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Huellas N.10, Noviembre 2016

REFUGIADOS

«Me has querido»

Francesca Brufani

El cuaderno de mamá Sama, el regalo de Mohammed, los recibos de la pequeña Hlass, el rosario de Hatoon… Diario de una voluntaria que ha trabajado en Grecia con Cáritas durante un año. Entre rostros e historias de un millón de migrantes, una gran sorpresa: «Esto es Belén»

«Me encantaría tener un cuaderno», le pide un día Sama tímidamente, como si estuviera mendigando una fortuna. Sama es originaria de Alepo, al norte de Siria, tiene 21 años, ojos color avellana y la cara más bonita del mundo, bordeada por un hijab color perla. «Me encantaría tener un diario. Me gustaría escribirlo para ti».
Yo llevaba ya seis meses prestando servicio en Grecia como “casco blanco” para la Cáritas italiana, pero lo cierto es que no estaba preparada para afrontar una petición así. Nunca nadie había escrito un diario para mí antes. Porque un diario es un diario, y no lo escribes para que lo lean otros. En cambio, aquella joven “solicitante de asilo” estaba rompiendo a toda velocidad mis esquemas.
Había llegado a Atenas unos meses atrás, por un proyecto de investigación social relacionado con la crisis económica; no es que yo estuviera buscando refugiados, en absoluto. Pero justo cuando trataba de imaginar cómo acercarme a los griegos, Sama venía a decirme que a los refugiados que transitaban por Atenas no les interesaba ser mis “beneficiarios”, solo querían ser amigos míos. No un número perdido entre cifras con muchos ceros, sino personas únicas con una historia irrepetible que mendigaban un poco de escucha. Aquella frase de la Madre Teresa, compañera de viaje en tantos momentos, volvía a resonar: «Hoy son demasiados los que hablan de los pobres, pero nadie habla con ellos».
«Me siento mejor», suspira con fuerza Mohammed, 42 años, uno de los últimos residentes del campo informal de Idomeni, que cruzó hace unos meses la frontera con Macedonia. Estábamos dando un paseo por una rosaleda apartada, lejos del estruendo de las tiendas, para conversar en un esperanto tan nuestro, una mezcla de portugués y español. Su mujer, en Siria, en un momento del viaje no quiso seguirle y él, durante más de tres meses, no había podido compartir su dolor con nadie. Porque en las emergencias pasan estas cosas, que los hombres terminan siendo los grandes olvidados. De pronto Mohammed se levanta y entra en un pequeño supermercado. «Para que te acuerdes de Mohammed», dice mientras me llena los bolsillos con galletas de chocolate. Era la primera vez que le veía reír. Intento rechazarlo, pero me doy cuenta de que es una forma de recuperar su rol masculino, su posibilidad de cuidar de alguien, poder “dar de comer”. «Te vendrá bien, tienes que estar cansada». Así que acepto, mientras una niña yazidi con ojos grisáceos se me acerca en silencio, alargándome su brazo con un ramo de amapolas.
Si vas hasta el fondo de todos tus factores de estrés, de las cosas que te cuestan, siempre hay una clave que te permite vivirlo y se convierte en un acelerador para tu vida. En mi caso, ordenar la pila de recibos que justificar supone una tarea tan alejada de mis actitudes como de mi tiempo. Cierro la puerta, decidida a superar mi desesperación, ocultando a los niños de Neos Kosmos –el centro de Cáritas donde vivía y colaboraba– la frágil volatilidad de esos recibos. Pero Hlass, una siria de cuatro años a la que cariñosamente puse el nombre de “niña terremoto”, quién sabe cómo aparece un día allí, curioseando por mi escritorio. Pienso que es el principio del fin, pero le dejo quedarse y se le ilumina la cara. Nunca olvidaré su mirada cuando los recibos entraron por primera vez en su vida. «Es el mejor juego de todos», dice con ademanes de adulto: «Yo te los coloco». Creo que estuve a punto de llorar. Porque cuando dejas que otros te “molesten”, hasta un maldito recibo se transfigura, y se convierte entonces en una pieza de museo, en el collage de un refugiado.
Asma tiene 39 años, es una mujer fuerte. Le hablo del terremoto que ha habido en mi querida Umbría. Ella mira el Corán, lo recorre con su dedo. La guerra y el terremoto no son tan distintos, arrasan con todo, parece decirme. Ella también es siria, ha viajado sola con sus doce hijos haciendo frente al mar, hasta que la Cruz Roja la derivó a la casa de Neos Kosmos. Hatoon, una de sus hijas mayores, una señorita toda rizos y pecas, parecía alterada por ese enésimo contratiempo. Así que fui a buscarla y le tendí mi mano preguntándole si quería conducir conmigo la caravana de sus hermanos. A Hatoon se le hinchó el pecho, llena de orgullo por aquella tarea: se enjugó las lágrimas y enseguida se quitó un collar de zafiro y un brazalete color café, que ciñó en mi cuello y en mi brazo en señal de agradecimiento. Cada uno de nosotros, como dijo el escritor americano Gary Chapman, tiene al menos un “lenguaje del amor”, una palabra, un detalle especial. Y a medida que los demás lo van descubriendo, uno se siente amado. Hatoon, una niña musulmana de 12 años que se había quedado sin casa, comprendió el mío completamente.

«Jesus baby, Jesus big». «Mira», repite desde la altura que le dan sus cinco años, como un estribillo, Nadia, la “niña cervatillo” por la que todos han perdido la cabeza. Ha encontrado en su casa una caja de madera que representa a Jesús en brazos de María en el lado izquierdo y a Jesús adulto en el derecho. Ninguno de nosotros le había hablado nunca de religión ni de política, aquí la regla es respetar a todos, también a los que, como Nadia, vienen de familia musulmana. «Mira», repite Nadia. Y va tirando del borde de la camiseta de los mayores mientras pronuncia las pocas palabras en inglés que recuerda. Esa niña de cabellos color petróleo repite ese gesto como un rito, abriendo la caja delante de cada uno de los voluntarios. «Jesus baby, Jesus big», explica enseñando la caja. Me mira con sus ojos negro azabache. Yo espero que llegue mi turno para que Nadia repita también conmigo su exégesis. La tomo en brazos pero ella, muy hábil, me mete la caja en el bolso. La regaño con ternura. «Es de parte de Dios», me dice en árabe, como si le hubieran encomendado un recado importante. Lo anoto todo en mi diario, e incluyo esta catequesis sui generis con que me sorprenden los pequeños refugiados musulmanes. «¿Por qué nunca has pensado en ponerte el velo? ¿Haces el ramadán con nosotros? ¿Por qué murió Jesús?».
Hatoon se encontró un rosario mientras jugaba en el parque. Su padre le soltó un bofetón y ella, sin aspavientos, vino a verme. Agarró un cuchillo, sin decir nada, ignorando mis preguntas, y empezó a deshacerlo. Entonces se puso a jugar con el alambre, haciendo los mismos movimientos que una costurera que no hubiera hecho otra cosa durante años. Riendo, me rodea el cuello. «Ahora nadie lo encontrará», comenta satisfecha de la creación que acaba de ensamblar con las piezas de la corona. «Escóndelo», dice mientras me lo coloca debajo de la ropa: «Yo tengo este». Su rosario, que ahora parece una joya cualquiera.

Un pesebre. En Idomeni hasta las tiendas te piden que las escuches. Algunos han montado terrazas con cables y palos, otros han instalado patios por donde se ve salir humo, otros han creado salas con troncos y trozos de vías. Idomeni no tiene nada que ver con París, Niza o Bruselas. Idomeni es ingenio. Hay quien hornea pan poniendo un tubo debajo de vagones abandonados, y quien corta el pelo a cambio de unos calabacines fritos. Afran también está allí, perdido entre tantos Ulises sin Ítaca. En su maleta solo pudo meter su saz (instrumento musical de cuerda, ndt), que toca cada hora bajo su tienda, con la mirada fija en la frontera. Quizás sea porque mirar al vacío es más importante que querer resolverlo, quizás por eso Afran sigue allí, como pidiéndole a una frontera cerrada respuestas que nadie le ha dado. Algunos han calificado el campo de Idomeni como el Dachau de nuestros días, pero la comparación resulta un tanto deshonesta. En primer lugar por los miles de voluntarios que, llegados del mundo entero, se han arremangado para trabajar en este pueblo griego. Otros me comentan que, así descrita, Idomeni parece más bien un pesebre. No en su acepción bucólica, sino un pesebre en el sentido más literal, con toda su pobreza y en todos sus detalles. Yo intento hacer mía esta sugerencia, intentando averiguar dónde está el establo. Y veo que sí, que el establo es cada tienda. Porque para ninguno de ellos «había sitio en la posada».
Suham me espera con ansia a mi vuelta de Idomeni, sentada en un rincón, con sus modales tan elegantes como siempre. Tiene un dibujo para mí. «Hada Makedonia», esto es Macedonia, me dice señalando Idomeni. En primer plano estoy yo. Y está ella, 27 años, con su pequeño Jakob de dos, en una tienda entre las muchas que aparecen en el dibujo. Las miro asombrada. Las tiendas de Suham parecen de verdad pequeñas Natividades. Verdaderamente, Grecia es Belén.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día en que le compré a Sama su diario. Y un año desde que entré por primera vez en la casa de Neos Kosmos. Todavía acaricio las palabras grabadas en ese cuaderno rojo con páginas de pergamino, casi como si fueran un anciano enfermo. «Mis padres están en Alemania, habría preferido que nos enviaran allí, pero nos ha tocado Portugal. Igualmente estamos felices, tendremos una casa». Nos vemos en Lisboa, nos dijimos. Sama tiene que escribir otros capítulos y yo todavía tengo que escuchar. Miro con ternura cada lexema árabe de esas frases, recorriendo con el dedo cada renglón. Cada vez que aparece la palabra “Siria” hay corazones dibujados. Echo una ojeada al final del diario. «Por favor, di que me has querido».


QUIÉN ES
Francesca Brufani, nacida en 1987, es de Foligno (Perugia). Empezó a trabajar en el ámbito de las relaciones internacionales nada más graduarse en la universidad de Perugia. En septiembre de 2015, con el equipo de Cáritas Italia, desembarcó como Casco Blanco en Grecia, dentro de un proyecto de investigación social de esta entidad italiana. Su trabajo debía referirse a los griegos afectados por la crisis económica, pero luego llegaron los refugiados sirios, afganos, iraquíes. Durante un año vivió con algunos de ellos en la casa de acogida de Cáritas en Neos Kosmos, en el corazón de Atenas.