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Huellas N.10, Noviembre 2016

JUBILEO

El año que no se agota

Alessandra Stoppa

El 20 de noviembre culmina el Jubileo de la Misericordia. Pero no se cierra «el trabajo para abrirnos a ella». El seguimiento al Papa, los migrantes que «reflejan quiénes somos», qué nos espera… Entrevista al Padre Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de los Cistercienses

Una oveja adulta puede llegar a pesar cien kilos. Como una persona. «Llevarla a hombros supone un esfuerzo». El padre Mauro-Giuseppe Lepori desmonta cualquier visión romántica del Buen Pastor que, dejando las otras noventa y nueve para ir en busca de la que se había perdido, cuando la encuentra, «a lo mejor nos lo imaginamos como que se la echa sobre los hombros y se va silbando, dando brincos por el monte».
El realismo del Evangelio nos narra otra historia en la que los cuerpos tienen peso y el amor es concreto, sufre y fatiga por el otro, las palabras tienen valor y los gestos profundidad. «En esa oveja veo mi “pesadez”. O pienso en cuando los demás nos resultan pesados. Y, sin embargo, seguimos siendo amados». Somos perdonados y Otro nos carga sobre sus hombros y nos lleva. Así como Jesús, representado en un capitel de la Basílica de Vézelay, lleva a Judas que lo ha traicionado. Delante de este capitel, dijo el Papa Francisco: «Él cargaba con la gente tal como era y no como debía ser».
El 20 de noviembre culmina el Jubileo que empezó el pasado 8 de diciembre y en el mundo entero se cierran las Puertas Santas. No hay balance posible, pero en este diálogo el padre Lepori nos explica por qué el tiempo de gracia no se agota. Con la mirada fija en el Evangelio, lee el Año Santo como el “espacio” que Jesús creó entre él y la muchedumbre que lo asaltaba, cuando pidió a los discípulos hablar a la gente desde un barco algo distanciado de la orilla.

¿En qué sentido ese gesto de Jesús nos ayuda a comprender el tiempo dedicado a la misericordia?
Al igual que la muchedumbre, a nosotros nos gustaría tocar a Jesús y obtener un efecto inmediato, mágico. Dedicar un año del camino a un tema, a una realidad, es como tomar distancia para escuchar, darnos el tiempo para tomar conciencia de la misericordia y preguntarnos qué pide a mi libertad, para acogerla en mí y para ofrecerla a otros. Me llama la atención que Jesús no pidió subir a la barca para huir de la muchedumbre, sino porque esa gente solo pedía milagros y no le escuchaba. Él ha venido en primer lugar para dirigirse a la libertad del hombre y es esencial que Él pueda hablar y ser escuchado. Es esencial que el hombre, cada uno de nosotros, se ponga ante Él en silencio, más allá de nuestras expectativas inmediatas.

¿Qué ha supuesto el Jubileo para la vida de la Iglesia?
Una profundización en un misterio. Una profundización que no necesitábamos porque fuera un año santo, sino porque atañe a un misterio vital. El Papa ha devuelto la misericordia al centro de nuestra vida. Y lo ha hecho con sus gestos y con los gestos que nos ha pedido: nos ha llamado a ejercer, a tener experiencia, no solo a prestar atención. En primer lugar, difundiendo tan capilarmente la posibilidad de confesarnos, obtener la indulgencia, meditar sobre este misterio y vivirlo mediante las obras de misericordia corporales y espirituales. Por eso el Año de la Misericordia no se agota.

¿Puede explicarlo mejor?
Ahora somos más conscientes de que la misericordia es una realidad concreta que existe en nuestro día a día, es el misterio que está en el corazón de la Iglesia y lo necesitamos como el aire que respiramos. El jubileo ha sido más corto que el año solar y esto nos hace entender que el problema no es “vivir un año santo”, sino despertar a una conciencia más profunda de nuestra vida cristiana, dándonos cuenta de que siempre es posible recobrar esta conciencia. Lo esencial es que no se agota la experiencia de la misericordia y continuar el trabajo empezado para abrirnos a ella.

¿Qué ha comprendido mejor en este trabajo de profundización?
El Papa ha proclamado el Año Santo pensando en las heridas del mundo actual y de la Iglesia, tanto las del pecado como las de las guerras, las injusticias y las catástrofes. Para mí un aspecto esencial es que nos ha enseñado que, antes que analizar y definir su malestar, el hombre necesita sentirse abrazado. Es precioso que san Benito en el Prólogo de su Regla ponga en el centro a Dios que grita a la multitud: «¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?». Esta invitación del Señor es pura misericordia. Es la propuesta de Dios al hombre, tal como es, y tal como es en este preciso momento de la historia. Cualquiera que conteste «yo» puede tener esta experiencia.

Y después de decir «yo», ¿cómo sigue la cosa?
San Benito escribe: «Si quieres gozar de una vida verdadera y perpetua, guarda tu lengua del mal; tus labios, de la falsedad; obra el bien, busca la paz y corre tras ella».

¿La respuesta a nuestra sed de felicidad es un camino a recorrer?
La respuesta es un camino de conversión: el camino para no dejarnos llevar por esa tendencia que llevamos dentro a no ser misericordiosos. En el fondo la Iglesia no parece contestar a las exigencias del hombre, precisamente porque no las resuelve sino que ofrece un camino. No propone ningún milagro resolutorio. Cuando se propone algo así, enseguida se muestra como algo frágil que no ayuda a las personas a crecer, a convertirse en personas libres y adultas. Cuando se ofrece una solución que no coincide con un camino de conversión, de libertad ejercida, la persona no se afianza, no sale de su fragilidad. La Iglesia propone un camino para una verdadera felicidad, no para satisfacciones inmediatas como las que ofrece la sociedad. Responder «yo» ante Dios que nos quiere felices implica ser conscientes de nuestra verdadera necesidad. La identidad que nos atribuimos es confusa; la hacemos coincidir con mil deseos parciales, mientras que somos un deseo infinito, la necesidad de una felicidad que solo Dios puede darnos. Entonces, para decir de verdad «yo», uno debe hacer de verdad silencio dentro de sí y renunciar a las satisfacciones parciales que suplantan la felicidad.

El Papa ha repetido que este sería un tiempo favorable si aprendemos «a elegir lo que a Dios más le gusta, es decir, su misericordia, amor y ternura». ¿Qué significa este elegir?
El hijo pródigo –igual, por otra parte, que nosotros– no es capaz por sí mismo de preferir al padre, pero sí de responder a la preferencia del padre por él. ¡No existe preferencia al margen de la misericordia! El hijo vuelve pidiendo tan solo un trabajo y algo de comer, pero ante el perdón del padre descubre una plenitud de vida antes insospechada: si elige al padre, lo tiene todo. También el hermano mayor, aunque se había quedado en casa, optaba por otra cosa: hasta aquel momento no había preferido al padre, ni se había dejado preferir por su padre; su afecto estaba todo metido en otras cosas, en los amigos, en la herencia, en la mitad del ternero cebado. La plenitud, en cambio, coincide con esa relación, pero es una gracia que ninguno de los dos ha producido. Es un don gratuito. Tener que elegir, preferir, es dejar que nuestro afecto, nuestro deseo de vida y nuestro amor se conviertan, se dirijan hacia el Padre. Hay que esperar que hayamos aprendido algo fundamental en este Jubileo: tenemos que partir siempre de la preferencia de Dios por nosotros, de lo que somos para Él.

¿Qué le ha acompañado particularmente durante este Año?
Me llama la atención que, precisamente mientras profundizamos en el misterio de la misericordia, sigan pasando delante de nuestros ojos las imágenes de los migrantes sobre las barcazas cruzando el Mediterráneo. Esta mísera humanidad que llega zarandeada por las olas refleja, como un espejo, nuestra situación: ellos reflejan lo que somos también nosotros, los occidentales, zarandeados por la realidad sin tener ningún anclaje, ningún punto firme. En el fondo, los migrantes nos revelan nuestra falta de estabilidad, que no nos permite ofrecerles una morada. No creo que Europa no sepa o no quiera acoger a esta gente, sino que casi no puede, no está en condiciones de hacerlo. Estas personas llegan desde el mar pero no arriban a una tierra firme, siguen fluctuando también en el continente, ya que no podemos ofrecerles una morada si no la tenemos.

¿Tiene algo que ver con esto el Jubileo?
El Papa nos ha mostrado que, acogiendo a otros, nos convertimos en lo que elegimos. Aceptar el riesgo que supone acoger podría darnos estabilidad. Acogiendo a otro, nos convertimos en una morada para él. Nosotros ponemos nuestra seguridad en lo que tenemos entre manos en lugar de ponerla en una relación, en la pertenencia a alguien. Como ellos, también nosotros nos sentimos amenazados, de distinta manera, porque ponen en tela de juicio nuestro espacio de falsa seguridad. Mientras que lo que da estabilidad y seguridad es la relación con el Padre. Es pura misericordia experimentar que, perteneciendo al Padre, yo adquiero una solidez que nadie puede arrebatarme y que me permite acoger al otro y perdonar a todos.

Hablaba de una solidez que nadie puede arrebatarnos
Esta solidez es fruto de la pertenencia a la Iglesia, que es la que me hace experimentar la misericordia del Señor. Me enseña a creer en ella, a pedirla humildemente, me la concede abundantemente mediante los Sacramentos y la comunión fraterna. La Iglesia hace carne para mí el misterio de la misericordia infinita del Padre. Es una realidad concreta a la que puedo acudir siempre; más aún, que experimento todas las veces que vuelvo a Él después de haberlo olvidado o abandonado. Esto nos enseña a estar abiertos al otro que es diferente a mí y que siempre provoca, hiere, incomoda.

Mucha gente no sabe siquiera qué es el Año de la Misericordia. ¿Cómo puede alcanzar a todos esta experiencia?
Esto se refiere a todo el impulso misionero que el Papa desea y espera que nazca del Jubileo: que todos los hombres conozcan la misericordia de Dios. Así como hemos necesitado un Año Santo, ahora necesitamos lugares, comunidades, personas que encarnen ese abrazo que ama y acoge incondicionalmente. La Iglesia misma existe para cumplir esta misión. La única manera de trasmitir esta experiencia es ser objeto nosotros de continua misericordia.

¿Por qué?
Nosotros somos complicados y pensamos que transmitir la experiencia de la misericordia es algo más difícil que aceptar el perdón del que somos objeto. Lo importante es ceder ante la sencillez que supone transmitir un amor que no es nuestro y que recibimos gratuitamente. Siempre resurgen las defensas de nuestras riquezas; es como si después de volver a la casa del padre, el hijo pródigo volviera a poner su seguridad en lo que vuelve a poseer. Olvidando que toda su riqueza, su consistencia, reside en el abrazo que ha recibido.

Hablando de misericordia, usted hace referencia a un episodio de la vida de san Benito. Cuando los monjes de Vicovaro intentan envenenarlo, él se levanta «con rostro afable y el ánimo tranquilo», diciendo: «Dios tenga misericordia de vosotros, hermanos».
Benito puede reaccionar así porque se apoya en la experiencia de misericordia que ha tenido él y que le ha calado en profundidad: ya coincide con su corazón. Por eso su rostro es pacífico y su ánimo tranquilo. Ha custodiado esta memoria de que Dios lo perdona todo, por tanto en esa ocasión lo transmite con serenidad. Y una situación mortal se convierte enseguida en una propuesta de vida.

Una de las mayores provocaciones es vivir la relación entre verdad y misericordia. ¿Qué nos ha enseñado el Año Santo al respecto? ¿Cómo dejamos prevalecer la misericordia?
Nos hemos acostumbrado a pensar que la disciplina es la condición necesaria para hacer un camino espiritual. En cambio, la disciplina es el fruto de un camino. Si en mi vida he llegado a comprender y aceptar ciertos valores, ciertas exigencias morales, es porque he sido amado antes que requerido a cumplir una ley. La ley nunca me ha salvado, en cambio la misericordia me ha hecho comprender que en el principio, también de la ley, hay un Amor. Por ejemplo, en la vida consagrada uno se siente amado, preferido, elegido y llamado, entonces dice «sí». Luego se da cuenta de que vivir verdaderamente la pobreza, la castidad y la obediencia no es una condición previa, sino más bien el fruto de una ascesis, de un camino. Para ponerse en marcha hay que ser atraídos: el juicio disciplinar, aislado de todo lo demás, es una condena, mientras que el juicio que expresa un amor atrae, porque se entiende que Dios nos ama también dándonos unas normas que nos ayudan a vivir, a avanzar hacia la meta. Percibimos el amor de Dios cuando vemos a otro que vive un valor en plenitud; el amor es en primer lugar el ofrecimiento de una compañía. El Buen Pastor conduce a sus ovejas estando con ellas y caminando junto a ellas, así les enseña el camino recto. En cambio, a menudo, se pretende indicar el camino como cuando se señala en un mapa, sin recorrerlo con el otro, sin estar dispuestos a acompañarlo, a ensuciarse las manos inclinándose hacia él.

¿La Iglesia ofrece un camino que luego recorre junto a los hombres?
Creo que la situación actual de la Iglesia vuelve a colocar las cosas en su sitio. Nadie hoy en día escucha y sigue un juicio, un principio, en sí mismo. El hombre de hoy dice: si no me amas, tu ley no me dice absolutamente nada. Ya no hay una confianza a priori, a partir de la cual verificar una propuesta. Antes, bien o mal, se confiaba en la Iglesia. Hoy es necesario recrear este espacio de confianza en el que proponer un juicio que corresponde más adecuadamente a la sed de felicidad. Pero este espacio se recrea ofreciendo una compañía al otro, sin la cual el juicio carece del terreno en el que arraigar. Me llama mucho la atención el Papa Francisco por el espacio de confianza que se crea en torno a él. Las personas más insospechadas, entre los creyentes y también entre los que vienen de credos y culturas diferentes, manifiestan una gran confianza en él. Para mí es algo increíble. Esta confianza me interpela como una gran responsabilidad. Es un tiempo de gracia y nosotros tenemos que ayudar al Papa a amar al hombre, en el marco de esa confianza que el Espíritu Santo crea a su alrededor.

¿Qué significa seguir al Papa? Nos provocan sus gestos, pero es fácil detenerse en lo que nos gusta o en lo que creemos ya saber.
Solos no sabemos seguir a Cristo. Necesitamos que la Iglesia nos lo enseñe. Y seguimos al Papa precisamente porque a través suyo Cristo mismo nos dice cómo quiere que le sigamos. De esta manera pide nuestra conversión. Cada Pontífice guía a la grey dentro de un tiempo determinado, en el tramo de historia que Dios le hace atravesar, pero todos nos indican a Cristo. Es esta la certeza que hace del todo inútil establecer comparaciones entre ellos. En los Papas que han acompañado mi vida resulta evidente el amor a Cristo, cada uno ha vivido su ministerio siguiendo de cerca a Jesucristo y prefiriéndolo. Es así como nos orientan. El Señor le pide al Papa: «Sígueme tú el primero», para que también nosotros le podamos seguir. ¿Por qué Juan, el discípulo preferido, deja entrar a Pedro en el sepulcro antes que él? Porque intuye que para ver y creer necesita seguir a Pedro o, mejor dicho, necesita seguir a Jesús siguiendo a Pedro que lo sigue él el primero.

¿Qué es lo más importante para el “después” del Año Santo?
El deudor, al que se le ha perdonado la deuda, cuando encuentra a uno que le debía dinero, no le perdonó ni un céntimo. Ya había olvidado. Este es el problema: el paso entre haber recibido todo con el perdón y la misericordia que el otro nos pide. La misericordia que he recibido se difunde si respondo a la misericordia que el otro me pide, aunque entre las dos hay una desproporción inmensa… Un minuto después de haber sido perdonados sin ninguna medida, empezamos enseguida a calcular. Me refiero a las relaciones con nuestra familia, los amigos, la propia comunidad, los más allegados. Enseguida, a la primera ocasión, volvemos a nuestra actitud de jueces con los otros. Ya se nos ha olvidado. Esto es lo importante para el “después” del Año Santo: no olvidar. Es la conciencia que se nos pide y por la que tendremos que pedir siempre, hasta el final, misericordia.