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Huellas N.9, Octubre 2016

PORTADA

Inundados por la misericordia

Veinte mil peregrinos en el Santuario mariano de Caravaggio. Pero también en Roma, Loreto, África, Filipinas, España… Hasta Cafarnaúm. Para llamar a las Puertas Santas y caer en la cuenta de la gracia que se nos concede. Y de que «no hay camino sin perdón». A continuación, algunos pasajes de la meditación de Julián Carrón

¡Qué gratitud sin fin por Su misericordia a lo largo de todo este año! Cada uno puede aprovechar este momento para ser todavía más consciente de todas las veces que durante estos meses se ha visto alcanzado por la misericordia de Cristo, por su ternura infinita. Escuchemos lo que nos dice el Papa Francisco: «En medio de nuestros pecados, nuestros límites, nuestras miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. ¿A quién? A mí, a vos, a vos, a vos, a todos».


Quizá ahora podamos darnos cuenta mejor de la diferencia con la que nosotros, en muchas ocasiones a lo largo de este año, nos hemos tratado unos a otros. ¡Cuántas discusiones encendidas, cuánta violencia, a veces incluso rencor! ¡Cuánta impaciencia, sin darnos tiempo para comprender el cambio de época que estamos atravesando! ¡Qué poca disponibilidad a escucharnos, a abrirnos a la perspectiva del otro, confundiendo la verdad con la costumbre! Pero si no estamos disponibles entre nosotros, ¿cómo podremos estarlo con los demás?


Venimos aquí, a los pies de la Virgen, con esta conciencia. Venimos como mendigos de misericordia. Venimos todavía más conscientes de que estamos necesitados. (…) Porque solo cuando no reducimos nuestro mal, mucho más cuando no lo justificamos, podemos darnos cuenta de la novedad de Su misericordia, necesaria para no dejar nada atrás, para no ser aplastados bajo el peso de nuestro mal, para no tener que censurar nada. Y entonces nos llenamos de asombro ante Él: «Pero, ¿cómo? Con todo lo que he hecho y sigo haciendo, ¿tienes todavía piedad de mí, de nosotros, Cristo?». ¡Qué conmoción!


¿Cómo llega a nosotros Su misericordia? Giussani nos lo muestra de una forma conmovedora, identificándose de nuevo con la figura de María Magdalena: «De repente el sentido de la vida se embota; y el círculo se cierra, fríamente, en torno a nosotros: egoísmo… Ya no se busca a la persona, la única por la cual el alma se rompe y se abre, se dona. Se sacrifica… La Magdalena rompió el vaso de alabastro: “desperdició” el perfume, lo donó. Todo don es pérdida. Amar verdaderamente a una persona parece como un desperdicio de nosotros mismos, de energías, de tiempo, de cálculo, de cuentas, de gustos. Los demás, ante el gesto de la Magdalena, menearon la cabeza: “¡Loca! ¡Sin criterio! ¡Sin interés!”. Pero en aquella sala solo ella “vivía”, porque solo se vive si se ama […]. Ese abrirse a otros, a los demás, a todos los demás, a través de la cáscara rota del propio yo; normalmente hay un rostro que tiene la función de romper la corteza de nuestro egoísmo, de mantener abierta esta maravillosa herida, un rostro que es el que suscita y estimula nuestro amor; nuestro espíritu siente florecer su generosidad al contacto con él, y a través de ese rostro se dona, en oleadas, a los demás, a todos los demás, al universo».
Para abrir una grieta en la corteza de María, Dios no usa la violencia. Es un rostro lo que suscita y estimula su amor. Lo único adecuado para desafiar la libertad de aquella mujer es una mirada. Ese rostro, esa mirada llena de misericordia, es el culmen del testimonio de Dios, es su ternura por nosotros. Cristo responde a nuestra necesidad ilimitada plegándose a pasar a través de la libertad. A nosotros nos corresponde acoger su misericordia incondicional, que puede llegar a través de la persona que uno menos se esperaría.


Si Él no tomara la iniciativa con nosotros una y otra vez, no existiría la posibilidad de un camino. En una relación no existe camino sin la misericordia. Lo sabemos muy bien: ninguna relación tendría posibilidad de durar sin perdonar y sin ser perdonados. Y si cada uno de nosotros no se deja abrazar de nuevo, si no se deja perdonar de nuevo, no seremos capaces de abrazarnos y de perdonarnos solos. En esto el Misterio se nos revela como misericordia, como dice don Giussani: «El punto en el que se nos revela el Misterio como misericordia es un Hombre nacido de mujer, que rompe todas las imágenes y los esquemas limitados que podemos formarnos con nuestra imaginación» (L. Giussani, Crear huellas en la historia del mundo, p. 174). Lo que puede hacernos vivir no es un discurso sobre la misericordia, sino la relación con una Presencia, y por ello uno se abandona en los brazos de Otro; es un abandono.


La misericordia aparece históricamente como lo contrario de la revolución. De hecho, es una presencia totalmente positiva en la vida del mundo: «La capacidad de misericordia se expresa en la sensibilidad que se tiene hacia el bien, en la certeza de que el bien vence con la fuerza de Cristo: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”, “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”» (L. Giussani, Crear huellas, p. 147).

De este modo se realiza la verdadera revolución, la única que no necesita más poder para llevarse a cabo que la «certeza de que el bien vence con la fuerza de Cristo»; se trata de una experiencia imposible para el hombre, pero que se convierte en experiencia real a través de la misericordia: es el perdón. «Perdonar quiere decir abrazar como propia, como parte de uno mismo, la diferencia del otro. La misericordia quiere decir esto: quiere decir la actitud de adhesión, de abrazo, ¡como la de la madre hacia el niño!… Se mira a la otra persona hasta llegar a su corazón, a su verdad, a su relación con Dios, es decir, con Cristo, porque ha sido llamada por Cristo al igual que yo, y entonces uno la abraza, la acepta como parte de su camino –cualquiera que sea la diferencia que existe, forma parte de mí–.… ¿Cuál es el pretexto que tenemos normalmente para no estimar al otro, y por tanto para no amarlo?».


Por eso nos conviene seguir al Papa, que no se cansa de reclamarnos a la posición justa frente al mundo, que tiene una necesidad ilimitada de encontrar a Aquel que está entre nosotros: «A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El Señor no es una idea, sino una persona viva».


La homilía del Cardenal Scola
CÓMO REAVIVAR EL DON RECIBIDO

«Auméntanos la fe» (Lc 17,5). Así responden los apóstoles a la invitación amorosa a perdonar siempre que el Señor les dirige (cf. Lc 17,1-4). La misericordia, en efecto, en palabras de don Giussani, «es algo de otro mundo en este mundo», por eso implica que nuestra fe crezca.
A semejante conciencia del misterio de la divina misericordia, que el Papa Francisco, en la estela de Benedicto XVI y san Juan Pablo II, nos reclama constantemente, los que quieren seguir el carisma del querido siervo de Dios don Luigi Giussani tienen que convertirse incesantemente. Y tanto más cuanto más se diera una situación de incomprensión recíproca, cosa que, por otra parte, se da con cierta normalidad en las vicisitudes humanas. Las palabras del apóstol Pablo a Timoteo –«Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti […]. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2Tim 1,6.14)– describen el contenido de la responsabilidad de cada uno de los miembros del Movimiento. No asumir la misericordia como imprescindible para la persona en comunión auténtica y, por lo tanto, como criterio de actuación práctica, llevaría inevitablemente a una decadencia en el seguimiento del carisma recibido.
A priori, en efecto, la misericordia permite salvar cualquier diversidad, sensibilidad y convicción en el marco de la unidad. Por ello siempre, en cualquier realidad eclesial auténtica, la misericordia es la brújula tanto de quien guía como de quien sigue. (…)

Pero ¿cómo reavivar y custodiar el don recibido? El mismo Apóstol nos indica la vía suprema: «Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor» (2Tim 1,8). Y el testimonio empieza con quienes tenemos más cerca, comienza dentro de cada realidad eclesial.
El nombre del cristiano es “testigo”. Describe su experiencia de conocimiento de la realidad y de comunicación de la verdad. (…) Se convierte en testigo aquel que ha tenido la gracia de ser alcanzado por la Verdad personal y viviente que es Jesucristo: «No somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee» (Benedicto XVI, Audiencia general del 14 de noviembre de 2012). Por tanto, reavivar y custodiar el don recibido es dejarse poseer por la Verdad que es Jesús, de la misma forma en que la hemos recibido, sin defensas, sin pretensiones, sin pensar haber llegado ya.
No hay nada de la experiencia humana que no quede iluminado por la presencia misericordiosa de Jesús. Los afectos, el trabajo, el descanso… Las dimensiones de la existencia humana se convierten así en ámbitos de encuentro con todos, en lugares en los que nuestros hermanos los hombres pueden reconocer la conveniencia humana de la fe. Solo en cuanto morada de los testigos, la Iglesia se presenta como el mundo transfigurado (Ecclesia forma mundi). Es en la Iglesia, y en todas sus formas de realizarse, donde desde hace dos mil años hombres y mujeres de todas las etnias, culturas y estamentos sociales siguen reconociendo la belleza de Jesús, el Rostro de la misericordia.
(el texto integral en revistahuellas.org)