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Huellas N.6, Junio 2016

PRIMER PLANO

¿Volvemos a empezar?

Luca Fiore

La política no aguanta más y pide una ayuda al Papa. El politólogo alemán LUDGER KÜHNHARDT analiza el estado de la Unión, los obstáculos y las oportunidades, para entender cómo seguir la vía de Francisco

Europa es una señora que aparenta muchos más años de los que tiene. El Papa Francisco la ha definido como una «anciana». Podrá ser más o menos simpática, pero lo cierto es que ya es incapaz de generar. La Unión Europa vive además desde hace años en un estado de crisis permanente con una sensación de agotamiento físico y mental. Físico porque ha ganado peso, con la ampliación a los países del este, por lo cual cada movimiento suyo se hace más lento y fatigoso. Mental porque no sabe muy bien quién es ni cuál es su papel en el mundo. Eso sí, sabe que las cosas no funcionan, pero no tiene idea de quién puede ayudarla a salir adelante.
También por esto resulta sorprendente ver a los líderes europeos acercarse a Roma para rendir homenaje al Papa Francisco y conferirle el Premio Carlomagno por «sus esfuerzos para promover los valores de paz, tolerancia, compasión y solidaridad». Archivadas ya las polémicas acerca del olvido de las raíces cristianas, ahora Jean-Claude Juncker, Martin Schulz y Donald Tusk, las más altas autoridades de la UE, han ido casi a pedir la palabra de un Papa.
La situación es cada vez más grave: la incapacidad de un acuerdo sobre la crisis de los refugiados, los sudores fríos por la suerte de las finanzas griegas, el nerviosismo en el este por el despertar del oso ruso, y este mes la madre de todas las batallas europeístas, la batalla contra el Brexit, la salida de Gran Bretaña de la Unión, que se decide con el referéndum de este 23 de junio.
El de Francisco fue casi un discurso programático (en www.revistahuellas.org). El discurso de un líder, capaz de ofrecer «un punto de vista positivo» sobre la Europa actual, como sugiere en esta entrevista el profesor Ludger Kühnhardt, director del Centro de Estudios para la Integración Europea en la Universidad de Bonn.

En su opinión, ¿por qué Europa ha decidido premiar al Papa? Hace unos años habría sido impensable.
La idea de entregar este premio al Papa expresaba el deseo de escuchar cómo percibe él la situación en la que nos encontramos. Queríamos entender su punto de vista, la interpretación que aporta un punto de observación externo. Sin duda, la Iglesia sigue formando parte de Europa a pesar de la profunda secularización de nuestra sociedad. Pero la voz de la Iglesia mantiene un punto de vista global, especialmente con este Papa argentino. Se pretendía mostrar la importancia de un punto de vista positivo sobre el proceso de integración europea. La Unión Europea está en crisis por razones internas, que están ligadas a la incapacidad para pensar en el proyecto común como una idea positiva. Por eso el análisis del Papa Francisco puede ser útil para refundar la idea de la Unión.

Francisco atribuye a los fundadores de la Unión Europea el mérito de atreverse a buscar «soluciones multilaterales a problemas comunes». Eso se ha hecho hoy muy complicado, sobre todo con problemas tan urgentes y dramáticos como el de los refugiados. ¿Cuál es la raíz de esta dificultad? ¿Existe alguna vía de salida?
Las dificultades tienen su raíz en un grave problema de identidad dentro de los países miembros. Es una cuestión cultural en el corazón de la vida política. El proceso de integración europea, que es un proyecto político, nace como respuesta a un problema antiguo de carácter cultural: el nacionalismo. Esa fue la causa de las dos guerras mundiales. La idea de la Unión Europea se fundamenta en el deseo de encontrar una nueva condición, que generase un orden distinto para la vida política en Europa. Hoy constatamos el retorno de ese problema cultural: una cuestión de identidad que se expresa en populismos tanto de derechas como de izquierdas. Estos populismos de carácter nacional no hacen más que frenar el deseo de los gobiernos de encontrar soluciones comunes, que tal vez obligarían a poner el interés nacional en un segundo plano.

¿Cómo valora lo hecho hasta ahora para afrontar la emergencia de los refugiados?
Hemos demostrado una gran debilidad en este punto. Durante veinte años, Europa no ha reflexionado sobre el nudo de la inmigración legal. No hemos sido capaces de debatir juntos para entender la presión mundial, que es consecuencia de una globalización incompleta.

¿En qué sentido?
Estamos ante un cambio total en los procesos sociales a nivel mundial. Dentro de la Unión Europea, los discursos han seguido siendo provincianos, incapaces de dar un respiro continental. No hay que sorprenderse de que a todos nos haya pillado desprevenidos la actual oleada de emigrantes. Italia, España, Malta empezaron a pedir ayuda hace ya cinco o seis años, pero nadie les escuchó. Ahora la reacción vuelve a responder a lógicas nacionales. Los gobiernos están obligados a medirse con la presión del populismo interno y eso es un desastre para los que creen en el desarrollo de una política común.

El Papa pide promover «una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las cosas». Solidaridad no en el sentido de dar limosna, sino como generación de oportunidades. Es un juicio que exige a los líderes europeos grandes responsabilidades. ¿Esta Europa puede ser capaz de avanzar en esta dirección?
Europa debe inventar un Plan Marshall para África y Oriente Medio. Después de la Segunda Guerra Mundial, los americanos estaban motivados por un enlighted self interest, un interés propio. No se trataba de limosnas a los pobres europeos. A EEUU le convenía que nuestro continente volviera a levantar cabeza, que se convirtiera en un socio fuerte. Esto también es necesario que suceda con África y Oriente Medio. No sé si Europa está preparada para una combinación de ayuda al desarrollo público, inversiones privadas, transferencias de tecnología, creación de puestos de trabajo. Pero esta es la única perspectiva posible para contener la presión migratoria.

Pero mientras tanto se libra esta guerra interna en el mundo árabe, en Siria e Iraq.
Hay que organizar fronteras comunes realmente protegidas para toda la Unión Europea, porque la seguridad dentro de Europa es la principal condición previa para el diálogo con ese mundo que está viviendo un conflicto interno. Además, como ha dicho el rey Abdalá de Jordania, es una guerra interna del mundo islámico. Eso es algo que nosotros, europeos, necesitamos comprender porque hemos pasado demasiado tiempo pensando que vivíamos en un periodo de paz interminable. Nos hemos olvidado del establecimiento de fronteras y ahora las consecuencias del conflicto nos encuentran desprevenidos.

¿Qué significa para la Europa del Brexit, de los muros en el Brennero, de las nuevas bases de la OTAN en los países bálticos, volver a ser capaz de «construir puentes y derribar muros»?
Puentes y muros. Para mí, que soy alemán, son imágenes problemáticas siempre… Creo que hay que abordar la cuestión más en profundidad. La globalización no es una realidad universal. Nosotros, como católicos, tendemos a pensar con un horizonte universal, pero la globalización es un proceso incompleto. Con muchos aspectos positivos que son evidentes: se puede viajar, comprar y trabajar en todo el mundo, exportar a cualquier continente. Pero la globalización también genera conflictos. En este sentido es “incompleta”. Conflictos sobre las normas, sobre los estilos de vida, sobre el modo de organizar los sistemas políticos, sobre los intereses y deseos. En esta situación, creo que necesitamos repensar una forma contemporánea de frontera. No hablo de “muros”, sino de “fronteras” en el sentido de límite. Los padres necesitan definir límites para que sus hijos entiendan las reglas comunes. Creo que sucede lo mismo a nivel mundial. No existe una estructura universal de normas, de ideas, de deseos, de potenciales de bienestar. La distribución de todo esto se da de forma asimétrica. Lo digo pensando precisamente en el voto del Brexit o en la polémica sobre el muro del Brennero. Hay que repensar la naturaleza de la globalización incompleta.

Respecto a la estructura de la Unión Europea, ¿es que las reglas no funcionan o falta la voluntad de hacerlas funcionar? Aquí la ampliación a los países del este ha sido uno de los motivos de la crisis actual. ¿Cuál es la vía de salida?
No hay alternativa a las reglas comunes. Europa solo funciona como expresión de las reglas legales y políticas creadas gracias a la voluntad y a la libertad de todos, y que todos han decidido aceptar. No hay manera de que funcione la Unión Europea más que aplicándolas.

Pero parece que hemos extraviado lo que nos llevó a darnos esas reglas comunes. ¿Sigue existiendo esta voluntad de unión?
Hace falta relanzar el discurso sobre el contenido, sobre la idea misma de Europa. ¿Qué queremos hacer juntos? La élite política solo discute normalmente sobre cómo encontrar soluciones a problemas circunscritos a las emergencias. Pero hace falta un discurso más radical sobre el objetivo de estar juntos. Debemos entender más a fondo por qué queremos vivir juntos en la Unión Europea. Hay un gran déficit de debate. Espero que estas palabras del Papa ayuden a reabrir este debate, que para Europa es vital.

Aparte de los titulares en los periódicos a la mañana siguiente, ¿ve que algo se mueva? ¿O la vida continúa como si nada?
Es difícil decirlo ahora, hace falta más tiempo. Se trata de un proceso. La vida cotidiana de la política y la reflexión sobre la naturaleza de los fenómenos viajan a velocidades distintas. Yo noto que muchos protagonistas de la escena europea sienten cada vez con más urgencia la necesidad de discutir sobre estos temas fundamentales. Se dan cuenta de que hay que hacer todo lo posible para salir del coma político.

¿El liderazgo europeo está a la altura de semejante desafío?
Es el único que tenemos. A menos que se ceda a los populismos que ofrecen soluciones simples a problemas complejos. Pero es importante que los líderes se den cuenta de la gravedad de la situación.

¿Usted cree en un nuevo inicio?
Sí. No hay otra alternativa para Europa.


EL JURISTA

Santidad, si me permite respondo así…

Tres largos procesos que nacieron en la posguerra. Y una «comunidad de destino» que ha entrado en crisis. Un gran jurista (europeo de adopción) explica por qué

Joseph H.H. Weiler*

Santidad, quisiera intentar responder, humildemente, a su pregunta, tan sencilla, tan directa, tan “de Francisco”: Europa, ¿qué te ha pasado?
Pero antes de responder, me gustaría subrayar la importancia simbólica no solo del hecho de que se le haya conferido a usted el Premio Carlomagno, sino que “toda Europa” haya venido a celebrar esta ocasión. Han pasado pocos años desde el debate, casi absurdo, en el que la propuesta de incluir en la Constitución europea una referencia a las raíces cristianas, junto a las ya incluidas a la tradición greco-ilustrada –propuesta que me parecía natural y constitucionalmente más que legítima–, fue rechazada. Está claro, sin embargo, que el alma europea, su sensibilidad por los valores, está tan arraigada en Atenas como en Jerusalén, y veo en el Premio de este año no solo una manifestación de respeto y amor por Su personalidad, sino también un reconocimiento, un poco tardío, por este hecho.
Ambos pertenecemos a tradiciones antiquísimas. La suya, cristiana, con una antigüedad de dos mil años; la mía, hebrea, de casi cinco mil. Estamos acostumbrados a buscar explicaciones a la condición humana en procesos largos. De modo que la respuesta que quisiera ofrecer a su pregunta se encuentra en tres procesos que comenzaron como reacción a la Segunda Guerra Mundial y que han madurado en los últimos años.

Primero. Por razones totalmente comprensibles, la propia palabra “patriotismo” se convirtió después de la guerra casi en una palabrota. El abuso del vocablo y del concepto por parte de los regímenes fascistas (y no solo ellos) lo acabó “quemando” en nuestra conciencia colectiva. Y en muchos aspectos es bueno que así sea. Pero pagamos también un alto precio por el exilio de esta palabra –y del sentimiento que indica– en nuestro vocabulario psico-político. Porque el patriotismo también tiene una versión noble: una disciplina de amor, el deber de custodiar la patria y su pueblo, de aceptar nuestra responsabilidad cívica con la colectividad. De hecho, el verdadero patriotismo es lo contrario del fascismo, que dice: «Nosotros no pertenecemos al Estado, el Estado nos pertenece a nosotros». Este tipo de patriotismo es parte integral de la versión republicana de la democracia.
Ahora, la cuestión es que nosotros nos llamamos “República italiana” o “francesa”, pero nuestras democracias ya no son nada republicanas. Está el Estado, está el Gobierno y estamos nosotros.
Somos como accionistas de una empresa. Si la dirección de la sociedad llamada “República” no produce dividendos políticos y materiales, cambiamos de mánager con nuestro voto en una asamblea de accionistas que se llama “elecciones”. Para cualquier cosa que no funcione en nuestra sociedad, acudimos a los dirigentes, igual que hacemos cuando, por ejemplo, nuestra conexión de internet no funciona: «Hemos pagado (los impuestos), y mira qué pésimo servicio nos dan…». El Estado siempre es responsable. Nosotros nunca. Es una democracia clientelar que no solo nos desresponsabiliza de nuestra sociedad, de nuestra patria, sino que nos desresponsabiliza de nuestra propia condición humana.

El segundo proceso que permite explicar qué le está pasando a Europa nace de nuevo como reacción a la guerra, paradójicamente. Hemos aceptado, tanto a nivel nacional como internacional, una obligación seria e irreversible, incorporada en nuestras Constituciones: proteger los derechos fundamentales de los individuos también contra la tiranía potencial de la mayoría. Más en general, nuestro vocabulario político-jurídico se ha convertido en un discurso sobre derechos. Los derechos del ciudadano italiano se proyectan desde nuestros tribunales, y sobre todo desde el Constitucional. Pero también desde el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en Luxemburgo y –aún más– desde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Da que pensar.
Vayamos a lo que se ha hecho común en el discurso político actual, hablar y hablar cada vez más de “derechos”. Es enormemente importante. No quisiera vivir nunca en un país donde los derechos fundamentales no estén eficazmente tutelados, pero también aquí –como por el exilio del patriotismo– pagamos un precio elevado. De hecho, pagamos dos precios.
Ante todo, la noble cultura de los derechos pone en el centro al individuo, sí, pero poco a poco, casi sin darse cuenta, lo convierte en un individuo auto-centrado. Y el segundo efecto de esta “cultura de los derechos” –que es un eje común a todos los ciudadanos europeos– es un cierto achatamiento de la especificidad política y cultural, de la propia identidad nacional.
La noción de la dignidad humana –el hecho de haber sido creados a imagen de Dios– contiene, al mismo tiempo, dos aspectos. Por una parte, implica que todos somos iguales en nuestra dignidad humana fundamental: ricos y pobres, italianos y alemanes… Por otra parte, reconocer la dignidad humana significa aceptar que cada uno de nosotros es un universo entero, distinto y diferente de cualquier otra persona. Lo mismo vale para cada una de nuestras sociedades. Cuando este factor de diversidad queda reducido, nos rebelamos.

El tercer proceso que explica lo que le ha pasado a Europa es la secularización. Entendámonos: esta observación no es un reclamo evangélico. No juzgo a la persona según su fe o su falta de fe. Igual que para mí es imposible imaginar el mundo sin el Señor –sea santo y bendito–, conozco demasiadas personas religiosas odiosas y muchos ateos de gran catadura moral… Pero la importancia de la secularización consiste en el hecho de que una voz que en un tiempo fue universal, que ponía el acento en el deber y no solo en el derecho, en la responsabilidad personal frente a lo que sucede y no en el llamamiento instintivo a las instituciones estatales, casi ha desaparecido de la praxis social.
Este proceso también comenzó con la guerra mundial. Quién de nosotros, después de haber visto en Auschwitz las montañas de botas de los millones de niños asesinados, no se ha preguntado: Dios, ¿dónde estabas? Perdóneme, Santidad, si digo que no estoy seguro de que la Iglesia, desde la posguerra hasta el Concilio, no ha agravado en cierto modo esta crisis de fe…
Han hecho falta décadas para que estos tres procesos de maduración produjeran «agrazones» (Is 5,2). El impacto se ve por todas partes, pero es aún más gravoso en lo que respecta a la Unión Europea.
Independientemente de sus objetivos económicos, la Unión fue concebida como «comunidad de destino». Nuestro destino como europeos, determinados por nuestra historia –horrenda y noble–, por nuestra herencia de valores, por nuestra proximidad geográfica y cultural, requería una mutualidad, una responsabilidad y una solidaridad que iban más allá de las relaciones internacionales normales. No quisiera sermonear sobre la paz, pero simplemente observo que también esta paz, en Europa, es diferente: es una paz basada en el perdón y en la humanidad, no solo en intereses y garantías. Me atrevería a decir que la noción misma de «comunidad de destino» se parece un poco a un matrimonio.

¿Y ahora? La Unión es otra cosa totalmente distinta. Percibida como una amenaza a la identidad nacional, se ha convertido en una unión de conveniencias, de cálculos de ventajas y desventajas. De una solidaridad que existe en tiempos de prosperidad, cuando no es puesta a prueba, pero que desaparece en tiempos de necesidad. Una unión de derechos, pero nunca de deberes.
Santidad, yo soy italiano desde hace poco. Puede que por eso no tenga ningún problema en definirme como “patriota italiano” y en amar a este país que me ha adoptado. Y al ser italiano, forzosamente soy europeo. No pierdo la esperanza porque, lo queramos o no, estamos en una Europa «comunidad de destino». Cuál es ese destino, depende de nosotros. Pero para bien y para mal, no podemos no llamarnos europeos.
* Presidente del Instituto Universitario Europeo


EL FILÓSOFO

Una llamada a cada uno de nosotros

El alma de Europa. La tarea de la Iglesia y una mirada capaz de captar la necesidad más profunda. Por esto nos tocan a todos esas palabras

Costantino Esposito*

¿Qué significado tiene el hecho de que hoy sea el Papa el que pide a Europa que se «reencuentre» a sí misma, que redescubra su propia «alma»? Después de las discusiones y polémicas surgidas hace unos años por la falta de referencias a las «raíces cristianas» en la Constitución europea, Francisco elige otro camino. Un camino libre de prejuicios, cuando no arriesgado, en opinión de los que consideran esencial reiterar los principios o reafirmar los valores que nacen de la larga tradición cristiana europea. Francisco observa con agudo realismo que esa tradición es cada vez más minoritaria y que la mayoría de los europeos va perdiendo su rastro. Lo cual no se debe al relativismo y a la secularización que han corroído sus antiguos fundamentos (esto es más bien una consecuencia, no el origen de la crisis de Europa), sino a la pérdida de vitalidad de la historia cristiana. Una historia que solo puede continuar si cobra vida en el presente, si vuelve a suceder de nuevo hoy. Los valores cristianos pierden su brillo y atractivo cuando quitamos la mirada de la presencia contemporánea del Dios hecho hombre que viene a habitar entre nosotros. Y no al contrario.

De aquí nace pues el “riesgo” que asume Francisco: mirar la historia –como solo un cristiano podría hacer–, los desafíos del presente y un posible futuro para Europa, de tal manera que los europeos de hoy se sientan acogidos hasta el fondo, interceptados en la raíz más profunda, y a menudo oculta, de su crisis. En esto radica, en efecto, el revolucionario cambio de perspectiva de la Encarnación. Solo cuando uno se siente considerado y valorado por lo que es –o sea, por el hecho de existir– con una mirada que el mismo Francisco nos está enseñando a llamar de “misericordia”, solo entonces se comprende qué es lo que verdaderamente necesitamos para vivir. Tanto yo como los que viven a mi lado.
Más profunda que todos los obligados análisis, más amplia de miras que las estrategias inevitables, así resulta la mirada que define el espacio y ritma el tiempo de la Europa actual. En su hermoso discurso durante la entrega del Premio Carlomagno el pasado 6 de mayo, Francisco indicaba al menos dos puntos esenciales (de los que luego derivan todos los demás): el «alma» de Europa reside en haber sabido siempre volver a empezar, en haber sido un lugar y una historia de repetidos “inicios”. Pero Europa puede iniciar de nuevo, permanentemente, porque su “genio” más propio es el de estar en relación con el “otro distinto de sí”. «La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de los propios límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella dio testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible». Y solo fue posible porque los estados y naciones «no se unieron por imposición, sino por la libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse», tal como intuyeron sus padres fundadores en la posguerra.
Análogamente, hoy está llamada por su propia memoria histórica a vivir sus crisis (crisis migratoria, emergencia económica y laboral, crisis de las instituciones político-administrativas, reduccionismo cultural, explotación medioambiental, etc.) sin sucumbir al «cansancio» y la «resignación», sino «aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural».

El encuentro y el diálogo con el otro no son solo un gesto de compasión, sino una posibilidad para encontrar de nuevo nuestra identidad, para avivar lo mejor de nosotros mismos y así poderlo ofrecer como un talento para provecho del mundo. Desde esta perspectiva, la apertura al diferente –sea cual sea la connotación de esa diferencia, de los extranjeros e inmigrantes a los jóvenes sin trabajo y a los “descartados” de la economía del puro beneficio financiero– no solo no compromete la identidad y la historia de nuestras personas y naciones, sino que además es la única posibilidad de reconquistarla: «el rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por llevar impresas las características de diversas culturas y la belleza que supone vencer todo encerramiento».
Al final de su discurso, Francisco habló de un «nuevo humanismo europeo» como su «sueño», es decir, no como una propuesta programática sino como el deseo urgente, apremiante, de «un proceso constante de humanización» para Europa y los europeos. Precisamente en esto podemos ver en acto lo que está en el origen de su mirada. Y la contribución que, en su opinión, la Iglesia puede y debe ofrecer hoy al renacer de Europa: «el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas».

Ahora que las heridas de la humanidad europea queman más; ahora que estas heridas vibran en el corazón y la mente de los europeos, junto a las de aquellos que llegan a Europa buscando un futuro mínimamente digno para sí y para sus seres queridos, porque esto se les niega en su tierra de origen; ahora que el otro urge y provoca la identidad cansada de quien vivía tranquilo pensando solo en incrementar su propio beneficio, solo hay un modo para que de esas heridas pueda renacer una vida a la altura de la dignidad y creatividad humanas: que en ellas reconozcamos una llamada del Misterio a cada uno de nosotros. La disponibilidad a escuchar y a responder a esta auténtica “vocación” (que es además la vocación histórica propia de la humanidad y la cultura europeas) es la verdadera raíz de la responsabilidad personal y social, económica y política, que nos espera.
*Profesor de Historia de la filosofía en Bari