerte que la Ilustración, a pesar de nosotros mismos, si no comprendemos cómo se transmite el cristianismo, cómo permanece el carisma. Con todos los textos de don Giussani al alcance de la mano, podríamos equivocarnos. Esto es lo que está en juego. Las discusiones entre nosotros y toda la retahíla de palabras que a veces nos lanzamos no resuelven el problema. Al igual que hemos visto desmoronarse todo a nuestro alrededor, también podemos ver cómo caemos nosotros.
¿Cómo podemos evitar el riesgo de sucumbir a la tentación («ilustrada») de pensar que son suficientes los textos del Evangelio o los textos de Giussani? ¿Cómo evitar que todo cristalice en doctrina desvitalizada? Escuchemos directamente a Giussani, porque nos ha comunicado todo lo que necesitamos para caminar: «El acontecimiento no solo identifica lo que sucedió en un momento preciso, dando origen a todo, sino también lo que aviva el presente, lo define y le da contenido, lo que hace posible el presente. Lo que sabemos o lo que tenemos llega a ser experiencia solo si es algo que se nos da ahora: hay una mano que nos lo ofrece ahora, hay un rostro que viene hacia nosotros ahora, hay una sangre que corre ahora, hay una resurrección que acontece ahora. ¡Sin este “ahora” no hay nada! Nuestro yo solo puede ser movido, conmovido, es decir, cambiado, por algo contemporáneo: un acontecimiento. Cristo es un hecho que me está sucediendo» (Cf. Archivo Histórico de la Asociación Eclesial Memores Domini, documento ciclostilado titulado «Dedicación 1992 Rímini, 2-4 octubre 1992).
Por eso, decía Giussani nuevamente en 1998, «es una cuestión de conversión». Pero conversión, ¿a qué, a quién? Para evitar cualquier equívoco, aclara enseguida el sentido de su invitación: «Si no se da tu conversión –no a mí [Giussani lo decía referido a sí mismo], sino a Jesús que te alcanza a través de mi mano–, si tomar conciencia de nuestra experiencia no genera tu conversión, no hay responsabilidad», es decir, no hay respuesta. «Para comunicar la vida según el carisma que se nos ha dado hace falta vivir la conversión: no a mí [lo repite], sino a lo que se me ha dicho [y dado]» (L. Giussani, «Acontecimiento y responsabilidad», op. cit., p. VIII).
Aquí aparece la gran caridad de Giussani hacia nosotros, porque para que podamos comprender lo que nos dice no nos explica las cosas, sino que nos propone un camino: «Quisiera que recorrierais el camino por el cual ha surgido en mí, ha nacido en mí todo lo que digo» (ibídem, p. VIII). Por ello, para evitar que reduzcamos lo que dice a lo que tenemos nosotros en la cabeza, a nuestra interpretación, hemos de aprender a identificarnos con la forma en que han nacido estas cosas en don Giussani, para que puedan nacer también en nosotros hoy –como pregunta el bachiller–. Solo cuando suceden de nuevo las cosas que nos decía podemos comprenderlas sin reducirlas. Entonces, ¿cómo pueden suceder hoy? ¿De dónde nacen? ¿Cómo podemos recorrer hoy nuevamente el camino que hizo que surgieran en él esas cosas? ¿Dónde suceden hoy las cosas que nos decía?

6. La contemporaneidad de Cristo, origen permanente de las dimensiones de la experiencia cristiana
Un «conocimiento nuevo implica [a diferencia de lo que pensaba Kant] […] que nos mantengamos contemporáneos con el acontecimiento que lo produce y continuamente lo sostiene». Usando las palabras de Davide: implica la dependencia total. Porque todo se nos ha dado. El camino para vivir lo que nos decimos no es el «ya lo sé y ahora lo gestiono yo con mi inteligencia o con mi esfuerzo ético». No podemos echar en cara a Giussani que no nos lo haya dicho. El conocimiento nuevo se produce solo «si nos mantenemos contemporáneos con el acontecimiento que lo produce y continuamente lo sostiene». Y «ya que ese origen no es una idea sino un lugar, una realidad viviente, el criterio nuevo para juzgar solamente resulta posible manteniéndose en relación continua con esa realidad [viva], es decir, con la compañía humana que prolonga en el tiempo el acontecimiento inicial» (L. Giussani-S. Alberto-J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 75).
Don Giussani no ha dejado nunca de señalarnos el camino: «Las cosas que comprendemos no las comprendemos porque nos sentemos delante de una mesa y hagamos un plan de estudio para comprenderlas, no las comprendemos como resultado de una meditación [“ahora tengo los textos y esto me basta”]; las comprendemos si nos adherimos como niños a la historia de Dios en nuestra vida, a la historia a través de la cual Él quiere abatir completamente todas nuestras puertas, porque estamos hechos de Él» (L. Giussani, Una strana compagnia, op. cit., p. 140).
El camino es sencillo, como me escribe esta amiga: «Me doy cuenta de que, cuanto más en serio me tomo la hipótesis de trabajo que el movimiento, que tú nos propones, más puedo ver las cosas que tengo a mi alrededor de forma distinta, más profunda, más verdadera».
O el Dios de nuestros pensamientos o el Dios de la historia: cada uno de nosotros se halla frente esta alternativa. No es un problema de mayor o menor capacidad, porque en este nivel de la cuestión nuestra capacidad de actuar no basta. Es un problema de planteamiento, de método. Lo hemos repetido este año en muchas ocasiones haciendo referencia al Innominado. Y en estos últimos tiempos nos lo hemos recordado con esa fórmula preciosa de don Giussani a propósito de la «historia particular» que nunca me cansaré de repetir: es una «historia particular […] la clave de la concepción cristiana del hombre, de su moralidad en la relación con Dios, con la vida y con el mundo» (L. Giussani-S. Alberto-J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 80).
Este es el gran desafío frente al que nos encontramos cada uno de nosotros.
Como me escribe un amigo que se había marchado del movimiento y que ha permanecido alejado durante treinta años. Si no lo habéis leído todavía, podéis leer su carta en la página web del movimiento. Después de haber contado las circunstancias de su vida, escribe: «Muchas cosas se derrumban a nuestro alrededor. Levantarse por la mañana se vuelve muy duro, y ni siquiera las pastillitas “milagrosas” de los antidepresivos parecen tener efecto. Te hallas bajo el peso de las cosas que pasan. Empiezas a pensar que lo mejor de la vida ya ha pasado y que [ahora] ya no queda mucho. Ahora ya no basta mi esfuerzo, mi actuación, […]. Llegados a este punto, la vida se simplifica: o cristo se escribe con minúscula, es decir, es mi dios, que pliego a mi voluntad y a mi inteligencia, y entonces nos estamos tomando el pelo: o bien Dios es el Dios de la historia […]. No hemos vuelto [está hablando de él y de su mujer] porque seamos capaces. Hemos vuelto porque Alguien nos ha querido nuevamente en casa» («Tornare a casa, dopo trent’anni», Tracce, n. 8/2017, p. 9). Han vuelto porque ha vuelto a suceder el inicio a través del encuentro con uno de nosotros, es decir, en el lugar, en la realidad viva de nuestro pueblo. Lo vemos continuamente.
Por eso vuelvo siempre a la figura del Innominado, porque el conocimiento nuevo de sí mismo, de Lucía, de la vida y de toda la realidad nace en él de un acontecimiento: la relación con el cardenal Federico. Si no le hubiese sucedido ese acontecimiento que le había hecho volverse pobre, todo lo demás no habría bastado. No es que no tuviese claro que estaba haciendo el mal, no es que no experimentase el remordimiento. Lo sabía, aunque en el fondo, esto no le bastaba para salir de aquella situación.
Por eso, el Innominado nos recuerda sintéticamente cuál es la posición de pureza que se nos vuelve a dar en el encuentro con Cristo y nos recuerda también que el método del origen, del inicio, es el mismo del camino; no se trata de que el cristianismo sucede y que, después, como ya lo conozco, su desarrollo está en mi mano, sino de que es algo que se me da siempre nuevamente, es una mirada que se me vuelve a dar ahora.
He aquí cómo describe Giussani el paso que tenemos que dar: «La forma en que nace el criterio para juzgar puede indicarse […] con la palabra mirada. Se trata de permanecer frente al acontecimiento que hemos conocido sin truncar en un momento determinado la lealtad de la mirada [porque cuando dejamos de mirar a Cristo nos hundimos, como le sucedió a Pedro] […]. Lo que permite que nazca en nosotros el criterio nuevo de juicio e impide que suframos la invasión de los criterios del “mundo” es mantener la lealtad de nuestra mirada al acontecimiento» (L. Giussani-S. Alberto-J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 75). Si no revive en nosotros esta mirada, pensaremos que estamos haciendo una cultura nueva, pero en realidad solo estaremos repitiendo lo que dice el mundo.
¿En qué se ve que el acontecimiento está presente en nuestra vida? En que nos hace más pobres. Está presente si hoy nos vamos de aquí más pobres, más deseosos –como el Innominado– de estar ahí como pobres, obstinadamente, a las puertas del Misterio, del Misterio hecho carne, contemporáneo, que está sucediendo ahora a través de los rostros de nuestra compañía y que para él pasaba a través del rostro del cardenal Federico.
Esta es la madurez que nos permite no perder el origen: la conciencia más clara, más adulta, de que lo que nos salva es Otro, es decir, la conciencia de nuestra dependencia, el despertarse nuevamente en nosotros de esa pureza, de esa pobreza última que el acontecimiento de Cristo genera en nosotros y a la que nos llama el Papa en la carta que nos escribió al término del Jubileo de la misericordia (la hemos retomado en los Ejercicios de la Fraternidad). Esa pobreza de espíritu, que nos hace estar disponibles a Él, es el signo de que está aconteciendo, el signo de que el acontecimiento me está sucediendo ahora. Como testimonia esta persona que me escribe: «Desde ayer tengo en mis manos la tarjeta para participar en la jornada de apertura… Qué provocación tan grande es ya el título que has elegido: “¡Al comienzo no fue así!”. Y enseguida me he preguntado qué lugar ocupa Cristo en mis días, no desde mañana, sino ya ahora que se me ofrece otro día como ocasión de reconocimiento y de testimonio».
«Amigos míos –nunca he usado la palabra “amigos” tan conscientemente como ahora [y también yo os lo repito con la misma conciencia: “amigos míos”]–, tenemos que caminar por este camino. Todos vosotros que estáis aquí, estáis aquí porque habéis sido llamados a este camino. Querréis mejor a vuestra mujer, querréis mejor a los amigos, querréis mejor a los hijos, sabréis qué quiere decir tener piedad, sabréis qué quiere decir perdonar, sabréis qué quiere decir sacrificarse para construir, para que los demás estén mejor, sabréis ser humanos, seréis más humanos. “Quien me sigue tendrá la vida eterna”, que es Él, la relación con Él» (L. Giussani, In cammino. 1992-1998, BUR, Milán 2014, pp. 226-227). ¡Don Giussani no se mueve ni una coma! La vida eterna es Cristo, Él es la salvación. Solo si permanecemos ligados a Él en este camino podremos ver florecer las relaciones, podremos construir, estar abiertos a las necesidades, ser cada vez más humanos.
Solo en la relación con Él podremos experimentar el ciento por uno: «Vuestra humanidad florecerá cien veces, florecerá cien veces más que en los demás, y no habrá nada que la descomponga, nada que la turbe hasta atemorizarla, no tendréis miedo de nada» (ibídem, p. 227), mientras que todo se descompone en cuanto nos separamos de Él.
El acontecimiento de Cristo permanece en la historia, se vuelve visible hoy, según el modo que Él ha elegido: «Nuestra compañía es el lugar en donde esta presencia “existe”, en donde es reconocida y más fácilmente amada, en donde esta presencia lo perdona todo. Y gracias a este perdón ya no podemos quedarnos con los brazos cruzados [no es que ya no tengamos que construir] y queremos hacer algún bien, queremos hacer el bien, el bien para nosotros y para los demás» (ibídem, p. 228). Las dimensiones de la experiencia cristiana (cultura, caridad y misión) brotan del origen que es la fe. No están separadas (como quería Kant), sino unidas desde el origen, son expresión del origen. Por eso tengo curiosidad por ver la creatividad que surgirá de la recuperación del comienzo, si secundamos la invitación de don Giussani, y cómo responderemos a las necesidades que nos encontraremos en nuestros ambientes, por el bien de todos. ¡Quién sabe qué novedad de vida nos sorprenderemos contemplando, como ha sucedido este verano en muchas vacaciones (lo decía antes Davide), o como está sucediendo entre los universitarios, como podéis leer en Huellas!
¿Y cuál es la forma de nuestro “ser para”? El testimonio. «La tarea de nuestra vida es testimoniar esta presencia, reconocerla y testimoniarla» (ibídem, p. 228) –no tenemos un tesoro mayor entre nuestras manos que esta presencia–, no formalmente, no como algo ya sabido, desvitalizado, sino como la respuesta más pertinente a las exigencias de la vida. El movimiento nació para que esta respuesta se pudiera experimentar, y el signo más evidente de tal experiencia es la alegría.
Concluyo con la invitación que nos dirige don Giussani: «El acontecimiento de Cristo tiene que ver con este mismo momento, hasta el punto de que lo cambia eficazmente, más eficazmente que todos los recursos sociales que se puedan imaginar, porque la palabra “gozo” o “alegría” [que muchas veces falta en nosotros] no es una finalidad que asegure ningún recurso social, por muy recientemente que haya sido concebido [no es el resultado de algo que hacemos nosotros]. El deber supremo de quienes tienen fe, de los protagonistas de la historia en este pueblo nuevo, consiste precisamente en demostrar, en testimoniar la verdad del acontecimiento de Cristo mediante una alegría que permanece incluso en las circunstancias peores de la vida, al ser esa alegría la expresión excepcional y vertiginosa del cambio acontecido, pues revela una ontología nueva» (L. Giussani-S. Alberto-J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 165).
No existe desafío mayor que este, no existe aventura más fascinante que esta, especialmente en este momento histórico. Nada resulta entonces más valioso y deseable que el hecho de que se dé en nosotros una mirada de hombre libre, por usar las palabras de Péguy. Hoy no existe ninguna idea o costumbre que pueda sostener el camino. Todo se apoya en la libertad. Pidamos al Señor esa mirada de hombre libre, un hombre que quiere ser de Cristo por la única razón por la que se puede decidir hoy pertenecerle a Él: porque es el único que responde a la espera de nuestro corazón.
Ojalá seamos fieles a esta conciencia del Misterio presente que don Giussani nos ha testimoniado hasta el último de sus días y a la que nos reclama constantemente el papa Francisco con su invitación a volver a lo esencial. No serán nuestras energías o nuestras capacidades las que hagan surgir algo verdaderamente nuevo, verdadero, pleno, sino el Señor, si quiere usar todavía nuestro pequeño y cotidiano «sí» para seguir generando este pueblo como signo de esperanza para todos.
Aprovecho esta ocasión de la Jornada de apertura de curso para subrayar la importancia de que cuidemos en nuestras comunidades algunos gestos e instrumentos fundamentales para la educación y la vida del movimiento. Hoy subrayo dos.

La oración: es necesario que reconozcamos (como decía también el bachiller que hemos citado al principio) qué es lo que nos permite volver a empezar, qué puede hacer el Señor si dedicamos tiempo a esta relación única que nos regenera constantemente partiendo de los hechos que suceden en la vida. Porque la oración cristiana no es sino memoria; comenzando por la eucaristía, el gesto más potente de memoria en el sentido más verdadero del término, como un acontecimiento que está sucediendo en el momento en que se celebra. Pero para que esto se abra paso en nosotros es preciso que se vuelva cada vez más habitual el silencio, para darnos el tiempo necesario de volver sobre ciertas cosas, pues si no hacemos esto la mentalidad común se extiende. Sin silencio no hay posibilidad de que Él entre en la vida. La Virgen custodiaba todo en su corazón, pero muchas veces nuestro corazón está lleno de todo menos de Él, como hemos visto. Por eso no crece el entusiasmo por su presencia. Si no tenemos tiempo para esta relación, para esta memoria, pagaremos las consecuencias en todo lo demás. Nos ahogaremos. Da igual que hagamos de todo, la alegría no aparecerá en nuestro rostro porque nos falta Él. Lo que nos hace estar contentos no es lo que hacemos, sino nuestra relación única con Cristo que se extiende después a toda la jornada. No es una alternativa a la acción: la clave es que esa relación penetre en todo lo que hacemos. De no ser así, todo lo que hacemos no nos servirá para hacer que nuestra vida esté alegre y sea plena.

El canto: que crezca la pasión por el canto. El deseo de cantar juntos cada vez mejor es una tensión que no debemos perder. Todos somos conscientes de la gran ayuda que es cantar bien juntos. Don Giussani ha hecho que nos resulte fascinante un modo de cantar juntos, de modo que cuando cada uno va por su lado para afirmarse a sí mismo resulta absolutamente insoportable. Si perdemos esta tensión, perdemos algo esencial. Por ello debemos dedicar tiempo a cuidar el canto y los ensayos de cantos en nuestras comunidades, para poder transmitir un cierto modo de cantar.