IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.6, Junio 2016

FAMILIA

«Lo que se nos promete es siempre más»

Anna Leonardi

Los problemas, las historias personales, el miedo a fracasar, en un contexto en el que casarse ya parece una locura. Pero cuando pasa que «te encuentras con personas felices»… Así diez parejas de Carrara (y otras con ellos) han descubierto la belleza del matrimonio

Es domingo y en el bar Bokowski de Carrara todo el mundo sabe que Nicola se casa. Los parroquianos del local se acuerdan de él desde que con diecisiete años corría en su moto por la carretera que enlaza la llanura con el mar. Era un chico lleno de inquietudes, que sufría a causa de la separación de sus padres. Es normal hoy preguntarse cómo ha madurado hasta el punto de “dar el gran paso” a sus veinticuatro años.
No se celebran muchas bodas en Carrara, ni civiles ni religiosas. Aquí, como en muchísimos otros lugares, las parejas viven en un eterno noviazgo o van a vivir bajo el mismo techo a modo de experimento. Quizás por esto, cuando Giulia, la novia, llega a la iglesia del Niño Jesús, es una fiesta para todo el barrio. Hay quien se asoma al balcón de su casa para verla llegar, quien baja a la calle en pantuflas y quien, al pasar por allí casualmente, se para para ver el espectáculo.

El fuego de Carlo. Giulia y Nicola son dos chicos de la Casa Roja. En ese edificio de ladrillos rojos, adyacente a la parroquia, se conocieron, se enamoraron y se hicieron novios. Al igual que otras seis parejas que se han casado en los últimos dos años y otras cuatro que lo harán en los próximos meses. Desde octubre, cuando se celebró en Roma el Sínodo para la familia, nos apremiaba contar cómo puede renacer el deseo del “para siempre” en un momento en que todo conjura en dirección contraria. Queremos ver cómo es posible vivir esa belleza del matrimonio de la que el Papa Francisco habla en la Amoris laetitia.
La Casa Roja fue un regalo del padre Augusto. Hace quince años la entregó en estado ruinoso a Carlo Santarini, médico anestesista, en torno al cual gravitaban muchos chicos de la parroquia donde él les educaba y daba catequesis. «Empezamos por restructurarla como podíamos, con nuestras propias manos. Los chicos empezaron a pasar allí sus ratos libres y a invitar a sus amigos», cuenta Carlo, que hoy tiene 61 años. «Al salir del colegio se venían aquí a jugar, luego hacían los deberes y muchas veces se quedaban a cenar. En verano se apuntaban a los campamentos en la montaña». Más que algo precisamente estructurado, es la vida la que pulsa con ardor en esta casa. «Llegaban aquí cada uno con su drama. Los padres que se pelean, las dificultades económicas, él que suspende el curso, ella o él que le dice que “no”. Querían comprender todo lo que les pasaba. Había un fuego que no se apagaba nunca», explica Carlo. Sosegado, humilde, prudente, no entrega a los chicos respuestas ya preparadas. Simplemente comparte con ellos su experiencia: «Se pegaron a mí porque veían que ardía también en mí este fuego y no me asustaba. Buscamos ayuda en una regla muy simple: la oración comunitaria, el encuentro semanal y el fondo común. Lo demás vino por sí solo».
Hoy en día Carlo sigue siendo el punto incandescente de este lugar. Siempre llega a la Casa una nueva ola de chicos que luego, junto con Francesca, su mujer, acompañan en su vida y, cuando llega el momento, en su camino hacia el altar. «Para ninguno de ellos ha sido un paso obvio ni descontado. Todo lo contrario. Los hemos visto madurar, hacerse adultos, ir a trabajar, profundizar en la fe, abrazar la experiencia de CL, pero en cuanto al matrimonio seguían bloqueados. Llevaban años juntos, pero ninguno se veía capaz de levantar el vuelo», comenta Francesca. Para Carlo era una fuente de preocupación. Sabía que no era la indolencia lo que les frenaba, sino el miedo. «Muchos de ellos han crecido en familias destruidas y han mamado la amargura de sus padres, en un clima de cinismo general. Casarse para ellos ya no era algo natural». Carlo intuye que los chicos no pueden levantar cabeza sin ver con sus propios ojos esa alegría de la que habla el Papa en su Exhortación apostólica.
Así empiezan una serie de viajes y de invitaciones para conocer a otras familias. No para buscar un modelo de familia perfecto (que no existe), sino «para comprender de qué manera la belleza que habíamos conocido siendo adolescentes podía crecer hasta pronunciar ante el otro ese “sí quiero” definitivo. Era una apuesta y me decía: “Vamos a ver si es verdad que se puede vivir intensamente en una familia”, porque para mí esto había sido siempre algo muy poco entusiasmante», confiesa Marco, 31 años, casado con Bea, de 28.
«Conocer a personas felices es algo irresistible. Te contagia. Durante un año, Marco y yo fuimos a verles en cuanto podíamos. Cubríamos 300 kilómetros para ir a Milán o a Bérgamo a cenar con ellos. O simplemente para aprender qué significa compartir la vida», recuerda Bea que, en aquel momento, sufría porque Marco se volcaba en el trabajo y los fines de semana estaban todos ocupados por los encuentros del movimiento. «Estaba enfadada. Durante años él había sido el centro de mi vida y ahora sentía que mis días estaban vacíos, no tenía nada mío que aportar».
Franco, casado con Grazia desde hace más de treinta años, le brindó la respuesta: «Cuando mi mujer, Grazia, se va a la peluquería, yo no voy también para compartir mi tiempo con ella. Compartir significa que, cuando ella vuelve, yo me doy cuenta de que está más guapa, más femenina. Y que yo puedo amarla aún más». Para Bea supone una liberación, comprende que el matrimonio es un camino para recobrar toda la estatura para la que estamos hechos. «Cuando descubrimos que el matrimonio es un vínculo que nos abre, entonces nos entraron ganas de correr. Pocos meses después, nos casamos», recuerda Marco.
Es una compañía que les sostiene incluso cuando llegan las pruebas. Al poco de estar casados, Bea sufre un aborto espontáneo. Esa mañana Marco no fue a trabajar, se quedó con ella. «Me pasé el día llorando, yendo y viniendo del cuarto de baño», cuenta ella. Él la sigue con la mirada y de vez en cuando le guiña el ojo. Luego, de golpe, le pregunta: «Bea, ¿dónde está nuestro hijo ahora?». «Ya no está…», dice ella llorando. Marco no duda en decirle: «No. Jesús nunca nos ha traicionado. Piensa en toda nuestra historia. Así que Él sabrá cómo mostrarnos su fidelidad». Cuando nació Ana, hace un año, la recibieron como un puro don.

Una extrema libertad. También Federica y Mateo tienen una niña de 18 meses. Y también su matrimonio, con el que nadie contaba, hunde sus raíces en la Casa Roja. «Llegué cuando tenía 15 años. Acababa de dejar el colegio y para mis padres era un fracasado», recuerda Mateo, 30 años. «Conocí a Carlo. Era un hombre que me miraba con una extrema libertad, no tenía que demostrarle nada. Porque era un hombre feliz. No tenía hijos, pero era la persona más feliz que había conocido en mi vida». Más o menos en ese mismo período, Federica llega a la Casa Roja. Tiene 17 años, también sus padres están separados y ella ha crecido en la iglesia valdense. «Iba a misa y luego al culto con mi padre. Carlo nunca me pidió que cambiara de iglesia. Incluso estuvo en mi Confirmación». Con 19 años, el cambio. Decide convertirse a la iglesia católica porque el cristianismo «no es solo un hecho del pasado, objeto de estudio, sino lo que yo estaba viviendo aquí, en la Casa Roja».
Francesca y Carlo son fundamentales también para su decisión de casarse: «les mirábamos y era imposible no desear que también nuestra relación fuera para siempre, pero teníamos cierta incertidumbre», explica Mateo. Sobre todo Federica que, a causa de la separación de sus padres, tenía siempre puesto el freno de mano cuando salía este tema. Francesca y Carlo les invitan a cenar. No proponen ninguna teoría, hablan de casas donde ir a vivir. Luego, antes de irse, Mateo le pregunta a Francesca: «¿Qué te parece? ¿Es la mujer de mi vida?». Y ella: «Te conozco desde hace muchos años y nunca te he visto hablar así de una mujer. Todo lo mejor de ti vibra cuando dices que estás dispuesto a acogerla para siempre. Y esto es porque ves en ella a Aquel que te la está dando». Es lo que basta para decidir.

Peleas y perdón. Sibille y Andrea se casaron en mayo de 2014, tras un tira y afloja algo turbulento. Ella nunca se había imaginado de blanco y además «me peleaba mucho con Andrea». Lo que rompe la incertidumbre es ver cómo se van casando las parejas de sus amigos. «Empecé a desear esa vida nueva que veía nacer en ellos. En cada boda se lo pedía al Señor también para nosotros dos», cuenta Sibille, que se está licenciando en Medicina.
Un día se confía con Carlo, le habla de sus resistencias. Él la pone entre la espada y la pared: «Pero tú, ¿estás dispuesta a quererle también si él no cambia?». «En ese momento entendí que todavía no le quería del todo. Si quería casarme con él, debía aprender a perdonar». Hoy Sibille y Andrea acompañan a los novios de la parroquia durante su curso de preparación al matrimonio: «No pretendemos enseñar nada a nadie, también porque nuestra especialidad es “gestión de peleas matrimoniales”. Pero queremos ser los testigos de Otro. Y de otros. Solos es muy difícil vivir con alegría el camino matrimonial».
Claudia y Manu llevan de novios cinco años. Si les preguntas si tienen intención de casarse, ella responde: «La próxima primavera», y él: «A lo mejor». Son el día y la noche incluso en el aspecto: él con unas rastas considerables, ella como una Barbie perfecta con el pelo largo y rubio. «Estos cinco años nos han valido para entender para qué merece la pena casarse. Es una falacia pensar que el objetivo sea colmar nuestra diversidad», dice ella, en breve médico de familia. Lo han entendido mirando a Francesca y Carlo. «Ellos también discuten. A veces se podría seguir hasta el infinito, pero hay un momento, cuando dejas entrar otra medida, en que te paras. Y no por respetar las formas, sino porque quieres dejar un espacio al otro para que te vuelva a sorprender». Incluso si fuera la centésima vez, estás ya disponible para la ciento y una. Exactamente como nos exhorta el Papa al final de la Amoris laetitiae: «Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más».