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Huellas N.3, Marzo 2017

SIRIA

No vence la guerra

Andrea Avveduto y Maria Acqua Simi

Un viaje por Líbano y Siria hasta la ciudad símbolo del conflicto. Pero la vida no se detiene ante las ruinas de Alepo, donde los niños recogen la nieve para beber y los cristianos luchan cada día para reconstruir «la comunidad». De todos

La historia de este viaje a través de Líbano y Siria es la historia de una amistad. La que une a quien escribe con tantas personas conocidas durante diez días extraordinarios. Empezados en Beirut, donde se encuentra el último aeropuerto útil para acercarse al confín sirio. La situación del Líbano ha mejorado en las últimas semanas, gracias también a la elección de un presidente y, por lo tanto, de un gobierno después de años de estancamiento. Pero la emergencia de los desplazados, con las incesantes oleadas de civiles sirios e iraquíes que huyen de la guerra, está de todo menos estabilizada. Un país de cuatro millones de habitantes acoge ya a dos millones de refugiados.
Lo sabe muy bien el padre Toufik, hermano franciscano libanés, que cada domingo recorre centenares de kilómetros para visitar a las pequeñas comunidades cristianas de Tiro, Trípoli y Deir Mimas. Precisamente en esta última aldea, en el linde con el innombrable Israel, se encuentran muchas familias cristianas iraquíes que se han establecido aquí huyendo del Isis. Las encontramos después de la misa (la tercera de la mañana que celebra el incansable presbítero). «Yo era maestro de primaria en Qaraqosh, echo mucho de menos a mi trabajo», cuenta resignado Zuhir, un hombre de unos cincuenta años: «Cómo me gustaría volver a mi casa. Pero, aunque la zona está liberada, los que han llegado después del Isis se han quedado con nuestras viviendas. Ya no hay sitio para nosotros en Iraq». Los más enfadados son los jóvenes. Samaan tiene 24 años y una licenciatura en Ingeniería en curso: «A causa de la guerra no pude acabar los estudios. Ahora me encuentro aquí, sin amigos, sin familia, en un país que no es el mío. ¿Qué mal he hecho? ¿Por qué me ha tocado todo esto? Me lo pregunto siempre». Cada cual con su historia de dolor y dificultades. Algunos están separados de su familia, otros han perdido el trabajo, otros la casa, otros han perdido todos sus bienes. Pero nunca la fe. «¿Podéis perdonar a quienes os han causado tantos dolores?», preguntamos a quemarropa. «No», dice enérgica Hanna, de 17 años: «Yo no perdono a quienes me han arrancado de mi vida anterior», y con voz más baja añade: «Yo a veces perdono, a veces no. Me cuesta mucho, pero me acuerdo de Jesús en el Evangelio, él pudo perdonar, nos pide que lo hagamos. Y si él lo hizo... nosotros tenemos que seguirle, al menos intentarlo».
La primera lección de este viaje: perdonar es un camino que, con Cristo, podemos recorrer. Esa madre y su hija han vivido las mismas privaciones, el mismo dolor. Pero la madre consigue superar la rabia instintiva y, a primera vista, legítima. El perdón es un camino tanto en Líbano como en Siria, tanto en Oriente Medio como en Europa. Nos damos cuenta de ello en Damasco, al encontrarnos con las hermanas y los frailes del convento de San Pablo –en el lugar de la conversión del apóstol–, que hospedan a centenares de familias con niños que han escapado de las zonas de Siria que más han sufrido los daños de la guerra: Alepo, Homs, Hama, Idlib, Qamishli, Hassakè. «Hemos creado una guardería para los pequeños y más vulnerables», relata con una sonrisa en los labios la hermana Yole. Aquí donde hubo un tiempo en que se albergaban riadas de turistas y peregrinos, ahora todo es para los refugiados. «Acogemos a todos: cristianos, musulmanes. No hacemos diferencias, porque aquí la división, el choque de civilizaciones del que tanto se habla en Occidente, antes de la guerra no existía. Ningún sirio le preguntaba a otro de qué religión era; todos somos sirios, todos seres humanos. La guerra ha traído violencia y división donde antes había paz y unidad. Tratamos de reconstruir todo aquello, poco a poco: cuidando de los enfermos –sobre todo los de cáncer que en las zonas en guerra no podían recibir tratamiento– y proporcionando asistencia psicológica a los niños traumatizados. Ayudamos a las familias a tener una vida mínimamente digna y nuestra esperanza es que, con el tiempo, puedan reunirse también las familias que están separadas porque a lo mejor el padre huyó a Europa. En Siria hay que reconstruir el tejido social».
Piensan lo mismo el padre Ibrahim, el padre Firas, el padre Bassam y el padre Edoardo, cuatro franciscanos que se han quedado en Alepo a pesar de las bombas. Después de diez horas de viaje, llegamos a la ciudad símbolo del martirio del pueblo sirio y en seguida somos catapultados al corazón de la guerra. Deambulamos por barrios deshabitados: los edificios destrozados por los bombardeos, las casas quemadas, el silencio siniestro. Para comprender el horror de este conflicto que parece eterno hace falta palpar las piedras destrozadas, respirar el olor apestoso de las hogueras entre las ruinas, escuchar por la noche los bombardeos en las periferias, sentir en los huesos el frío cuando no hay forma de calentarse.

Por las calles de Hanano. Nos paramos delante de la catedral maronita, en otro tiempo el orgullo de la comunidad cristiana local. Las bombas han hecho saltar el techo, el interior se ha hundido. Y lo mismo pasa con la iglesia armenia, la greco-ortodoxa, con las casas, los hoteles, los cementerios, las redacciones de los periódicos. También está destruida la antigua y gran mezquita de los Omayyadi, saqueado el viejo sukh donde antes estaban las embajadas y los consulados. Un viejo deambula desolado ofreciendo café con un termo, en tazas rotas y sucias, a cambio de alguna moneda, mientras a poca distancia unos niños rebuscan plástico y trozos de metal para revenderlos a los soldados. Estamos en la montaña, en la que una vez fue la ciudad más bella de Oriente Medio, patrimonio de la Unesco. Y nos falta el aire.
«Vivimos un trance difícil, pero nunca nos hemos sentido abandonados por el Señor. Nunca», cuenta el padre Firas: «Cuando necesitamos algo, enseguida él nos responde. A través de la realidad que nos rodea». Le pedimos que cuente un ejemplo. «En un momento determinado nos dimos cuenta de que miles de familias morían literalmente de hambre. Pensamos en una distribución mensual de bolsas de alimentos, pero no sabíamos cómo hacerlo. La iglesia greco-ortodoxa llevaba ya prestando este servicio a los pobres desde antes de la guerra, así que vinieron a enseñarnos cómo hacer. Hoy entregamos comida a más de siete mil familias». Es cierto, los problemas son muchísimos. «La falta de agua desde hace más de tres años es la principal urgencia. Todas las familias que se han quedado en la ciudad tienen el problema de sobrevivir», añade el padre Ibrahim.
Nos acompaña en el barrio de Hanano, uno de los más pobres, donde mujeres y niños recogen la nieve del suelo para beber, lavarse y cocinar. «Traeremos el agua también aquí», corta en seco el sacerdote. El pozo de su convento –uno de los pocos todavía activos en Alepo– se ha convertido en sentido literal en “fuente viva de esperanza”. Todo el que lo necesita sabe que ahí puede llenar sus contenedores de agua y que, si no puede con el peso, la furgoneta destartalada de los frailes se los acercará a casa. Pero la Iglesia aquí sabe bien que su ayuda no se agota en distribuir agua, comida y medicinas (una tarea que todas las ONGs y las comunidades religiosas que hemos visitado cumplen con gran sacrificio). «El esfuerzo mayor es reconstruir la vida de la comunidad, puesto que hay miles de familias divididas», continúa el padre Firas: «Por esto tratamos de ayudar sobre todo a los jóvenes y a los niños. Apoyamos a las escuelas que ya funcionan de manera que no tengan que cerrar sus puertas, mientras que a los jóvenes adultos les ofrecemos proyectos de microcrédito para que puedan montar su pequeño negocio, sus talleres y puedan casarse o dar de comer a sus familias». Y también reconstruyen las casas destruidas por los bombardeos. Las visitamos durante dos días, una por una, en compañía del ingeniero que estudia cómo volver a levantarlas. «Para nosotros es decisivo devolver una casa a las familias. Hemos asistido a un descenso de natalidad impresionante en estos años. A las familias, que han perdido toda su intimidad, se les hace muy difícil vivir esa dimensión de apertura a la vida que es el rasgo propio de cualquier matrimonio», explica el padre Ibrahim.

La tienda de Maryam. No hablan mucho estos sacerdotes acostumbrados a una caridad concreta y operativa. Inteligente. Nos acompañan a un pequeño horno de pan. En la puerta Khalil, 29 años. «Probad estas galletas», nos dice orgulloso, «son lo que mejor me sale». Y es cierto, porque la bandeja se vacía en un santiamén. Su sueño era abrir una pastelería. Con la ayuda de los frailes lo consiguió, el negocio prosperó y en mayo se casó. Ha decidido permanecer en su país. Solo desde aquí Siria puede volver a levantar cabeza. De estas ganas de ser protagonistas de la propia vida y no tristes comparsas resignadas. Un deseo que resplandece cuando nos encontramos con la joven Maryam que, gracias a las ayudas recibidas, ha estrenado su tienda de ropa («los clientes son pocos, pero con la gracia de Dios estoy segura de que antes o después llegarán», dice sin miedo), o los scout (obligados a reunirse en un desván y sin embargo siempre entusiastas por la amistad que viven), luego los pequeños músicos que estudian trompeta en un sótano del convento de Azizyeh, las chicas que cantan en el coro, los niños que reciben catequesis o juegan corriendo por el campo de refugiados de Jibrin. Ellos son el futuro, y son un futuro bellísimo.
También cuando no hablan, también cuando están postrados en una cama de hospital como Judy. La visitamos en la St. Louis, la clínica de las hermanas francesas cerca del barrio cristiano de Azizyeh. Es una chiquilla delgadita de once años, que sigue en coma desde hace unos meses. Está sola en la habitación, un verdadero lujo hoy en Alepo. Su madre Amina es musulmana, lleva un velo oscuro. La atiende constantemente, día y noche. Ella nos cuenta lo que pasó. El 6 de diciembre un misil cayó sobre su casa, mientras Judy jugaba con sus amigas. «La metralla le traspasó el cráneo; ahora solo logra mover los ojos. No sabemos qué pasará». Ninguno de nosotros se atreve a hablar. Una enfermera nos informa sobre su situación, mientras la madre toma un pequeño peluche que le han regalado y se lo pone en los brazos. Antes de dejar la habitación, el padre Ibrahim pide si podemos rezar una oración a María, indicando el icono de la Virgen de la Ternura, colgado en la pared encima de la cama. Cuando el sacerdote bendice a la niña, Amina se conmueve. Los dos se abrazan y dirigen su mirada a la madre de Jesús. También ella, hace dos mil años, vivió la misma angustia. Ella puede entender.