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Huellas N.6, Junio 2017

BREVES

La Historia

El círculo de Ana

Ya van cincuenta días de protestas en todo el país. La gente sale a la calle como un río que se desborda. Ana está casi siempre allí, entre millones de personas extenuadas por la falta de comida y medicinas. Ama Venezuela hasta el punto de poner su carrera de joven arquitecta a disposición de su pueblo. Tiene treinta y un años y un doctorado en el MIT. Ha creado una organización no lucrativa, Trazando Espacios, que visita las aldeas para educar a los jóvenes, rediseñando los espacios públicos donde viven. Calles, barrios, escuelas. Estudian juntos cada caso concreto y piensan en cómo mejorarlo, hacerlo más bello y funcional.

Siempre que puede, Ana participa en las manifestaciones por las calles de Caracas. Cada vez es una pesadilla. Su marido, Andrés, va por delante en primera fila, mientras que ella se queda atrás, porque es demasiado peligroso: la represión se ha recrudecido, hay muertos, heridos y muchos recluidos. Está con el corazón en un puño. Un día, para no dejarse oprimir por la angustia, saca del bolso unas hojas y un boli y, sin pensarlo, empieza a reflejar sus sentimientos en unos dibujos. Aquella tormenta que lleva dentro aparece como en un mapa. Cada emoción, un símbolo gráfico. En un momento dado, mira alrededor y empieza a preguntar a otros: «¿Y tú qué sientes ahora?».
Odio, amor, rabia, angustia, solidaridad. «Hay distintos sentimientos, los más dispares», cuenta Ana, «y cambian a menudo». El sol: la esperanza. El triángulo: la angustia. Entre los más repetidos, el círculo: la impotencia. «Te sientes encerrado, enjaulado, sin posibilidad de salir». Pero le llama la atención que todos le dan las gracias por plantearle esa pregunta: «Es un modo de tomarnos en cuenta mutuamente. Así empezamos a conocernos, a compartir, a dialogar. Y aprendo muchísimo».
Un estudiante universitario de veinte años le comenta un sentimiento que todavía no ha dibujado: «Culpa». Ana no se lo esperaba. Le pregunta por qué. «Me siento con culpa porque yo también he dejado que se creara esta división insalvable en nuestro país. Por ejemplo, pensando durante años que había venezolanos de primera y de segunda».

Llega el día de la manifestación de las mujeres. Esta vez no hay peligro y Ana se pone en primera fila. Cara a cara con los hombres de la Guardia Nacional Bolivariana. Toma sus hojas y empieza a dibujar. Pronto empieza a subir la tensión y las mujeres a su alrededor se ponen a gritar y a insultar a los guardias, tres jóvenes militares. Ana los mira atentamente y hace lo que le dicta el corazón: se acerca con sus hojas. Les explica qué está haciendo y pregunta: «¿Qué sientes ahora?». Impasibles. Vuelve a preguntárselo. Nada.
Trata de hablar con ellos durante una hora, les cuenta de la gente, de los símbolos y del porqué lo hace. Pero los tres, mudos, como obedeciendo a una orden superior. «No sé por qué no podéis expresar lo que sentís. Mirad, os enseño mis dibujos y, si encontráis uno que expresa la emoción que estáis sintiendo, cerráis los ojos». Se los enseña uno a uno. Ellos van siguiendo con la mirada el dedo que pasa de uno a otro. Pero siguen rígidos y mudos. Hasta que uno de ellos, cuando Ana llega al círculo, a la impotencia, cierra los ojos. Cuando los vuelve a abrir, están llenos de lágrimas.
«No dijo nada. Todo siguió como antes», cuenta, «pero yo he visto su corazón. El suyo y el mío son iguales». Antes de irse, le dice: «Te deseo de veras que esta noche, cuando vulvas a casa o al cuartel, tengas a alguien con quien puedas hablar de esta impotencia que llevas en la mirada».