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Huellas N.11, Diciembre 2016

PRIMER PLANO

El miedo y la pregunta

Paolo Perego

Entre los desplazados de Accumoli y de Tolentino, o con un alcalde de un pueblo fantasma, para descubrir en qué se apoyan

«Mi casa estaba ahí». Para Luigi, 84 años, esa palabra, “casa”, pesa como una losa. El dedo corre sobre una fotografía de su pueblo, Grisciano, una aldea de Accumoli, como era hace cien años. La guarda en una carpeta con unas pocas imágenes que, con la ayuda de los bomberos, ha logrado sacar de debajo de los escombros del terremoto del 24 de agosto. «Quería volver a buscar otras, pero después de los temblores de finales de octubre creo que ya no se puede».
Hoy vive con otros doscientos paisanos en un hotel de la costa adriática, el Relax, en San Benedetto del Tronto. «Accumoli, Amatrice, Arquata, Pescara del Tronto… Están todos aquí desde finales de octubre», dice Annamaria Bernardini, propietaria del hotel. Desde Sirolo hasta Alba Adriática, muchos de los veintiséis mil desplazados, a causa del terremoto que no acaba de aquietarse, se han instalado en segundas viviendas, hoteles o residencias de la costa. Los niños se han sumado a las clases de los colegios locales. «La Noche Santa está al caer, la pasaremos aquí», dice una señora mirando un adorno con forma de trineo tirado por renos que alguien ha comprado en un puesto de Navidad y ha colocado en el hotel.

Aquí se espera. Luigi mira sus fotos: esquiando, dando una vuelta en bici, cenando con su mujer y sus hijos. «Carlo murió hace once años de leucemia. Tenía 34 años». Ahora Luigi está solo. Hay también una hoja con una fecha: 24 de agosto de 2005. Es la primera página del diario que Carlo escribió durante su enfermedad. Es la única que se ha salvado: «Vuelven con insistencia los miedos a la muerte. Mi único conforto es el Evangelio: “Y tuvo miedo”. Para un cristiano el destino ciego no existe. Existe solo la voluntad de Dios y el libre albedrío. Solo así puedo aceptar el sufrimiento y la enfermedad». «¿Ves cómo podemos seguir adelante?», dice Luigi.
También Annamaria lee. Se le empaña la vista. «Mi marido murió hace poco, y de la misma manera. Ha sido un tiempo difícil. Junto con mis hijos hemos abierto el hotel para esta gente. Ahora somos como una familia más grande. Y esto, antes que ayudarles a ellos, me ayuda a mí». En el bar las mujeres ancianas charlan en compañía. Una de ellas se fracturó la cadera la noche del terremoto. «Espero al médico que tiene que ponerme una vacuna».
Aquí es así, se espera. Simona espera a su marido, albañil, mientras su hijo va a clase. «Subió al pueblo de Accumoli. No sé qué tenía que hacer. Muchos hombres suben allí todos los días». Mientras, llega alguna amiga para ir a comprar algo al mercado y compruebas que las mujeres tienen más iniciativa para salir adelante día a día. «Un hombre se preocupa de dar un techo, pan y seguridad a su familia. Y cuando todo eso se hunde…», comenta Annamaria entrando en la sala para el desayuno transformada en lavandería y taller de sastrería. La señora Anna está trabajando con una máquina de coser. A su alrededor unas abuelas discuten entre ellas sobre cómo enhebrar la aguja de la Singer.
Dalila es más joven, separada, con un hijo de diez años y un compañero que trabaja de camionero. Sentada en una silla, cose el dobladillo de una cortina. Algún abalorio y un toque de maquillaje bastan para esconder el cansancio y las noches en vela: «me sacaron de los escombros en camiseta de tirantes y shorts. No me ha quedado nada. Ya no tengo ni mi restaurante ni mi casa». Aquí ya ha buscado un trabajo como pastelera. Pero estamos en temporada baja: «Si fuera necesario, te llamaríamos», le han contestado todos. «¿Cómo saldremos de esta? ¿Y si al niño le hace falta algo? Me gustaría poder ir a la peluquería…».
También Palmerino espera: «Tiene que llegarme un paquete». Un apretón de manos y, como sucede con todos, se pone a contarte su vida. No “aquella noche”, sino antes. Tienen la necesidad de decir que «la vida no se quedó debajo de esas ruinas». Te cuenta que fue policía y que ahora se había jubilado. Te habla de su nieto. Unos y otros te dicen: «De Grisciano, yo también». «Estamos descubriendo a los demás», dice. «No resulta fácil vivir todos juntos, todo el día juntos, salen los defectos, los límites, y además se acaba siempre hablando del terremoto. Pero también han nacido relaciones insospechadas, con personas que antes ni siquiera saludabas por la calle». Palmerino es un cazador de jabalíes, enamorado de su tierra, como muchos en aquellos montes. «Es un paraíso». El sábado 26 de noviembre tiene que ir a cazar, pero alguien del Banco de Alimentos pasó por el Relax para presentar la Jornada nacional de recogida e invitar a participar en ella. Annamaria está en el mostrador apuntando a los voluntarios, ya numerosos: «Si el sábado me ves aquí, es que participo yo también».

Dormir en el garaje. A unos cincuenta kilómetros, también Cristiano, de 43 años, habla de «paraíso» mirando las cumbres en torno a Tolentino, en el valle del río Chienti. Con su mujer, Manuela, los tres hijos y la suegra, vive «en el barrio de Le Grazie», dice orgulloso. Pocos edificios se han derrumbado pero el seísmo del 30 de octubre ha producido serios daños y ha desatado el miedo, un cóctel que ha dejado a once mil personas en la calle. La mitad de la ciudad.
«Nuestra casa no ha sufrido daños, pero nos hemos trasladado a vivir en el porche y a dormir en la caravana», cuenta Cristiano. «Pero había muchos vecinos y amigos nuestros que dormían en los coches. Si Jesús llama a tu puerta, ¿qué haces?», le dijo a Manuela. Así que vaciaron el garaje, un amplio pabellón de cemento armado y techo de madera. «Al comienzo, una faena gorda: limpiar, buscar camas y mantas. Luego colgar las cortinas y acondicionar aquello para hacer de él una “casa”», añade mientras se cena con los cuarenta huéspedes, algunos desconocidos antes del terremoto, cerca del “dormitorio”. Alrededor de la mesa las historias de estas personas se cruzan junto a los vasos levantados para un brindis. Ahí está Giovanni, concejal en el ayuntamiento, y Ludovico, con su mujer y sus suegros. Y el panadero, que mañana se levantará a las 4. Está una pareja anciana del pueblo de Visso… «Tenía tres casas disponibles, las tres inhabitables. Ahora vivo con mi compañera», comenta Silvio, fontanero. Cristiano le veía siempre dando vueltas con su furgón. «Necesitaba alguien que montara en el garaje las estufas de pellet que nos ha proporcionado el ayuntamiento», explica Cristiano. «Le paré, le comenté el asunto y las instaló gratis por toda esta gente».
«Se me han derrumbado todas las seguridades», le dijo Silvio. «Pues vale. Entonces, ¿en qué podemos apoyarnos? Vuelve a verme. Yo quiero descubrirlo», le contestó Cristiano.
Gorro en la cabeza y sudadera con capucha, 18 años, estudia bachillerato en el instituto de San Severino. Ha llegado al garaje con su madre, Simona, y una hermana que trabaja en un bar. «Durante el día damos una vuelta, buscamos a los amigos, charlamos con las chicas…». ¿El estudio? El instituto está inutilizable, como casi todos los de la zona afectada por el terremoto. «Mil estudiantes en la calle. Dicen que abrirán pronto, pero el problema es la Selectividad». Se habla del futuro. Su padre le aconseja que estudie informática. «Dice que es más fácil encontrar trabajo. A lo mejor, yo preferiría otra carrera pero aquí es duro encontrar trabajo». «¿Qué pasa con tus deseos?», le reta Cristiano. «Sería bonito, pero no me lo creo», corta Andrea con cierta nostalgia. En la discusión participa también José Luis, peruano de 50 años, desplazado con su mujer y un perrito.
«Todos estamos experimentando una nueva situación. En nuestras conversaciones no queda espacio para discursos banales. Emerge lo esencial. Vuelves a mirar a los ojos a las personas, saludas a quienes antes ni siquiera veías, caes en la cuenta del otro», cuenta el padre Giuseppe, 31 años, monje agustino del convento de San Nicolás, en el centro de la ciudad. El monasterio ha quedado inhabitable y de diez que eran se han quedado tres en la planta baja. Ahí han predispuesto una capilla y una cocina con una gran mesa. Pero duermen en una caravana. «¿Qué vamos a hacer? Dios dirá. Lo que vaya sucediendo nos irá indicando el camino».
La realidad marca el paso. Ilaria, maestra, pocos días después del seísmo más fuerte, quedó con algunos profesores de las dos escuelas estatales de Tolentino. «Fuimos a la parroquia del Espíritu Santo para hablar con el padre Sergio Fraticelli, que ya había destinado la iglesia como dormitorio para doscientas personas. En el cine de la parroquia empezamos a reunir a 300 niños de la ciudad, desde la escuela materna hasta los catorce años. Los chicos del oratorio [la comunidad parroquial, ndt.] nos ayudan. Pasado el terror, los niños empiezan a revivir y lo muestran en sus dibujos. Entre colegas que antes no nos conocíamos, que trabajábamos en centros distintos, empieza una relación de amistad», sonríe Ilaria, «pero no lo hago solo por solidaridad. Es un bien para mí. ¿Caridad? Sí, quizás sea la palabra más justa».

«No era mía». Sandro Luciani es alcalde de Pievebovigliana, en la falda de los montes Sibillini en la provincia de Macerata. Ochocientas almas, todas desplazadas. Él se ha quedado con unos pocos. Una familia que ha vuelto a abrir la panadería, los carabineros y algún ganadero que no puede dejar a los animales. «Pocas casas se han hundido, pero el 70% está dañado y resulta peligroso», comenta. Debajo de la carpa, delante de un guiso preparado por los hombres de Protección Civil, con los ojos llenos de cansancio habla de las casitas de madera que hay que montar a las afueras del pueblo: «Tardaremos años en reconstruir. Todos los alcaldes de los pueblos cercanos tienen el mismo problema». Luego vuelve con la memoria a aquella sacudida fortísima: «Empezó todo a temblar. “Casa mía”, pensé. Pero no era mía. Tardé años en construirla y ahora me doy cuenta de que no era “solo mía”». Se le escapa casi por sorpresa: «En cierto sentido, se ve más libre de las cosas. ¿Qué valor tienen en realidad? ¿Qué es lo que vale?».

Aquel fragmento de un fresco. También a Roberto y Leticia, de Camerino, les surgen muchas preguntas. Él, profesor universitario en su ciudad, ella profesora de francés. Vienen de Civitanova, donde viven hospedados por un amigo, para ver a Cristiano: «Al principio no quería venir. Mucho que hacer, preocupaciones, cansancio. Pero necesito ver ciertos rostros», dice Roberto. Ya no tienen casa. La había reestructurado en 1997, después de los daños de otro terremoto, el de Colfiorito. «Esta vez ha sido peor». Han intentado recuperar algún enser, pero es peligroso. «No me da vergüenza decir que tengo miedo. Estábamos todos en casa cuando el seísmo, también mis hijos que son mayores y tienen su vida. No hemos tenido que buscarnos». Un amigo de su hijo les ha dicho: «Os veo seguros». «Pero ¿qué vio?», comenta Roberto: «Tengo más miedo que él. En 1997 nos implicamos en las labores de emergencia, en la gestión de los voluntarios, de las caravanas, de las tiendas de campaña». Había que “hacer”, dice Leticia: «Ahora nos miramos y nos preguntamos qué nos permite mantenernos de pie y volver a empezar. No basta con arreglar los muros». Tampoco es cuestión de «estar a la altura de la circunstancia, sino de buscar lo que no se derrumba. Somos cristianos, no podemos ocultarlo», sigue Roberto. Lloran como todos, pero hay alguien que les ve seguros: «El Señor nos devuelve la conciencia de la relación que nos constituye y los demás lo ven».
«Hoy te sorprendes por un saludo por la calle», añade Barbara, una profesora de Ascoli Piceno. Perdió algunos familiares en Amatrice. Cuenta que un geólogo acaba de visitar su instituto para tranquilizar a todos: «Pero no basta quedarse tranquilos. Hay que vivir», le contesta Oreste, él también geólogo. Ascoli está fuera del epicentro del seísmo, pero también ha sufrido daños. Durante la sacudida, el hijo de Oreste se rompió el hombro mientras bajaba por la escalera. «¿Hay algo más fuerte que el miedo?», se pregunta Stefano, padre de familia, mientras enseña una foto colgada en Facebook por el alcalde de Montegallo, entre Ascoli y Arquata: «Un fragmento de un fresco, el único que queda y que pertenecía a una pequeña iglesia en la falda del monte Vettore. De una antigua Natividad solo queda el rostro del Niño Jesús, el buey y la mula. “Un símbolo desde donde volver a partir y renacer”, escribió el alcalde».
«Yo no puedo ser solo la suma de mis dificultades», dice Fiorella, deTolentino, aunque tenga muchos problemas, aunque tenga miedo de volver a casa para ducharse, aunque duerma en la caravana que le han prestado. «Empecé a preguntarme qué somos en realidad». Hace unos días paró el coche, puso la marcha atrás para volver a saludar a una chica que no conoce y que estaba sentada en un banco: «La veía siempre ahí, todas las mañanas cuando iba al trabajo». Pero esa vez volvió atrás.


«PERO, ¿QUÉ SOMOS?»

La carta de una amiga de Macerata

Parece haber pasado un siglo desde aquella sacudida a las 7:41 de la mañana. Sin embargo han pasado solo diez días. Diez días de una intensidad tal que parece un siglo. Sin casa, sin seguridad, con muchas incertidumbres, tensiones, dificultades. Si te paras un instante, aflora la pregunta: «Pero, ¿qué somos?». Te lo preguntas cuando entras rápidamente en tu casa inestable, peligrosa, para recoger algunas cosas y te olvidas las que son esenciales. Y miras los muros llenos de recuerdos que se quedan ahí solos, en silencio.
«¿Qué somos?». Sigue siendo una pregunta abierta, pero con una conciencia bien clara: yo no puedo ser solo esta angustia. No tendría ningún sentido todo el anhelo que en este momento grita en mí.
Luego aparece un rostro en tu camino… Por la mañana, cuando sales para ir al trabajo en un lugar antes desconocido para ti, ves un día tras otro a la misma chica sentada en un banco fumando. Y un día frenas, metes la marcha atrás, abres la ventanilla y saludas. Y ella te contesta con una sonrisa. Todavía no nos conocemos. Luego cruzas unas miradas, escuchas sus palabras, alguien te pregunta por teléfono o por sms qué tal estás o si necesitas algo.
Si atiendes estas llamadas, si no te encierras en ti misma, se abre un mundo. Ahora nada se puede dar por descontado, ni siquiera el pedir ayuda. Tienes que ponerte en juego una y otra vez.
Llama Daniele desde Rímini, no le conozco: «Tengo una caravana. Con mi mujer hemos decidido llevárosla para que la uséis hasta que sea necesario». Cristiano escribe en el grupo de WhatsApp: «Amigos, aquí hay más de treinta personas viviendo en mi garaje. Venid a visitarnos…». Stefano renuncia a vender su caravana, justo ahora que tenía la oportunidad de hacerlo. Su mujer, Elisabetta, me llama: «Hay otra caravana dispuesta a salir desde Rímini, ¿os puede servir?».
Hasta los últimos mensajes recibidos: Giancarla me dice que tiene dos pisos disponibles; Magdalena, una amiga de Milán que conocí en una ocasión y no volví a ver, me envía tres corazones, me conmueve: «Hola. ¿Qué tal? ¿Qué puedo hacer por vuestra ciudad?».
«¿Qué somos?». Nada. Pero estos rostros son todo para mí. Componen el rostro vivo de Jesucristo, que continuamente dirige su mirada bondadosa hacia mí.
Fiorella, Tolentino (Macerata)