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Huellas N.2, Febrero 2016

BREVES

La Historia

Un secreto en el aula

«Los jóvenes no son vasos que hay que llenar sino fuegos que hay que encender». Juan se gira para ver quién ha pronunciado la máxima de Plutarco colgada en las escaleras de Portofranco, un centro de ayuda al estudio para alumnos de enseñanzas superiores. Es una madre que acude a una reunión con su hijo: «Esperemos que así sea también para mi hijo Andrés». «Desde luego, después de tantos fracasos…». «Este es mi último recurso, luego ya no sé qué hacer». Son los comentarios un tanto resignados de los demás padres.
Juan sonríe, cuántas veces ha oído esas frases y luego… Está a punto de empezar a explicar, cuando una madre, brasileña, lee en voz alta la frase que hay debajo de la foto que cuelga en la pared: «Después de setenta años, llegó la jubilación y creía que había terminado. ¡Qué tontería! Ahora tengo delante un equipo de investigadores. Los chicos esperan de mí mucho más que ciencia, química, bioquímica. Quieren saber el significado, el porqué de todo». Son palabras de Benedicto, que fue voluntario aquí durante diez años y murió el año pasado.

Mientras tanto van llegando los profesores, los universitarios, los demás voluntarios. «Francisco, ¿qué tal el examen?». «Asombroso, Juan. He sacado un sobresaliente». «María, ¿tus hijos bien?». «Toca selectividad…». «Este año vas a sentir lo que se siente estando al otro lado, como profesor». Uno de los padres que está en la reunión comenta: «¡Pero usted los conoce a todos!». Es cierto.
Empieza la explicación. Juan cuenta cómo nació este centro. Hace quince años, los primeros diez profesores y los quinientos voluntarios que actualmente ayudan a 1.800 estudiantes. «Muchos chicos llegan desilusionados, escépticos, frustrados por sus fracasos. Pero se recuperan porque se encuentran con personas apasionadas por la vida, por ellos, por la enseñanza».
Los padres parecen satisfechos. La voz del principio, la de acento brasileño, dice: «Para mí esto es un verdadero regalo. No pensaba que en Milán existiera un lugar así. Aviva el corazón, el nuestro y el de nuestros hijos». Algunos la miran un poco extrañados. Están allí por sus hijos, no por sí mismos.
«Bueno, ahora, si queréis seguirme, damos una vuelta por las aulas. Así podéis verlas personalmente». Durante la visita, más preguntas… Luego las despedidas. Los padres se marchan y Juan entra en su despacho.

Cuando sale, media hora después, la madre brasileña sigue allí. Parada en el pasillo, leyendo los carteles. Juan no la interrumpe. Tres horas más tarde, se dirige al aula de matemáticas y vuelve a encontrarla sentada en un banco.
Se acerca: «Buenas tardes, ¿todavía por aquí?». «Es un aula tan bonita. Y qué seriedad la de los voluntarios. Llevan un montón de tiempo ayudando a nuestros hijos, sin mirar el reloj. Controlan las tareas, pero sobre todo les miran a la cara. Hace un momento, para animar a un chaval, uno de ellos le ha puesto una mano en el hombro y le ha hablado con cariño; otro se ha puesto a hacer un dibujo para que se entendiera mejor lo que estaba explicando…». Pausa. «Esta aula desborda pasión. Es precioso lo que sucede aquí. Para mí sigue siendo un secreto por qué lo hacéis, pero es un verdadero regalo. Bueno, tengo que irme. Gracias».
Juan la mira mientras baja las escaleras, junto a esos voluntarios a los que había observado durante horas con sorpresa. «Un secreto», piensa: «Algo por descubrir. También para mí…».