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Huellas N.1, Enero 2017

CULTURA

El cambio de época de Giotto

Davide Cestari

Las herejías, la Iglesia militante, las órdenes mendicantes… También el gran pintor florentino vivió en un tiempo en que el rostro del mundo cambiada por entero. Y respondió revolucionando la historia del arte, porque la fe vive en «un momento del tiempo concretísimo»

Al entrar en la gran sala capitular de Santa María Novella, en Florencia, nombrada más tarde Capilla de los Españoles, nos encontramos delante de los frescos de Andrea di Bonaiuto (1365 ca.). De las historias de san Pedro de Verona, dominico y mártir, a la celebración de la tarea desarrollada por los dominicos en la Iglesia. En el grupo, pintado en la parte baja, a la derecha de la entrada, delante de un modelo de Santa María del Fiore se representa a la Iglesia militante: allí encontramos exponentes de las órdenes monásticas y caballeros, el Pontífice (probablemente Benedicto XI) junto con el emperador Carlos IV. Según la tradición, entre los fieles se encontrarían algunos conocidos representantes de las artes del momento: Cimabue, Giotto, Arnolfo di Cambio, Dante… protegidos por dos perros de color blanco y negro, los “perros del Señor”, símbolos de los frailes de santo Domingo. ¿Pero qué tienen que ver Giotto y los demás con esta Iglesia militante?
No es una simple curiosidad, ni una cuestión de expertos en la materia. Tratar de responder puede ayudarnos a comprender lo que vivimos ahora. Porque también el maestro que revolucionó la historia del arte vivió en circunstancias que el Papa Francisco llamaría «no una época de cambios, sino un cambio de época». Igual que hoy.

Un cuerpo real. Los dominicos habían llegado a Florencia para contrastar la difusión de la herejía cátara en la ciudad, que contaba con muchos seguidores y simpatizantes, a menudo en formas agregativas ocultas o mezcladas con otras, por ejemplo los patarinos, que procedían de una rama del casi extinto maniqueísmo. Propiciada por los movimientos que criticaban al clero y a los monjes por haber traicionado el Evangelio y el ideal de pobreza de Cristo, esta herejía defendía una concepción dualista de la realidad, creada por dos principios: el Bien y el Mal. Despreciaban la materia, negaban la encarnación de Cristo y los sacramentos, “materia” mediante la cual “tocamos” al Señor. Al igual que santo Domingo, sus discípulos se dedicaban a la predicación del Evangelio viviendo el ejemplo de una vida pobre y austera.
En opinión del alemán Michael Viktor Schwarz (autor de una biografía suya), Giotto vivió su juventud habitando en el barrio de San Pancracio, donde se ubicaba el taller del herrero Bondone, su padre, y la parroquia de Santa María Novella. No parece casualidad por tanto que entre las referencias de Giotto, señaladas por los estudiosos, se cite a fray Remigio de Girolami, que pertenecía también a San Pancracio y que durante años fue predicador en la Basílica guiada por los dominicos, tras estudiar en París en la escuela de santo Tomás de Aquino.
Este hecho explicaría muy bien la que fue una de las revoluciones que el maestro aportó a la pintura de la época. Giotto subraya la “materia” y el “espacio” físico porque el cristianismo, al igual que la vida misma, es una realidad que acontece en el mundo, que asume una carne humana, que entra en un “momento del tiempo” concretísimo. El Misterio se hizo carne, Jesucristo tiene un cuerpo real, material como se contempla en el Crucifijo realizado para Santa María Novella. No es una idea, un vago espiritualismo o un cuento bonito, sino un hombre que vive en un lugar preciso, un evento que se puede narrar: entre las casas de una “verdadera” ciudad, en una habitación, en un paisaje con montes, árboles y rocas. El descubrimiento de Aristóteles, el desarrollo de un movimiento científico centrado en el redescubrimiento del cuerpo y la salud, los estudios sobre la luz y las formas son el telón de fondo sobre el que ese modo de pintar describe –mediante veladuras, sombras y gradaciones de colores– el sentido de las tres dimensiones. Donde los pliegues del tejido dan forma al cuerpo y la escena se construye sobre planos prospécticos que convergen en el punto más importante.

El cielo es azul. Pero el cambio que Giotto aporta al arte no se limita a esto. La narración suscita en los personajes representados una reacción, que también se debe mostrar, describir. El carácter estático de la pintura deja lugar al “movimiento”. Todos son llevados “dentro”, identificados con esa materia, de manera que quedan transformados. Se produce una exaltación de los sentimientos, las reacciones y las emociones que hay que relatar y que forman parte del realismo de lo que acontece, de los cuerpos y de la naturaleza. Por otra parte, el propio santo Tomás había entendido que el desarrollo humano es fruto de la experiencia, de lo que se vive y se siente, y de la inteligencia, pues estamos hechos para la verdad. Entendemos qué somos porque actuamos: «Ex hoc aliquis percipit se anima habere et vivere et esse, quod percipit se sentire et intelligente et alia huiusmondi opera vitae exercere» (De Veritate).
Por tanto, no solo la “materia” en contraste con el extremo espiritualismo, sino también los sentimientos, la persona que queda impactada y reacciona, que siente un atractivo, que se asombra, se admira o que sufre. Todo esto señala también lo que Giotto hereda de la presencia de los frailes franciscanos en Florencia, que el pintor frecuentó a menudo allí y en otras ciudades. Timothy Verdon, historiador del arte y director del Museo dell’Opera del Duomo, escribiendo a propósito de la espiritualidad de Giotto, subraya cómo en él floreció la concepción que asimiló de san Francisco. Giotto la relatará en el ciclo de frescos de Asís y en la Capilla Bardi: «El artista nos muestra al santo perfectamente “conformado” a Cristo… redescubriendo la naturaleza, el cuerpo y los sentimientos».
Otro historiador del arte, Luciano Bellosi, introduciendo las tesis de Henry Thode, crítico alemán que vivió entre los siglos XIX y XX, subraya precisamente esta «profunda conexión entre la espiritualidad de san Francisco y el arte de Giotto, entre la fuerza subversiva de la religiosidad franciscana y el potencial de innovación estética del movimiento giottesco. El modo de representar la vida del santo, las relaciones entre predicación, poesía y representación figurativa, las grandes alegorías dibujan el itinerario geográfico ideal de una revolución espiritual y artística destinada a marcar la historia entera de Occidente».
Giotto se da cuenta simplemente de cómo son las cosas realmente, parte del dato, sin prejuicios, porque, como canta Giorgio Gaber en un monólogo dedicado al maestro florentino, «el hombre entiende todo excepto las cosas perfectamente sencillas»: el cielo de Giotto será simplemente azul.

Lenguajes sencillos. Viviendo profundamente su tiempo, el artista florentino participa de esta renovación llevada a cabo por las órdenes mendicantes. Aquel momento histórico no era «una época de cambios, sino un cambio de época»: mientras el mundo “envejecía”, la Iglesia supo encontrar el camino para renovarse a través de los santos que, como dijo Benedicto XVI, «con la palabra y el ejemplo saben promover una renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos son profundamente renovados en el contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios en el mundo», acompañando la «historia de la Iglesia en medio de las tristezas y de los aspectos negativos de su camino».
Entre las órdenes mendicantes, en un momento ciertamente dramático, complejo y repleto de contradicciones, los más significativos fueron seguramente los franciscanos y los dominicos de manera a veces contrastante. Hablando del poverello de Asís y del español santo Domingo de Guzmán, el Papa Ratzinger continúa: «Estos dos grandes santos tuvieron la capacidad de leer con inteligencia “los signos de los tiempos”, intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su época. Mostraron que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia. Sacaron la fuerza de su testimonio precisamente de su íntima comunión con la Iglesia y con el Papado».
«Con palabras sencillas», franciscanos y dominicos difundieron «la devoción a la humanidad de Cristo, utilizando ejemplos concretos y comprensibles». A ellos se dirigían las instituciones laicales, las antiguas corporaciones y las mismas autoridades civiles, incluso para solucionar contrastes internos y externos. Y se adaptaron a las transformaciones de la sociedad: dado que la gente se desplazaba desde el campo a las ciudades, ubicaron sus conventos en las zonas urbanas. Supieron entender «las transformaciones culturales que se estaban produciendo en aquel entonces. Nuevas cuestiones avivaban el debate en las universidades que nacieron a finales del siglo XII (…) y, como estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas del tiempo, crearon centros de estudios, produjeron textos de gran valor, dieron vida a verdaderas escuelas de pensamiento».
También Giotto dará vida no solo a un taller muy activo y con distintos maestrazgos –por esto la crítica encontrará siempre dificultades a la hora de atribuir la autoría de sus obras–, sino también a una verdadera escuela que influirá en todo el arte italiano. Es un cambio de época lo que Giotto vivió y su revolución pictórica aportará una renovación radical, tanto que al pintor se le considerará, como escribió el historiador Giovanni Villani en 1340: «el más Soberano Maestro que haya habido en pintura».