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Huellas N.1, Enero 2016

ORIENTE MEDIO

Las flores de la guerra

Paola Bergamini

Los disparos debajo de casa. La ayuda a las familias. La contemplación y la oración en una tierra martirizada, donde buscar un poco de belleza parece una locura… La vida en el monasterio trapense de Azeir, Siria, construido por cristianos, chiítas y sunitas. ¿Qué diálogo sirve cuando uno está en el centro del conflicto?

Las cinco monjas han oído muy de cerca las descargas de metralla, a pocos metros de las paredes de su casa. En la zona donde se erige el monasterio trapense, cerca del pueblo maronita de Azeir, justo a medio camino entre Homs y Tartous, durante estos cuatro años ha habido varios enfrentamientos entre los rebeldes y los militares de Assad. Es una posición estratégica: en el centro de Siria, con una visión a 360 grados que llega hasta el mar y las montañas del Líbano. Por eso las hermanas, durante los combates, temían que vinieran a pedirles que se marcharan o que dejaran el monasterio por motivos de seguridad. Pero no ha sido necesario. Solo tres noches bajaron al pueblo para dormir en un apartamento que el párroco puso a su disposición. El resto del tiempo han permanecido allí. En su terreno y entre esos muros, a un paso de la guerra.
Los enfrentamientos «debajo de casa» reviven en las palabras de sor Marta, madre superiora de Azeir. Ha pasado un mes en Italia y hemos ido a verla, junto a algunos amigos de Florencia con los que en estos meses ha nacido una relación en Valserena, el monasterio de dónde salió la fundación siria de Azeir: «Sabíamos que a partir de las cinco debíamos estar atentas, no salir de casa ni alejarnos de la zona. Pero durante estos años nunca ha habido una intención dirigida directamente contra nosotras ni contra el pueblo. Es cierto que al principio no lo sabíamos y por tanto teníamos un poco de miedo. El Señor nunca pide más de lo que podemos darle. Y nos llevó allí donde para nosotras era posible “permanecer”. Aquí nos hemos convertido en una presencia para todos. Somos “sus hermanas”. No solo para los cristianos».
Ahora la situación parece algo más tranquila. ¿Pero qué significado tiene una presencia cristiana de oración y contemplación en esta tierra martirizada por la guerra, en una región donde casi todos alrededor son musulmanes (la mayoría alauitas, es decir, chiítas, y el resto sunitas)?
Desde el momento en que llegaron, hace cinco años, la labranza del terreno y el inicio de la construcción del monasterio garantizaban el trabajo a varios habitantes de los pueblos de alrededor. Sunitas, chiítas y cristianos, codo con codo, excavan los cimientos, empastan el cemento, recogen piedras para la capilla y para los edificios que, poco a poco, se van añadiendo. Y cuando faltan los materiales… Entonces se inventan otras posibilidades de ocupación para no dejar a los obreros en casa: muros, senderos, alcantarillado…
El monasterio, al límite de sus posibilidades, es autosuficiente, con un pozo de agua, un huerto, un generador de electricidad. A menudo falta el combustible… Entonces toca ejercitar la paciencia, hacer un poco de equilibrismo para hacerlo todo durante las horas que hay corriente. Más allá del Mediterráneo, desde Valserena nunca falta apoyo. Los víveres de primera necesidad llegan a la zona principalmente desde el Líbano. El mayor problema, debido también a las sanciones internacionales, es el cambio: todo se ha encarecido muchísimo, sobre todo para los habitantes de los pueblos.
Por eso, las monjas intentan ayudar a las familias. Por ejemplo, pagan las tasas universitarias de algunos jóvenes, o el medio de transporte para llegar a los ateneos. Pero no es esto lo que las ha convertido en “nuestras hermanas”. Es su misma presencia, el testimonio de una posibilidad de vida que no renuncia a la esperanza. «Sencillamente, estamos», dice sor Marta. Y estando, despiertan su interés. Sobre todo por tres aspectos: «La vida comunitaria, es decir, estar como comunidad; la liturgia, que cada vez aprendemos mejor a celebrar en árabe, pero que llama la atención más allá de la lengua; la serenidad con que intentamos afrontar la vida cotidiana. Plantar flores, buscar un poco de belleza dentro de un contexto de guerra, tal vez parezca una locura pero en realidad es reflejo del hecho de que la alegría nos viene de otra cosa. Este es nuestro testimonio: cuando la vida encuentra su pleno significado en la relación con Cristo, entonces incluso en medio de la destrucción es posible permanecer y construir».
Esta es la situación actual. Pero para comprender qué ha llevado a estas monjas italianas hasta Siria y lo que su presencia está generando, hay que dar un paso atrás. Después de la masacre de los siete monjes de Thibirine en Argelia en 1996, en la orden cisterciense nació el deseo de recoger su herencia: el testimonio de una vida dedicada a Dios en un contexto no cristiano. En la comunidad trapense de Valserena este deseo dio paso a la decisión de abrir una fundación. ¿Dónde? La Providencia marcaría los pasos.

¿Por qué aquí? Las monjas entraron en contacto con el padre Frans van der Lugt (el jesuita que luego sería asesinado en Homs, el 7 de abril de 2014, ndr.), que les invitó a una primera visita para conocer Siria, Homs y Alepo. Sor Marta y la madre Mónica, abadesa de Valserena, partieron hacia aquella tierra desconocida. Así lo recuerda sor Marta: «Tanto el padre Frans como algunos obispos nos acogieron con afecto y animaron nuestra presencia en oración. Había una estima, y también una petición explícita hacia nuestra forma de vida». En 2005, cuatro monjas italianas se establecieron en un apartamento de un barrio popular de Alepo, habitado sobre todo por armenios y musulmanes. Con la ayuda de las monjas doroteas, entraron en contacto con esta nueva realidad y empezaron a estudiar árabe. «Tuvimos la experiencia de un verdadero ecumenismo. Por ejemplo, solo un año después descubrimos que algunos amigos que veíamos diariamente en nuestra iglesia latina eran ortodoxos. Cristianos de ritos diversos participaban indistintamente en los momentos de oración de las diferentes confesiones. Cuántas veces nosotras mismas hemos participado en la adoración en la iglesia greco-católica, o en la armenia o siríaca».
La Siria de aquellos años era un país donde se podía convivir pacíficamente. Sor Marta y sus hermanas buscaron un terreno donde construir su monasterio y se presentaron varias posibilidades. Luego llegó la indicación de aquella colina, en el centro de Siria. Un lugar muy hermoso, sencillo y nada turístico. Cerca había dos pueblos maronitas, pero la componente musulmana, chiíta y sunita, era muy fuerte. Las monjas se mudaron en 2010. Tres meses después, estalló la guerra. «Si nos hubiéramos quedado en Alepo, probablemente, nuestros superiores nos habrían pedido que regresáramos».
En un video amateur, grabado en primavera para los amigos de Florencia, se ve la colina, el mar a lo lejos, las flores, los obreros. Se ve a las monjas (cinco, entre tanto se ha sumado otra) recogiendo olivas y luego la liturgia en árabe. Pero en un cierto punto se oye, de fondo, el ruido de los disparos. Es la guerra. Falta de todo, hay necesidades concretas… «Nunca lo olvidamos, por eso ayudamos también a algunas familias de Alepo», dice sor Marta: «Pero la ayuda material no basta. Sobre todo entre los jóvenes, existe el deseo de algo más profundo. Esta situación tan dramática pone al descubierto la pregunta sobre el sentido que tiene quedarse, sobre las motivaciones profundas del vivir».
Un día fue a verlas un chico que conocieron en Alepo. Sor Marta le dijo: «Estará siendo duro para vosotros». A lo que él respondió, sonriendo: «En realidad, ahora estamos empezando a entender realmente qué significa vivir como cristianos». Ella llevó consigo estas palabras a la capilla y ante el altar se convirtieron en oración: «Señor, que esta situación tan dolorosa y absurda sea una ocasión para buscar la verdad en la relación contigo. Para todos, cristianos y musulmanes». A partir de aquí se podía empezar a construir.

Una respuesta más profunda. Otro joven de Alepo, con un amigo, pidió a las monjas poder ir a visitarlas con un grupo de jefes scout para que les ayudaran en su formación espiritual. «Viven en una ciudad devastada. Cuando salen de casa no saben si volverán. Pero tienen este deseo de crecer espiritualmente. Por eso decimos que no basta con llevar agua y comida (que en todo caso es algo importantísimo y prioritario). Es la profundidad de una vida, su dignidad, lo que también hay que alimentar».
Un joven de Damasco, cuyo padre murió víctima de un francotirador, dentro de esta crisis empezó a intuir la necesidad de una respuesta más profunda para su vida. De ahí la búsqueda de una dirección espiritual. «Todavía tenemos ciertos problemas con el idioma, pero normalmente nos manejamos con el inglés. Y sobre todo, con el corazón. Con eso se comunica siempre».
Hablando de la misericordia, del amor de Dios, con un grupito de jóvenes, en cierto momento una chavala suelta: «Pero a mí nunca me habían hablado así de Dios… Sí, tal vez me decían: esto se puede hacer, esto no se puede hacer. Pero tú estás diciendo otra cosa».
Entre los fotogramas del video, asoman los trabajos de construcción que todavía no han terminado. Se parecen a los “trulli” de Apulia. Serán diez habitaciones pequeñas donde pueda alojarse todo el que quiera compartir la vida en oración.
Uno comprende poco a poco, en las relaciones que se construyen día tras día, en estas peticiones, que el testimonio acontece mediante su propia vida. Continúa sor Marta: «En este momento concreto, nuestra vocación es en sí misma misionera. Acompañar el camino espiritual de los hermanos y hermanas forma parte de lo que la Iglesia del Concilio pide al mundo monástico. Basta recordar, por ejemplo, las preciosas cartas del Papa Pablo VI a los monjes. Ser monje es vivir, como se pueda, la relación con el Señor, que se convierte en el sentido de tu jornada. Esto es lo que compartes. En silencio. Escuchando y dialogando».
Diálogo: otra palabra clave en la experiencia de estas monjas, experiencia cotidiana de encuentro y confrontación con una fe distinta. En el diálogo no hay ingenuidad («debo tener claro a quién tengo delante, debo conocerlo realmente»). Ni tampoco arrogancia («sin duda yo tengo razón, y esperemos que Dios te ilumine a ti también»).
La superiora de Azeir subraya: «El centro es siempre la persona, que es un misterio en el que actúa el Espíritu Santo. En el diálogo, en la confrontación con el otro, en realidad yo profundizo también en mi identidad religiosa. Pero también sé que tú tienes tu camino, tu relación con Dios. No es nuestro esfuerzo, nuestro ser mutuamente misericordiosos, acogedores, buenos, abiertos, lo que crea el diálogo, sino que el diálogo está en Dios. Él es el centro; es Él quien hace la unidad entre nosotros, porque es mirándole honesta y rectamente a Él, cada uno según el camino que Él le ha indicado, como podemos encontrarnos. Esto nos hace libres, nos libera incluso del miedo recíproco, de la actitud defensiva. Es un largo camino, pero es posible, y es la tarea que se nos ha dado. También ante esta guerra, declarada en los despachos y alimentando la desconfianza mutua».
Es posible. Sucede, ya hoy, en muchos encuentros cotidianos. También en esta Siria tan desfigurada por la violencia.