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Huellas N.11, Diciembre 2016

ESTADOS UNIDOS

El descubrimiento de América

Roberto Fontolan

Donald Trump es el nuevo presidente de un pueblo herido al que pocos saben entender de verdad. Voces de un país donde (a partir del 20 de enero) saldrán a relucir los problemas. ¿Y la Iglesia? Será una gran ocasión para ser ella misma…

Reading, una ciudad de Pensilvania, muestra con cuatro cifras en qué consiste la era Trump. En 2008 Obama consiguió 97.000 votos y su adversario republicano McCain, 80.000; el pasado 8 de noviembre, Donald obtuvo 93.000 y Hillary, 75.000. Reading es un símbolo de la desindustrialización que afecta a buena parte de los Estados manufactureros, una ciudad poblada por gente decepcionada, resignada, marginada. Este pueblo creyó en Obama, sobre todo en su primer mandato, el de la “esperanza”, pero luego se fue retirando, como un mar entristecido después de horas de grandes olas espumosas. Muchos no han votado a nadie, otros han optado por el hombre más controvertido e imprevisible de América. Podría decirse que los demócratas han perdido (más de seis millones de votos), en vez de que “los otros” hayan ganado. De hecho, es sabido que en términos de voto popular Clinton ha mantenido la mayoría, pero son los condados, los pueblos, las zonas agrícolas las que han determinado la asombrosa derrota. ¿Y quiénes son “los otros”? No precisamente los republicanos: ni los de la tradición blasonada (¡el partido de Abraham Lincoln!) ni los del tea party, fenómeno que solo brilló un verano. Pero Trump es su grupo de familias tipo Dallas y un puñado de internautas aguerridos: estos son los que tienen en sus manos el timón de la “mayor democracia del mundo”.
Volvamos a Reading, que se ha convertido en el icono de esta América gracias a las preferencias expresadas por sus ciudadanos y a una preciosa obra de Lynn Nottage que se representa en Nueva York. Para escribirla, mucho antes de las elecciones, la autora pasó largos periodos en este condado “escuchando” a la gente. No quería demostrar nada, lo suyo no es teatro político sino llevar a escena a la gente de Reading y tratar de explicar por qué se sienten así. «Estuve hablando con muchos hombres blancos de mediana edad. Sus discursos son iguales a los de los jóvenes negros que viven en guetos urbanos. Una clase media que fue sólida y ahora está frustrada, escéptica. Lloran y piensan en el pasado». El trabajo perdido, la confusión que sienten delante de sus hijos (los americanos todavía tienen hijos), el peso de la soledad como solo un americano lo puede sentir, han sido el carburante del voto a Trump. «Queda la paradoja de una clase trabajadora con rentas bajas y desempleados que se sienten avalados por las promesas de un multimillonario que las ha liado pardas», comenta un conocido periodista que pide no revelar su nombre mientras da un sorbo a su café.
En cambio para Arthur Brooks, presidente de American Enterprise, un poderoso centro de estudios conservador, el tema no es tanto económico sino más inherente a la dignidad de la persona, esa que se encierra en la frase que millones de americanos han tenido que oír: «Ya no te necesitamos». En los cincuenta años transcurridos entre 1965 y 2015, el porcentaje de hombres en edad laboral que están fuera del mercado de trabajo ha pasado del 10 al 22%. A ellos se suma un número incalculable de subempleados en guerra permanente con mexicanos e hispanos, siempre disponibles a cobrar un dólar de menos. Sin nada que hacer, obligados a dilapidar sus ahorros y a endeudarse, a renunciar al colegio que querían para sus hijos porque el famoso ascensor social se ha bloqueado, y mientras tanto tienen que ver el espectáculo de “los de allí” –el establishment del este, con traje gris y corbata clara porque en Washington se llevan muchísimo las corbatas amarillas y rosadas, y el establishment del oeste, alegre y desenfrenado– que siguen ganando dinero y divirtiéndose en televisión…

Dependencias. La desaparición de la clase media americana, eso es lo que han celebrado estas elecciones sin que ninguno de los establishment, ebrios de sus propios éxitos y fortunas, se diera cuenta de ello. Insiste Arthur Brooks en que una vida sin dignidad produce resultados chocantes. El Nobel Angus Deaton ha señalado que la mortalidad entre los americanos blancos de mediana edad (los de Reading) va en aumento desde 1999. Causas: cirrosis (+50%), suicidios (+78%), sobredosis de drogas y alcohol (+323%). En ningún otro grupo demográfico sucede esto. Poco después de las elecciones, el Informe federal sobre la salud ha dado a conocer datos escalofriantes: uno de cada siete americanos tiene problemas de dependencia de drogas o alcohol, sin contar a los niños se trata de 21 millones de personas, más que todos los enfermos de cáncer. Cada 19 minutos se registra una muerte por sobredosis, incluso por heroína, que ha vuelto a inundar los mercados. El coste económico es de 440.000 millones de dólares, cuando la diabetes, una enfermedad social muy extendida, cuesta 245.000. ¿Cómo afrontar este problema? En varias ciudades se han puesto en marcha “drogatorios”, algo parecido a los baños públicos, donde uno se puede pinchar con santa paz y seguridad. La alternativa, según el Informe, es enviarlos a la cárcel. «Es la única enfermedad que no reconocemos como enfermedad y en vez de curar a los que la sufren los mandamos a prisión».
¿Pero cuándo fue que los Estados Unidos se convirtieron en un país infeliz? Mejor dicho, ¿cuándo se convirtió la infelicidad en una franja o estrella de la bandera que ondea en las gasolineras y supermercados? Con todas sus maravillosas universidades, con todos sus suntuosos periódicos y start up, la alta tecnología, los imperios del entretenimiento, el gobierno de la globalización y el liderazgo mundial, ¿cómo no han podido verlo? Muchos americanos cultos seguramente han leído a Joseph Conrad: «Mediante el poder de la escritura, mi objetivo es hacerte escuchar, hacerte sentir, o hacerte realmente ver». ¿Y cómo han podido no solo no ver, sino ni siquiera escuchar ni sentir ese dolor opaco que se extendía por las ciudades y llanuras de un modo tan potente y discreto que ha llegado a conquistar Washington casi sin querer (hay testigos que afirman que Trump y los suyos se quedaron estupefactos)?
Aquí empieza la gran oración fúnebre sobre la información americana, recitada todas las horas del día y de la noche. Prensa y televisión hablando para sí mismos y de sí mismos. Cada programa informativo, cada telediario parece estar hecho solo para el Capitolio, desde el más grande hasta la multitud de los más pequeños, estatales, condales, locales. Un mundo cerrado, sin interés por la realidad sino obsesionado por su discurso sobre la realidad. El New York Times y el Washington Post, los periódicos míticos para nosotros, europeos provincianos, aterrorizados por su propia ceguera e incapacidad para enfocar desde otra perspectiva. ¿Y Facebook, Twitter, los alegres reinos de la espontaneidad y la libertad? Ahora vemos que todas las mentiras y variantes del discurso del miedo se albergan y vampirizan las redes sociales. La palabra clave del momento es post-truth, posverdad, la expresión que el diccionario Oxford ha consagrado como la más «googleada» en los últimos años, con un incremento del 2.000% en 2015-16.

El nuevo poder. ¿Y qué hacer ahora? Una vez apagado el estallido de manifestantes malencarados, a los que el propio Obama ha tratado como niños caprichosos, terminada la fiesta de los «hombres olvidados» –los de Reading, para entendernos– como los llamó Trump en el golpe más genial de su campaña, acabada para siempre la época de los Clinton (cuánto se arrepentirá Hillary de haber llamado «miserables» a los que pretendieran votar a su rival), finalizada la discusión sobre la credibilidad perdida de los medios, ¿qué podemos esperar de América? Mientras tanto, otros dos meses de absurda “transición” antes de que el “presidente electo” pueda convertirse en presidente efectivo, con todos los sistemas (de las finanzas a la salud, de la justicia a la política exterior) en una continua crisis nerviosa debido a que el 20 de enero parece no llegar nunca. Luego está el aluvión de palabras, invectivas, programas, gritos, negociaciones, destinado a crear divisiones cada vez más profundas, a pesar de las propuestas de colaboración y las promesas de reconciliación: entre los blancos y los demás grupos, entre los negros y los demás grupos, entre los millennials y sus padres, entre la costa y el interior, entre demócratas y republicanos e incluso dentro de los propios partidos. Un paso más y ya tendremos el nuevo poder, con una extraña mezcla de homines novi («a la política se va como a la guerra, no hay otra manera», afirma el odiadísimo y por ello simpático Steve Bannon, consejero estratégico del presidente que se define como un «nacionalista económico») y veteranos tradicionales. Con decisiones capitales sobre el Tribunal Supremo, el aborto, la guerra (Trump hereda tres), la banca, el medio ambiente, el ilusorio programa de reindustrialización, mientras la vida cotidiana sigue, vibrante y congestionada como en tiempos de Francis Scott Fitzgerald, desconsolada y balbuciente como en Aquí estoy, del gran Jonathan Safran Foer.
Un tiempo maravilloso, concluye una alta personalidad de la Iglesia, para “estar”. Estar con la gente, estar en la realidad. Se vota cada cuatro años y la vida no puede ser un paréntesis entre dos martes de noviembre.