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Huellas N.5, Mayo 2008

SOCIEDAD - El Papa en EEUU

Así mostró el Papa a EEUU el rostro de Cristo

a cargo de Davide Perillo

El corazón es la persona. La legalidad y la justicia. La libertad religiosa y el papel de la Iglesia. Al regreso de EEUU del Pontífice, hemos pedido al “ministro de exteriores” de la Santa Sede que esboce un balance de la visita. Él explica por qué en el sucesor de Pedro «se encarna el mensaje que lleva: Cristo es nuestra esperanza»

Al presentar el viaje a EEUU de Benedicto XVI en el número anterior, habíamos escrito: «Será una ocasión para hablar al mundo entero de vida, libertad y derechos negados. Pero sobre todo para afirmar una Presencia». Y no nos equivocamos. En esos seis días repletos de actos e intervenciones históricas –como la realizada ante la Asamblea General de las Naciones Unidas– y homilías esenciales, de encuentros conmovedores y baños de multitud en los estadios, el reclamo a “Cristo, nuestra esperanza”, ha sido mucho más que el título elegido para la visita. Con su presencia, el Papa «ha conseguido mostrar el verdadero rostro de Jesús», explica monseñor Dominique Mamberti. 56 años, nacido en Marruecos de padres franceses, antiguo nuncio apostólico en Sudán y Eritrea, Mamberti es desde septiembre de 2006 Secretario para las Relaciones con los Estados. En la práctica, el “ministro de asuntos exteriores” de la Santa Sede. Ha acompañado al Santo Padre en su viaje a EEUU. Y ha aceptado enseguida responder a las preguntas enviadas por Huellas, signo de una atención y de una disponibilidad por la que estamos agradecidos.

La impresión general –confirmada también por las reacciones de los medios de comunicación internacionales— es que el viaje ha sido verdaderamente una etapa fundamental del Pontificado. ¿Cuál es su valoración personal? ¿Es posible, desde su punto de vista, efectuar un balance?
El viaje, sin duda, ha sido un momento importante del pontificado de Benedicto XVI, coincidiendo, entre otras cosas, con el tercer aniversario de su elección. Los viajes internacionales del Santo Padre, a partir de Pablo VI y especialmente con Juan Pablo II, se han convertido en instrumentos eficaces y apropiados, en momentos de ejercicio del ministerio petrino, al servicio de la evangelización y de la comunión eclesial. Cada palabra del Papa, además, es misionera, en el sentido de que siempre ofrece testimonio a toda la humanidad del “inaudito” amor de Dios para los hombres (cfr. Deus Caritas est, n. 12). Un amor que se concreta en el rostro del Hijo hecho hombre y al que se responde buscando el encuentro personal con Jesucristo, un encuentro en el que cada hombre se comprende a sí mismo y cada realidad humana adquiere plenitud de sentido.
Desde el punto de vista de la vida de la Iglesia en los Estados Unidos, se puede decir verdaderamente que el viaje ha representado una etapa fundamental. Como han puesto de manifiesto muchos obispos americanos, ha sido un momento intenso de espiritualidad para toda esa Iglesia, yo diría de efusión del Espíritu Santo en el sentido más pleno. Benedicto XVI, con su presencia afable y con su mirada sonriente y serena, ha conseguido mostrar el rostro de Jesús y ha invitado a la Iglesia de Estados Unidos a reencontrar su verdadero rostro. Ha sido una inyección de identidad y de valor, que ha vuelto a dar a los católicos el arrojo de pertenecer a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana y ha renovado en ellos el compromiso de servir a sus conciudadanos y al mundo entero, especialmente a aquellos que no tiene voz o que están más abandonados.
Hay que subrayar, además, la relación que el Papa ha conseguido establecer con los medios de comunicación, y por medio de ellos, con el pueblo americano en general (protestantes, judíos y miembros de otras religiones). En una civilización que privilegia la comunicación a través de la imagen, el Santo Padre ha recibido una cobertura mediática sin precedentes, 24 horas al día, durante toda su permanencia en el país. Sus gestos y sus palabras han sido recogidos y llevados a todos los rincones de EEUU, y han contribuido decididamente a eliminar en el pueblo americano viejas desconfianzas y prejuicios hacia la Iglesia Católica, fruto de un particular planteamiento cultural histórico. Subrayo, en particular, los gestos y las palabras relativas al dolorosísimo problema del escándalo de los sacerdotes pedófilos, que tanto eco han encontrado en los corazones, aportando una contribución decisiva a la curación de las heridas abiertas y al inicio de una nueva época para la Iglesia en EEUU.
Todos han podido ver al sucesor de Pedro como punto de unión y de convergencia para todos los cristianos –centro de comunión, diríamos nosotros–, no un monarca lejano ni un guardián severo de un dogma y de una disciplina desconocida e ininteligible para muchos, sino un sacerdote y un pastor humilde y compasivo, que encarna en su persona el mensaje que lleva: Cristo es nuestra vida y nuestra esperanza.
También desde el punto de vista “político” puede decirse que el viaje ha sido muy importante, pues el Santo Padre Benedicto XVI ha tenido la oportunidad privilegiada de afirmar ante el mundo, especialmente en su discurso a las Naciones Unidas, su mensaje sobre la recta razón humana capaz de abrirse a lo trascendente y de encontrar en esa trascendencia los principios guía de toda la acción de los hombres y de toda la vida social.
Retomando los conceptos expresados por el Director de la Sala de prensa de la Santa Sede, el padre Federico Lombardi, se podría decir, a modo de balance, que el Santo Padre ha privilegiado el anuncio de la esperanza. Anuncio de esperanza para una gran nación que debe estar a la altura de su peculiar vocación en el mundo de hoy; anuncio de esperanza a una iglesia y que ha vivido un período particularmente difícil en los años recientes; anuncio de esperanza a todos los pueblos del mundo, representados en las Naciones Unidas, mostrando que el servicio a la dignidad del hombre es el fundamento sólido sobre el que construir el futuro.

Ha impresionado mucho de las intervenciones del Santo Padre, sobre todo en la dirigida a la Asamblea General de la ONU, la constante referencia a la persona y a su capacidad de ir a la raíz de los llamados “derechos naturales”. El Papa ha hablado de los deseos de paz y justicia y del respeto a la persona como «principios fundacionales de esta organización» que «expresan las justas aspiraciones del espíritu humano»: de alguna forma, es como si el corazón del hombre fuese también el corazón de las relaciones entre pueblos y naciones. ¿Quiere decir esto que no se puede hacer política, y menos en un contexto de relaciones internacionales, sin partir de estos “deseos”?
El pensamiento del Papa acerca de la acción política fundada sobre el primado de la dignidad de la persona humana no es una novedad. Es característico de todos sus discursos relativos a las cuestiones sociales. Se podrían poner varios ejemplos: el discurso de Ratisbona, el discurso preparado para la visita a la Sapienza, el discurso del año pasado a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, y también los mensajes para la Jornada Mundial de la Paz y los discursos al Cuerpo Diplomático y a los Embajadores.
Por otro lado, se trata de un pensamiento común y querido para la tradición católica. A partir de la renovación de la actividad internacional de la Santa Sede después de los Pactos Lateranenses, los Papas, cada uno con su estilo, se han dirigido a la Comunidad internacional con el mismo discurso “político” (político en el sentido más alto del término), que se puede resumir con las palabras de Benedicto XVI a las Organizaciones no gubernamentales de inspiración católica, el 1 de diciembre de 2007: «...el debate internacional a menudo parece estar marcado por una lógica relativista que considera, como única garantía de coexistencia pacífica entre los pueblos, el negar carta de ciudadanía a la verdad sobre el hombre y su dignidad, así como a la posibilidad de una acción ética basada en el reconocimiento de la ley moral natural. En efecto, esto ha llevado a la imposición de una noción de derecho y de política que, en última instancia, hace del consenso entre los Estados –condicionado a veces por intereses a corto plazo o manipulado por presiones ideológicas– la única base real de las normas internacionales. Lamentablemente, los frutos amargos de esta lógica relativista son evidentes: basta pensar, por ejemplo, en el intento de considerar como derechos humanos las consecuencias de ciertos estilos egoístas de vida; en el desinterés por las necesidades económicas y sociales de las naciones más pobres; en el desprecio del derecho humanitario; y en una defensa selectiva de los derechos humanos».

Otro tema decisivo: la libertad. «En su nombre», ha dicho Benedicto XVI, «debe haber una correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros». ¿Puede explicar mejor esta «correlación entre derechos y deberes en nombre de la libertad»?
En su discurso el mismo Papa explica la correlación entre derechos y deberes. Dicha correlación es «consecuencia de entrar en relación con los otros» (párrafo 3). En efecto, nadie se da la existencia, nadie existe sólo, nadie existe por sí mismo. Cada afirmación de un derecho, empezando por el derecho a la vida, comporta la afirmación de dos obligaciones: la obligación de todos los demás de respetar al derecho del sujeto y la obligación del sujeto de respetar el de todos los demás. Sin esto último, el sujeto corre el riesgo de reivindicar para sí mismo una posición de superioridad que puede constituir el comienzo de la afirmación de la legitimidad de la fuerza bruta. La responsabilidad de respetar y promover los derechos de los demás se debe al «origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia» (párrafo 7). La posibilidad de formular un elenco de derechos y deberes brota de la dignidad de la persona humana y se apoya sobre el sentido universal de justicia, basada a su vez «en la solidaridad entre los miembros de la sociedad». De aquí se sigue que tales derechos y deberes son válidos siempre y en todas partes, es decir, para todos los tiempos y para todos los pueblos, intuición esta que, como recuerda el Papa, «fue expresada ya muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti “en modo alguno puede variar, por grande que sea la diversidad de las naciones”».

A propósito de este argumento, el Papa ha vuelto a menudo sobre el tema de la libertad religiosa como la libertad decisiva, capaz en cierto sentido de abarcar todas las demás. ¿Por qué esa insistencia? ¿Qué valor tiene en un contexto internacional en el que las religiones se conciben a menudo como un factor insignificante con respecto a una vida civil que se querría “laica” o, peor aún, como un elemento que obstaculiza, más que ayudar, el desarrollo de la humanidad?
La tutela y la promoción de la libertad religiosa se sitúan en el centro del interés de los Pontífices, especialmente cuando tratan con los responsables de la vida pública. Es una constante que se encuentra, de una forma u otra, a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Aquí radica también el motivo y la justificación de la actividad internacional de la Santa Sede.
El hombre es criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza y destinada a la comunión eterna con Él. Esto significa que existe un ámbito de la persona humana, aquel que expresa su trascendencia, que no puede ser sometido al arbitrio de la autoridad o manipulado por intereses políticos y sociales, por muy buenos o útiles que puedan parecer. No reconocer tal ámbito y no protegerlo en todas sus dimensiones –incluido el derecho del individuo de abrazar una religión, de practicarla y de cambiarla, y el derecho ya sea de los individuos o de las comunidades religiosas de difundir sus propias convicciones y de ofrecer su contribución para el bien común– significa negar la trascendencia de la persona humana. La historia testimonia ampliamente la importancia de la contribución ofrecida por los creyentes al bien común y al desarrollo humano.

La crítica al relativismo y el reclamo constante a la verdad como fundamento de la libertad (un ejemplo para todos: el discurso a los jóvenes y a los seminaristas) va totalmente contracorriente con respecto a un pensamiento común que interpreta la búsqueda de la verdad como un factor de conflicto. ¿Por qué sin tensión hacia la verdad no es posible una convivencia verdaderamente humana entre los pueblos?
Es verdad que existen algunos círculos intelectuales, sobre todo en Europa, que identifican la búsqueda de la verdad, especialmente en el campo religioso, como un factor de conflicto. Tal idea, que por otro lado no es nueva, es a menudo recogida y ampliada por los medios de comunicación. Sin embargo, si las personas son interpeladas por un mensaje que llega hasta su corazón, responden positivamente a la invitación a buscar la verdad. Prueba de ello es la acogida que las masas han dispensado al Santo Padre en Estados Unidos. Por eso no me parece del todo correcto afirmar que el relativismo es una corriente dominante. Los hechos demuestran que cuando se ofrecen valores sólidos y certezas fundadas, la gente reacciona con entusiasmo.
En el relativismo y en su rechazo de la búsqueda de la verdad podemos encontrar el deseo de una afirmación prometeica del hombre. Pero, como ha señalado en su discurso Benedicto XVI, «El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona» (párrafo 12).

Ha sido notable también el reclamo explícito a una justicia que no puede reducirse a legalidad y a una política que no puede ser sólo pragmatismo. El Papa ha dicho que «cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar “un terreno común”, minimalista en los contenidos y débil en su efectividad». ¿Qué desafío supone una visión de este tipo para las relaciones entre los Estados? ¿Cuál puede ser el papel de la Iglesia en este sentido? El Santo Padre ha hablado de una Iglesia «experta en humanidad» preparada para poner su experiencia a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional...
Ya he respondido en parte a esta pregunta. Lo que vale para los individuos, vale también para los sujetos sociales y para los Estados. No existen derechos sin responsabilidad de respetar y de promover los derechos de los demás. Por eso Juan Pablo II, en su discurso a la ONU de octubre de 1995, habló de la familia de las Naciones, y Benedicto XVI ha vuelto sobre este concepto al comienzo de su intervención. La familia es una realidad cuyos miembros son llamados a trabajar por el bien de los demás, a poner todo en común, un lugar en el que el afecto que les une hace que el respeto de los derechos se viva de forma natural y en donde la justicia es continuamente perfeccionada por el amor, sobre todo en el compromiso efectivo hacia los más débiles y necesitados.
Es cierto que sólo una visión trascendente del hombre y la fe en Dios, Señor de la historia, pueden proporcionar un fundamento sólido a una organización social que quiera ser verdaderamente expresión de la familia de los pueblos. Esta es fundamentalmente la “experiencia en humanidad” que la Santa Sede, como ha recalcado el Santo Padre en su discurso, trata de poner a disposición de los hombres y de los pueblos. Después de haber interpretado su presencia en la ONU como un signo de estima hacia la organización y como expresión de la esperanza de que ella pueda contribuir a la unidad entre los Estados y ponerse al servicio de toda la familia humana, el Papa proseguía así: «Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles (...). Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”, desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece a los derechos de la persona (...). En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado “que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación” (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo».