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Huellas N.5, Mayo 2016

REFUGIADOS

Más allá de la alambrada

Alessandra Stoppa

En estos meses los reflectores se han centrado en Idomeni y los emigrantes en Grecia. Pero, ¿qué está sucediendo al otro lado de la frontera? La sorpresa viene de la pequeña comunidad católica de MACEDONIA. En palabras del Papa y sin que el mundo lo vea, acontece «el don más grande»

En estos meses los reflectores se han centrado en Idomeni y los emigrantes en Grecia. Pero, ¿qué está sucediendo al otro lado de la frontera, en Macedonia? La sorpresa viene de la pequeña comunidad católica que, sin que el mundo lo vea, es el don precioso que brilla en medio de este drama, como ha señalado el Papa. La visita de Francisco a la isla de Lesbos está destinada a ser una de las imágenes que encierra todo un pontificado. Todo fue importante aquel día. Fue un gesto profético, escribían los periódicos, tanto por la sacudida a la conciencia de Europa y del mundo entero, como por el ecumenismo vivido con el Patriarca y el Arzobispo ortodoxos. Sin embargo, en todo lo que Francisco hizo y dijo en esas pocas horas hay algo que desborda toda explicación, algo nos interroga: la sed del otro que tiene Francisco: «He venido a estar con vosotros». «Hemos viajado hasta aquí para conocer vuestras historias». Para mirarlos a los ojos, tener sus manos en las suyas, escuchar sus voces. Luego a 12 sirios se los ha llevado a su casa, «eran los que tenían los papeles en regla», y confiando en Dios. Los largos silencios, las preguntas para entender los dibujos de los niños y «por favor, no los dobléis, quiero tenerlos en mi escritorio». A quienes le preguntaban por el día, contestó: «Me daban ganas de llorar». De la misma manera lloraban los refugiados arrodillados delante de él. Un joven se tiró a sus pies y repetía en lágrimas: «Thanks God! Thanks you!», pidiendo que le bendijera. El 16 de abril eran más de tres mil personas las que abarrotaban la isla: bloqueados desde hace semanas, como muchos otros en Grecia o en distintos puntos de los Balcanes a causa del cierre de las fronteras. «He venido aquí con mis hermanos, el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo Ieronymos, para deciros que no estáis solos», les dijo Francisco: «Sí, todavía queda mucho por hacer. Pero demos gracias a Dios porque nunca nos deja solos en nuestro sufrimiento». Y esto es verdad por la generosidad de los griegos –«Lo habéis comprobado con vosotros mismos y con el pueblo griego, que ha respondido generosamente a vuestras necesidades a pesar de sus propias dificultades»– y de todos los que, sin que el mundo lo sepa, ofrecen su ayuda y cercanía como ha hecho el Papa. De muchas maneras sucede lo que él ha llamado: «El mayor don que nos podemos ofrecer es el amor».

El dentista sirio. En Idomeni, la ciudad griega en el confín norte, el campo de refugiados está totalmente colapsado. Poco o nada se ha dicho de lo que sucede más allá de la alambrada. El padre Zoran Stojanov, sacerdote católico de rito bizantino, alude a «la pequeña Macedonia». No se trata de una simple nota de folclore. Este año ha visto su pequeño país, con tan solo dos millones de habitantes, cruzado por 800 mil refugiados; y ha visto también la respuesta de la todavía más pequeña comunidad católica (15.000 personas en total). Ante la inercia de la política, con todas sus consecuencias, los sacerdotes y su gente han sido los primeros en acoger y sufrir con los que emprenden la ruta de los Balcanes.
Hace justo un año, en este mismo período los vieron pasar por los caminos, andando por las autopistas o siguiendo las vías del tren, porque marcan la dirección correcta, la que sube hacia el norte, hacia Alemania y los demás países europeos.
«Abrimos nuestras parroquias», continúa el padre Zoran: «Pedimos a los fieles que fueran generosos con ellos. Recibieron la primera ayuda de mano de la comunidad cristiana, lo cual provocó más tarde la intervención del gobierno y de las ONG internacionales». Pero antes, solo el pequeño rebaño de la Iglesia, formado por personas que ya tienen muy poco para vivir, las Cáritas parroquiales, algunas comunidades, los movimientos y los religiosos, se hicieron cargo de la situación: «Empezamos a hacer lo que estaba en nuestras manos: recibir, escuchar, darles ropa y comida… Pero era muy difícil porque los refugiados estaban esparcidos por todo el territorio». Lo mismo hizo la gente de Gevgelija, una ciudad tranquila de 16.000 almas a tres kilómetros del confín con Grecia, donde «los católicos son tan solo 500», dice el párroco, padre Dimitar Tašev, coordinador local de todos los voluntarios que se han implicado.
Justo en Gevgelija se abrió el primer campo de acogida. «Esto nos facilitó, porque sabíamos dónde encontrarles», continúa el padre Zoran. Desde entonces, con la ayuda de las Cáritas de Macedonia e internacional, han asistido a las personas de este campo de acogida las 24 horas del día, todo gratis. «Nos han ayudado sobre todo personas entre 16 y 30 años». Se han repartido las tareas con las instituciones: «Nosotros nos ocupamos de la ropa y la comida; de todo lo demás se ocupan el gobierno y las ONGs: la salud, la electricidad, la educación de los niños». Hasta febrero, asistían a una oleada de 2.000 o 3.000 personas diarias, con puntas de 8.000 y 9.000. Llegaban desde la frontera en cualquier condición, también personas enfermas en silla de ruedas y gente que apenas podía andar.
Desde que se cerró la ruta balcánica, en el campo de Gevgelija solo se han quedado ellos y la Cruz Roja macedonia. Todas las demás organizaciones se han ido. A día de hoy siguen allí 200 refugiados (más o menos, depende de si alguien consigue entrar igualmente o, por el contrario, huir), otros 1.800 están parados en Kumanovo, el otro campo macedonio, en el norte, en el confín con Serbia. «Está mucho menos acondicionado que el campo de Gevgelija, pero la gente no quiere volver atrás» por miedo a que todo haya sido en vano y acaben en Turquía.
«Una Europa con el corazón endurecido», ha dicho el cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, frente a las barreras: «Esta pérdida de sensibilidad hacia el prójimo es una incapacidad de conmoverse, de padecer junto con estos hermanos. Es una pérdida de humanidad, una nueva forma de paganismo, como decía Ratzinger: el paganismo estaba marcado precisamente por la insensibilidad. Necesitamos una Europa que esté asentada en la sacralidad de la persona».
En la acogida de la pequeña comunidad macedonia todo gira en torno a la sacralidad de ojos, manos y voces de miles de desconocidos. En su momento, tuvieron reuniones para preparar a los voluntarios: «Lo más importante es aprender a estar atentos a todo, a cada palabra, a cada gesto. No debemos ofender en nada la dignidad de estas personas. Los que llegan son muy, muy sensibles». El padre Zoran habla con reverencia de los refugiados, y con familiaridad, aunque a la mayoría no los haya visto más que unas horas y no los volverá a ver. Está muy agradecido por ocuparse de ellos: «Cuando vuelvo a casa desde el campo de acogida, pienso que han hecho mucho más ellos por mí, que yo por ellos». Conoció a un dentista sirio que había llegado con su mujer y cuatro hijos. Hizo su especialidad en Italia, en Milán, y en Siria tenía un ambulatorio con otros tres médicos. «Lo tenía todo, pero una noche entraron en su casa cinco hombres armados, con el rostro cubierto, y le dijeron que tenían que irse». El padre Zoran piensa a menudo en este hombre: «Me confió que él jamás pensó en dejar su país y que, aunque se hubiera visto obligado, nunca habría querido venir a Europa, porque no se había encontrado a gusto. No tuvo la oportunidad de elegir». Un pensamiento le acompaña: «Estoy ayudando a personas que no “quieren” pedir ayuda. Están obligadas a hacerlo. Es totalmente distinto».

El saludo desde el tren. Hay una imagen que el padre Zoran tiene siempre ante sus ojos: en un contenedor del campo, pegados a los ordenadores y a los móviles, los voluntarios están tratando de localizar a dos chicos sirios. Su madre está sentada en una silla, en silencio, aturdida por el miedo porque no los encuentra. Se han perdido. Como a menudo pasa en este largo éxodo, las familias se rompen, en el mar o en las fronteras, en el caos que transforma el viaje en una trata de esclavos. Luego llega la noticia: los chicos están en Hungría, están bien. La mujer rompe a llorar, y se tira a los brazos de los voluntarios. «Los abrazó como si fueran sus hijos».
Los refugiados llegan de Siria, Afganistán, Iraq, Pakistán, Libia y Nigeria. «La gran mayoría es musulmana y no es siempre fácil entenderse. Hay quien no quiere abrir la boca o hay quien da respuestas que parecen ensayadas de antemano. No sabes de verdad quiénes son». Pero él los mira y ve en ellos a unos hermanos: «Para nosotros los macedonios es todavía más fácil», añade el padre Dimitar. Para muchos es como revivir lo que pasaron sus antepasados, bisabuelos, abuelos y padres, que fueron expulsados de su tierra durante las guerras de los Balcanes. Con todo esto en el corazón, los han vestido, les han ofrecido sopa y han visto nacer a sus hijos, han recogido sus lágrimas, luego los han acompañado al tren hacia Tabanovce, en el norte, a 1 km de Serbia. «Tú los ves salir y no volverás a verlos; y ellos con una gran sonrisa te dicen “¡Hasta luego!”. Es una alegría», continúa el padre Zoran.
«Cualquier asociación puede entregar ropa y comida», explica el padre Dimitar: «Nosotros deseamos conocerles, hablar con ellos. Cuando alguien se abre, recibe la ayuda que más necesita, recibe “otra” comida, el alimento espiritual». Está en el campo a diario y, cuando le llaman a las 3:00 de la mañana, salta de la cama y acude presto. Pasa horas al teléfono con los párrocos en Iraq y Siria, que hacen de traductores en tiempo real para los refugiados. «Es Dios el que ayuda. Nosotros somos meros instrumentos», dice. «Lo más doloroso es ver que existe una Europa contra otra Europa. Está disgustado de que en la televisión se diga que Macedonia cierra sus puertas a los refugiados («Alrededor se construyen barreras, y ¿qué hacemos? La gente no quiere quedarse aquí, no es su meta»). Además, comprueba que los medios visitan estos lugares solo para hablar de los fallos y de lo que no va, pero él mira al bien, a la respuesta de esta gente. En 2006 fue el primer párroco con destino fijo, después de 50 años: «Durante mucho tiempo la comunidad católica no ha podido tener a sus sacerdotes macedonios; ha sido un gran sufrimiento que abrió los corazones, los hizo más disponibles».
La furgoneta del padre Zoran está lista para partir. Tres veces por semana carga a los voluntarios de su parroquia y los lleva al campo. Desde su aldea, Radovo, el único lugar en toda Macedonia completamente católico (exactamente 1.385 fieles), hasta Gevgelija hay una hora. «Hemos sentido el deseo de responder a esta situación, la sentimos como nuestra. No sé explicarlo mejor». Luego añade: «He tratado simplemente de seguir al Papa; en estas personas está Cristo». Cuando ves sus sufrimientos, «olvidas todo lo demás», dice. O mejor, te acuerdas de todo. Es lo mismo. «Estoy de verdad agradecido por haberlos podido encontrar». Hombres y mujeres «obligados a dejarlo todo, su casa, su gente, su país», sigue repitiendo, y que sin embargo le decían: «Siempre nos queda Dios. Allí donde vayamos siempre estará Dios».