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Huellas N.7, Julio/Agosto 2017

LUIGI PIRANDELLO (1867-2017)

«No sabemos de qué está hecho...»

Fabrizio Sinisi

Preguntas llevadas hasta un punto insostenible y personajes que enloquecen porque no encuentras respuestas. Cuando se celebran los 150 años del nacimiento de uno de los autores teatrales más leídos del siglo XX, nos asomamos a su verdadera grandeza. Ese persistente reclamo a tener un destino

En un teatro se están haciendo las pruebas de una «nueva comedia de Luigi Pirandello». En un momento dado, el ensayo se interrumpe porque entran en escena seis figuras inquietas e insistentes. Son seis «personajes» que buscan un Autor. Razonablemente, han acudido al teatro para buscarlo. Así comienza uno de los textos teatrales más representados y probablemente el más imprescindible de Luigi Pirandello, del que se cumplió el 150 aniversario de su nacimiento el 28 de junio (nació en 1867).
Pirandello es sin duda uno de los escritores italianos más leídos y llevados a escena en el mundo, considerado un clásico desde hace ya tiempo. Sin embargo su verdadera consagración se dio en ese preciso momento de su obra Seis personajes en busca de autor cuando, por primera vez en la literatura moderna, seis seres humanos de carne y hueso entran en un teatro y reclaman un Dios: reivindican el derecho a tener un destino. La grandeza de Pirandello –que, como sucede con cualquier clásico, no puede reducirse simplemente a una información que transmitir, sino a un evento– consiste sobre todo en esta continua, persistente, a veces incluso violenta reivindicación de un sentido. «No es posible creer», escribe en el Prólogo a los Seis personajes, «no es posible creer que la única razón de nuestra vida se cifre en un tormento que nos parece injusto e inexplicable».
Si el teatro es una metáfora de la vida misma, entonces estos seis personajes somos también nosotros. Por tanto, aquí está la imagen del hombre que tiene Pirandello: un personaje que se siente llamado a la existencia, que quiere ser. Y para ser no basta con actuar, ningún gesto basta para alcanzar la raíz de nosotros mismos. «En cualquiera de nuestros actos, por alguna circunstancia desafortunada, nos quedamos sorprendidos y como en suspenso. ¡Y es que nos percatamos de no estar completos en ese acto, y que por lo tanto es una injusticia que se nos juzgue solo por él, que por él se nos ponga en la picota para el resto de nuestra existencia, como si esta asomara por completo en ese acto!». En la base de la obra de Pirandello hay un interrogante profundo e irreducible: ¿qué es el hombre?

«Y si toda esta oscuridad…». Pirandello es un autor prolífico, filosófico, conceptual, y se ha dicho muy a menudo –y no como cumplido– que sus textos teatrales son pobres en cuanto a la acción, abstractos, parecidos a largas elucubraciones psicológicas. Lo cual no es del todo falso: a menudo al leer a Pirandello o al ver una de sus obras en un teatro da la impresión de que los argumentos se someten a violentísimas diatribas cuyo único resultado es la incomprensión mutua entre los que hablan. «Creemos que es posible entendernos, ¡pero no nos entendemos nunca!», dice uno de los seis Personajes. ¿Por qué pasa esto? Porque existe un abismo hacia el que converge y casi se precipita toda la obra de Pirandello, la verdad. La verdad, para Pirandello, no es un tema entre otros: es un problema. Más aún, es el problema principal y decisivo. Se puede decir que no hay relato, novela o drama de Pirandello en que esta pregunta por la verdad no aparezca con un dramatismo que tiene pocos iguales en la literatura universal.
El estribillo, que hoy resulta casi convencional, según el cual “la verdad es subjetiva”, en Pirandello no coincide con una cómoda verdad de salón, sino con una fijación plantada en su carne y en su pensamiento, de la que no puede librarse. Por ello algunos personajes de Pirandello resultan a veces tan molestos: porque no rebajan el listón allí donde nosotros a menudo lo rebajamos; porque no cejan allí donde muy a menudo el hombre de hoy renuncia a interrogarse, llevando las preguntas hasta lo insostenible. Resulta mucho más fácil tomar partido por la señora Sirelli en Así es (si así os parece), de 1917, en lugar de preguntarnos: «¿Pero entonces, ¿nunca se puede saber la verdad? (…) ¿No vamos a poder creer siquiera lo que vemos y palpamos?», para luego batirse en retirada: «¡Yo no vuelvo a hablar con él! ¡No quiero terminar en un manicomio!».
Pero, sobre todo, Pirandello pone de manifiesto en sus personajes una pregunta tan evidente como inaceptable: si la verdad es tan relativa, si (como sostienen reiteradamente innumerables personajes suyos) existe una verdad distinta para cada individuo, ¿por qué entonces esta gente se pelea tanto? ¿Por qué llevarse a matar si no hay nada que conquistar? ¿A qué se debe este ensañarse como locos (sin contar con los personajes de Pirandello, que enloquecen a raíz de preguntas para las que no encuentran respuestas) por alcanzar un punto de verdad que no sea solo un «fantasma que tenga la misma consistencia de la realidad»? Matías Pascal, protagonista de la homónima novela (1904), se interroga así: «¿Y si toda esta oscuridad, este enorme misterio en el que inútilmente indagaron los filósofos desde el comienzo, no fuera más que una ilusión como otra, un engaño de nuestra mente, una fantasía que no se colorea?». Cualquier carencia revela una necesidad; el dolor que supone vivir ilumina una urgencia que está en la raíz de nuestro ser. Los personajes de Pirandello quieren la felicidad, sí, pero la felicidad que anhelan es inseparable de la verdad.
Es cierto, parece decirnos Pirandello: la verdad, para ser tal, debe ser mía, debe tocar mi yo. Pero esto no basta. Para ser hombres y convivir con los hombres, hace falta un espacio de verdad reconocida. De lo contrario, el ser humano se reduce a aceptar una convención que, hasta el final, lo destruye, y hace del yo algo inauténtico e invivible: «Alguien que no soy yo, que nunca fui yo –y del que no veo la hora de que pueda escaparme–», dice Martino Lori en Sea todo para bien (1920). Por este motivo no logramos convivir sin destruirnos mutuamente. Es el caso de Ciampa, en El gorro de cascabeles, cuando, para salir de una complicada situación, aconseja a la señora Beatriz fingir que está loca: «No cuesta nada hacerse la loca. (…) Basta con que usted se ponga a gritar la verdad delante de todos. Nadie la creerá y todos la tomarán por loca». Es el caso de Enrique IV, que recita una locura fingida, con tal de no entrar en el mundo falso y horrendo de todos los demás. Allí donde la verdad no encuentra espacio, no se convierte en el terreno donde las relaciones pueden encontrar su fundamento, se abre una vorágine entre los hombres. He aquí por qué Pirandello es un gran autor trágico: no porque teoriza la fragmentación de la verdad, sino porque se da cuenta de que sin una verdad reconocida el hombre no consigue conservar su humanidad.
Sin embargo hay algo que puede rasgar esta oscuridad, algo externo a uno mismo que, desde fuera, puede iluminar el camino. Lo demuestra Ciàula, protagonista del que quizá sea el relato más intenso de Pirandello, un chaval analfabeto que trabaja en una mina de azufre en Sicilia. Esclavizado, tratado como un animal, obligado a trabajar de sol a sol bajo tierra, tiene una gran debilidad: le da miedo la oscuridad de la noche. La oscuridad de la mina no, la conoce perfectamente; pero la de la noche lo aterroriza. Una tarde le obligan a quedarse en la mina incluso después del ocaso del sol. Mientras sube, sabiendo que arriba le espera la oscuridad de la noche, crece el miedo: «Mientras, subía arriba, y más, y más, desde el vientre de la montaña, sin ningún placer, al contrario temiendo la liberación cercana. Y todavía no veía la apertura de una deliciosa claridad de plata que, allá arriba, se abría como un ojo claro. (…) La claridad crecía, crecía cada vez más, como si el sol, que él había visto tramontar, hubiera despuntado de nuevo. ¿Sería posible?».
En este «¿sería posible?», casi incrédulo, cabe todo el espacio vital pirandelliano. La gran tragedia de un mundo sin verdad queda suspendida en el resquicio de este «¿sería posible?», susurrado delante de la presencia de una «claridad de plata», cuando creíamos que solo existía la noche. Y gracias a ese resquicio de luz argéntea, Ciàula continúa la subida y desemboca en el cielo abierto.
«Se quedó pasmado. La carga se le cayó de los hombros. Levantó un poco los brazos; abrió las manos negras en aquella claridad de plata. Grande, plácida, como en un fresco y luminoso océano de silencio, estaba delante de él la Luna. Sí, él sabía, sabía qué era; pero como tantas cosas que se saben, a las que nunca se ha dado importancia. ¿Porque qué podía importarle a Ciàula que en el cielo estuviese la Luna? Ahora, ahora solamente, apareciendo, por la noche, desde el vientre de la tierra, él la descubría. Estático, cayó sentado sobre su carga, delante de la abertura. ¡Ahí está, ahí está, ahí está la Luna…! ¡Había Luna! ¡Existía la Luna! Y Ciàula se echó a llorar, sin saberlo, sin quererlo, por el gran consuelo, por la gran dulzura que sentía, al haberla descubierto, allá, mientras ella se alzaba en el cielo, la Luna, con su amplio velo de luz, ignorante de los montes, de los llanos, de los valles que iluminaba, ignorante de él, que incluso por ella ya no tenía miedo, ni se sentía cansado, en la noche ahora llena de su asombro».

Volver. En una carta a su amada Marta Abba, escrita el 9 de abril de 1930, seis años antes de su muerte, un Pirandello ya anciano, en olor de Premio Nobel (lo recibirá cuatro años más tarde, en 1934), se preguntaba: «¿Cuándo regresaré de esta lejanía? ¿Cuándo volverá a estar presente mi vida?». Pirandello no se resignaba, ni siquiera en una edad y en un estado de vida en el que todos le aconsejaban que disfrutase de la fama merecida y del éxito, a una vida que no estuviese «presente», que no fuera un evento aquí y ahora. «Porque el deseo de vivir no sabemos de qué está hecho; pero... ahí está, ahí está; lo sentimos todos aquí, como una angustia en la garganta; y no se satisface nunca; no puede satisfacer nunca», escribía en El hombre de la flor en la boca. Pirandello intuía –toda su obra lo testimonia– que el hombre es una gran aspiración, un inmenso e inextirpable deseo que ningún enredo, ningún drama, ningún pensamiento puede aplacar: «Vivir, vivir, vivir».

LA VIDA

Luigi Pirandello nace en Agrigento en 1867, en una familia propietaria de una mina de azufre. Tras licenciarse en Letras en Bonn, se establece en Roma. Casado y con tres hijos, es profesor en un liceo, escribe novelas y ensayos que pasan inadvertidos y atraviesa dificultades económicas y familiares. El éxito llega sobre todo con el teatro, después de la Gran Guerra. En 1934 gana el Premio Nobel. Muere en 1936.