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Huellas N.5, Mayo 2016

VIAJE A ALEPO

El epicentro de la paz

Andrea Avveduto

La frágil tregua no ha puesto fin al drama de la ciudad. Los disparos siguen y faltan el agua y la electricidad. Pero en torno a la parroquia de los franciscanos se ha creado un clima distinto

Cuando el soldado del ejército sirio se acerca bruscamente y suelta dos frases enérgicas en árabe, no terminamos de entender. Pero el padre Simón, el fraile jordano que nos acompaña, lo entiende al vuelo y hace ademán de marcharse. «Estamos a tiro de francotirador, hay que alejarse».
Estamos en Alepo. Donde los palacios construidos durante siglos por un arte noble y antiguo ahora sirven de base a tiradores que controlan palmo a palmo la ciudad. La batalla por el control de la zona aún sigue abierta, el terreno se conquista palmo a palmo. A veces cuesta distinguir la línea que separa a los pro-gubernamentales de los rebeldes. Por doquier basura e inmundicia. Desde hace meses, la “capital del norte” es escenario del violento enfrentamiento final entre las fuerzas del régimen y los islamistas, en un momento crucial para esbozar el futuro de Siria. Conquistar Alepo es fundamental para adquirir peso político en las negociaciones. Bien lo sabe Assad, como también los saben el Isis y Al-Nusra, que rechazaron la tregua firmada el 26 de febrero y que se reparten dos tercios de la ciudad, no controlada por el gobierno.

Viacrucis. En la plaza que visitamos, se erigía antes la catedral maronita. Ahora, entre las ramas de las plantas trepadoras que la están rodeando, se vislumbran solo piedras y ventanas rotas. «Esta es una de las muchas iglesias destruidas», cuentan los hermanos que nos acompañan por este triste viacrucis. «Sobreviven cinco para los pocos miles de cristianos que quedan» (cerca de 30.000, según datos no oficiales). La que parece resistir más a las bombas de mortero es la iglesia de San Francisco, que cumple también la función de catedral latina. Con el paso de los años, esta imponente estructura dieciochesca se ha convertido en un punto de referencia para muchos cristianos, incluso de otras confesiones.
En el umbral de la basílica nos recibe el padre Ibrahim Alsabagh, el párroco, cuando llegamos después de un viaje que empezó en Damasco hace ocho horas. Agua y corriente eléctrica llegan con dificultad pocas horas al día, pero curiosamente se respira una cierta paz. Es una serenidad precaria, porque las explosiones nocturnas mantienen a todos con el alma en vilo. No se sabe lo que durará el alto el fuego, y la oscuridad nocturna que envuelve los palacios de arabescos crea un clima casi espectral. De noche Alepo se convierte en una ciudad fantasma, solo las estrellas iluminan las estrechas calles donde, hasta las primeras luces del alba, se suceden los ataques para ganar algún metro más de terreno.
Después de un invierno duro que ha matado de frío a varios niños, llega a la ciudad la primera brisa primaveral. Si bien es cierto que el frágil acuerdo de Ginebra aún no había puesto la palabra “fin” a la tragedia de los habitantes de Alepo, sus ojos hablaban por sí solos.
Pocos metros nos separan de la zona ocupada por los rebeldes. Los frailes de la Custodia de Tierra Santa nos acompañan entre estas calles del barrio de Azizieh para mostrarnos que –también entre los escombros– algo puede renacer. «Con el dinero recogido, hemos podido restaurar algunas casas para los que ya no tenían dónde vivir». Mientras pasamos de casa en casa para comprobar el estado de las obras, muchos nos dan las gracias por la ayuda recibida, sobre todo mediante la Asociación Pro Terra Sancta, la ONG al servicio de la Custodia.
Anton es un abogado que en su tiempo libre ayuda a la parroquia a repartir comida y agua. Perdió su casa, y su mujer, enferma, no puede moverse de la cama. Su despacho también está destruido. Entramos en el pequeño local donde todavía están trabajando. Nos recibe con una sonrisa. Quiere a toda costa ofrecernos un café para compartir lo poco que tiene. Su amigo el padre Samar, fraile y animador litúrgico de la parroquia, corrió a buscarle justo después de la explosión. Le oyó decir: «Gracias a Dios estoy vivo, el Señor me quiere, me ha salvado la vida».
A poca distancia de la casa de Anton vive Alexander. Trabajaba como cirujano. Se quedó viudo al poco de estallar la guerra y hace un año perdió también a un hijo, Issa, alcanzado por una bomba. Hoy dice: «Jesús es mi única esperanza». La iglesia parroquial, a la que antes solo iba los domingos, se ha convertido en su casa. «Los frailes han estado a mi lado como nadie. Cuando no tenía nada me dieron de comer, me acogieron. Gracias a ellos he experimentado la presencia y el amor del Señor. Y ya no quiero abandonarlo».

«Extraños cristianos».Los días de Pascua fueron un continuo ir y venir de gente abrazándose bajo el pórtico de la basílica y por las calles que la rodean. «Si estáis aquí en este momento, y en este lugar, entonces vuestra vida tiene un sentido, una tarea». El padre Firas Lutfi, franciscano de la Custodia, habla a todos los cristianos reunidos en la misa del Domingo de Pascua. Bien lo sabe Lina, joven focolar y madre de un chaval sordomudo. Antes de la guerra tomaba la lanzadera del Líbano a Siria para aprender el lenguaje de signos. Se lo enseñó a su hijo, que «hoy está estudiando con muy buenos resultados en la universidad», confiesa con orgullo. Algunos amigos la ayudaron para abrir un centro que hace unos años podía acoger a seis o siete niños. «Cuando el conflicto sirio mostró su rostro cruel, el único centro para sordomudos sostenido por el gobierno cerró, para habilitar allí una cárcel». En el arco de pocas semanas, 400 chicos se encontraron en la calle, sin posibilidad de estudiar o tener un futuro. «Me llevé conmigo a más de cuarenta, siete eran cristianos y todos los demás musulmanes. Vienen a estudiar aquí (el centro está cerca de la línea fronteriza con los territorios de los islamistas) todos los días, desde la mañana hasta la noche». Y un plato caliente, naturalmente, nunca falta. Lina nunca habla de Jesús a estos chicos, pero sucede que algunos padres musulmanes de vez en cuando van a “echar un vistazo” a las celebraciones religiosas de la parroquia franciscana, para ver quiénes son estos «extraños hombres cristianos». «A veces los vemos en la iglesia, atentos, casi absortos en oración. Se preguntan quiénes somos, por qué ayudamos a todos».

El don de Ángel. También hemos conocido a Simón y Rula, marido y mujer, él ingeniero y ella enfermera. La parroquia les está ayudando a reconstruir su vivienda. La felicidad se ve en su cara. Parroquianos comprometidos, nunca pensaron en dejar Siria, ni siquiera en los peores momentos. Hace menos de dos años, perdieron a sus dos hijos de tres y siete años. «Un golpe de mortero cayó en la terraza donde estaban jugando». Rula se quedó paralizada por el terror, durante días ni siquiera fue capaz de hablar. Solo durante el funeral pudo gritar su desesperación. El marido a duras penas podía contenerla, quería abrir los pequeños ataúdes para dar un último beso a sus niños. Nadie tuvo el valor de decirle que de los cuerpos de los pequeños solo se habían encontrado algunos fragmentos. «La mayor prueba de nuestra vida» duró varios meses. Luego sucedió «el milagro», la compañía y el apoyo cotidiano de los franciscanos. Y en su corazón se fue abriendo camino la fuerza necesaria para tratar de perdonar y para aceptar otro hijo. Un niño al que decidieron llamar Ángel. «Es el Ángel que nos ha enviado el Señor», dice mientras lo toma en brazos, «cuando ya pensábamos que lo habíamos perdido todo».