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Huellas N.11, Diciembre 2015

PARÍS

¿Y ahora qué?

Luca Fiore

Los titulares, el miedo, los análisis, los propósitos… y luego la búsqueda una normalidad, mientras siguen ardiendo las preguntas. Después de los atentados, diario de una ciudad herida, obligada a mirar a la cara la vida y la muerte

«Buenos días, al habla el Ayuntamiento de París. Para pedir ayuda psicológica por los atentados del 13 de noviembre, pulse 2». El 3975 ha contestado así durante cinco días. En el “197 alerte attentat”, en cambio, hubo 13.000 avisos en una semana. La tensión sigue muy alta.
Caminando por las calles de París después de la masacre del Bataclan, los disparos fuera de los bistrot y las explosiones en el Stade de France (129 muertos y más de 300 heridos), da la impresión de que «la procesión va por dentro». Las calles se llenan de nuevo de tráfico, el Metro vuelve a abarrotarse, los colegios y las oficinas retoman su marcha, las tiendas están abiertas. Un día normal de un otoño demasiado suave. Es verdad que la prensa del día hablaba en primera página de la operación llevada a cabo en Saint-Denis el 18 de noviembre y las fotos en portada de los semanarios gritan: «¿Cómo derrotar al Isis?». Las mismas letras y la misma tinta de las portadas después de los atentados de Túnez o Beirut. La emoción suscitada por estos atentados parece acabar como las flores en los lugares de las matanzas, marchitadas por el tiempo y las lluvias. Incluso los corresponsales de las televisiones extranjeras hablan ya de otro tema, de las alarmas en Bélgica.
Sin embargo, algo sigue latiendo en el ánimo de los parisinos, si bien es cierto que sobre todo los niños (a menudo musulmanes que temen las represalias de sus coetáneos en los parques de juego) han acudido a pedir la ayuda psicológica que ofrecen las estructuras sociales de la ciudad, reflejando con sus pequeñas antenas la tensión que viven los padres.
La vida continúa, pero colgada de un hilo, como observa Julián Carrón en el comunicado difundido después de los atentados. Seguimos necesitando poder mirar a la cara la vida y la muerte, encontrar una hipótesis de significado para que nuestros hijos puedan estar en pie ante esta masacre y tener «una razón para volver al trabajo el lunes por la mañana y seguir construyendo un mundo a la altura de nuestra humanidad».
Pierre, por ejemplo, ese «lunes» llegó pocas horas después de los atentados. Es arquitecto y trabaja en un gran estudio que se encuentra a 300 metros de Le petite Cambodge. La semana siguiente tenían programado entregar un proyecto importante. Por eso, a las 8:00 h de la mañana del 14 de noviembre, tuvo que atravesar un París desierto y despavorido para ir a trabajar. «Dejé a mi mujer y a mi hijo pequeño en casa. No fue fácil, pero no tenía otra opción», cuenta. «Mis colegas se lo han tomado con ligereza. Decían que no tenían miedo. Yo tampoco estaba amedrentado, pero era distinto. Mi jefe, por ejemplo, empezó a citar las estadísticas: son mayores las probabilidades de morir por un accidente de tráfico. Entré en la oficina con esa hipótesis positiva que hemos aprendido de don Giussani, que me empuja a preguntarme: “Vete allí y comprueba si la realidad encierra algo que te interesa, que afecta a tu vida y a tu humanidad”. Las perplejidades son muchas, pero las afronto con una hipótesis buena, que me permite seguir trabajando amando la vida».

Los examenes en clase. Ese sábado por la mañana Isabelle se presentó para donar sangre, pero no fue necesario. Había ya donantes suficientes. De vuelta en el Metro, vio a una mujer que subía por las escaleras con un carrito. «La vi y la ayudé. Fue un gesto muy sencillo, pero tenía dentro todo el dolor y el deseo de significado que los hechos del día anterior habían provocado en mí». El lunes volvió a su instituto de periferia, en la banlieue donde da clase. En enero vio a algunos de sus estudiantes musulmanes ensalzar a los responsables del atentado en la sede de Charlie Hebdo. «Esta vez ha sido distinto. Para mí fue significativo hacer el minuto de silencio que pidió el presidente Hollande. Me ayudó a tomar conciencia de la pregunta acerca de lo que ha sucedido. El reto es ir más allá de la emoción del momento, porque esta no llega nunca al fondo de la cuestión».
También Silvio tuvo que volver al instituto del que es director, en el XVIII arrondissement. Tuvo que enfrentarse a las miradas de sus 600 alumnos, musulmán uno cada cuatro de ellos. «Me pidieron que se anularan los exámenes. Decían: no hemos podido estudiar, estamos destrozados». Silvio tiene en la cabeza las palabras de Carrón: «seguir construyendo un mundo a la altura de nuestra humanidad». Seguir construyendo. «No fue fácil tomar esa decisión, pero opté por no suspender los exámenes. Les dije que tendríamos en cuenta la situación y lo que había pasado, pero que era necesario retomar enseguida una hipótesis positiva, porque debe existir un significado para todo lo que ha pasado aunque ahora no lo veamos. Se vuelve a empezar desde el presente».
En Notre Dame se celebra una misa para los estudiantes católicos. Cuatro mil jóvenes que para acceder a la catedral deben pasar por tres controles de seguridad. Algunos no ocultan tener miedo. Caterina, mientras esperamos en la fila, cuenta que hace unos días estaba en un bar del centro cuando un agente de la gendarmerie entró corriendo, gritando que nos escondiéramos en el sótano. Media hora de pánico por una falsa alarma de bomba. «Siento la necesidad urgente de hallar un significado para mi vida», continúa Caterina. «Intenté analizar los porqué y cómo de los atentados, pero todo esto solo consigue aumentar el miedo y la inseguridad. Más que nunca necesito mirar a Cristo y suplicarle que se muestre en mi vida». Poco después, el cardenal se dirige a los estudiantes para preguntar: «¿Qué es lo que nos importa de verdad en la vida? ¿Qué es lo que domina en nuestra vida?».

El escritor en televisión. La comunidad de CL había quedado enseguida para rezar un Rosario en Saint-Germain-l’Auxerrois, la capilla palatina detrás del Louvre. Bajo las bovedas góticas, entonaron el canto que Claudio Chieffo escribió después de los atentados de 2004 en Madrid: «Reina de la Paz, tengo el corazón herido, ¡da esperanza a mi dolor!». El jueves siguiente quedan para una asamblea que comienza con la misma canción. Silvio ha invitado también a Axel, promotor de los veilleurs. Estaba previsto un encuentro con él para esa misma noche, pero se ha cambiado a otra fecha por motivos de seguridad. Al final, Axel comenta: «Hubo un momento en mi vida en que empecé a maldecir el día en que había nacido. Luego alguien tomó en serio mi deseo de significado y empecé a convertirme al cristianismo. Estos atentados me han enfrentado repentinamente a la muerte y esto exaspera mi necesidad de sentido».
Al encuentro acude también Camila (ver carta en p. 5). Vino a París hace años para estudiar. Hoy trabaja en uno de los locales más cool de la ciudad. Había conocido CL en su instituto, pero llegada a Francia no había querido saber nada de los amigos de la comunidad local. Cuenta lo que le pasó acompañando a los padres de Guillaume, un amigo suyo que murió en los atentados. En ese momento pensé en los terroristas, «pero yo también hago el mal. Necesitaba una mirada de perdón para mi vida. Pensé en el verso de Dante que se dirige a Virgilio diciendo: “Miserere me”. Necesitaba ser perdonada para poder perdonar».
Volvió al trabajo con otra cara y los compañeros se dieron cuenta enseguida. Hoy está aquí, en la asamblea, para compartir su experiencia con los amigos. Hay quien confiesa: «Sé que me equivoco, pero solo deseo olvidar lo que ha pasado». Otro dice: «Odio escuchar ciertas frases como “hay que seguir adelante”, “la vida continúa”». Otros preguntan: «¿Cómo hacer frente al terrorismo?».
Es la misma pregunta que la periodista Léa Salamé, durante una transmisión popularísima del canal France 2, On n’est pas cou ché, planteó al escritor Frédéric Beigbeder, que Wikipedia define como provocador, pesimista, hedonista, amante del desenfreno porque está convencido del derrumbe inminente. El escritor contestó en voz baja: «Sé que resulta muy raro escucharlo de mi boca, pero según la religión católica, en el Evangelio de Mateo, delante de la multitud asombrada, Jesucristo dice: “Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”. ¿Qué es lo que puede elevarnos a la altura de un gesto así?». Salamé es una periodista consumada que tiene siempre la respuesta preparada. Esta vez dijo solo: «No lo sé».



EL COMUNICADO DE CL

«La vida de cada uno pende de un hilo. ¿Por qué merece la pena vivir?»

Comunión y Liberación se une a la conmoción, al dolor y a la oración del papa Francisco por las víctimas de los ataques de París y por el pueblo francés: «Estas cosas son muy difíciles de entender. No hay justificación para estas cosas, esto no es humano» (Papa Francisco al teléfono para TV2000).
Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de CL, ha declarado: «Ante nosotros se abre paso una evidencia: la vida de cada uno pende de un hilo, nos pueden matar en cualquier momento y en cualquier lugar, en el restaurante, en el estadio o durante un concierto. La posibilidad de una muerte violenta y feroz se ha convertido en una realidad también en nuestras ciudades. Por eso los hechos de París nos ponen frente a la pregunta decisiva: ¿por qué merece la pena vivir? Es una provocación que ninguno de nosotros puede evitar. Buscar una respuesta adecuada a la pregunta acerca del significado de nuestra vida es el único antídoto al miedo que nos asalta al ver la televisión en estos días, es el fundamento que ningún terror puede destruir».
«Pidamos al Señor poder afrontar este terrible desafío con los mismos sentimientos de Cristo, que no se dejó vencer por el miedo: “Él no devolvía el insulto cuando le insultaban; sufriendo no profería amenazas, sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1P 2,23). Con esta Presencia en la mirada podremos mirar incluso la muerte, empezando por la de los que han perdido la vida en París, ofreciendo a nuestros hijos una hipótesis de significado para estar en pie ante esta masacre y a cada uno de nosotros una razón para volver al trabajo el lunes por la mañana y seguir construyendo un mundo a la altura de nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza que hay en nosotros». Con estas palabras Julián Carrón ha invitado a todos los amigos del movimiento a adherirse a los momentos de oración que se propongan en las diócesis, en unión con el Papa y con toda la Iglesia.



NOSOTROS Y EL ISLAM

El alba de Farhad

Hijo de un general de los muyahidín, llevaba en la sangre el odio. Ante los atentados, cuenta lo que ha cambiado su vida

Alessandra Stoppa

Farhad no ha visto nunca las piernas de su madre. Solo en una vieja foto, tomada cuando él no había nacido aún, en la que posaba con una falda corta, en los años de la paz y el desarrollo bajo el reinado de Shah. Pero a las fotos solo les echaba un vistazo veloz. El día que tuvo entre sus manos una fotografía de su hermano vestido al modo occidental, la tiró al suelo como si le quemara.
Farhad Bitani es musulmán. «Y seguiré siéndolo». Nacido en Afganistán en 1986, último de seis hijos de un general de los muyahidín. Ha vivido primero metido en el poder y en los abusos de los poderosos, luego perseguido bajo el régimen de los talibanes. Pero siempre en guerra. El odio por el occidente infiel lo llevaba en la sangre, como la pólvora de las municiones con las que jugaba en el jardín, soñando ser como aquel hombre que vio alejarse a caballo. «Mi padre combatió entre los guerrilleros de Ahmad Massoud, es decir, el Estado islámico», cuenta Farhad. «Después de haber estado en el ejército de Mohammad Najibullah, el último presidente de la República democrática del Afganistán, se convirtió en fundamentalista».
En su casa eran normales los Consejos de guerra. En su infancia también era normal todo lo demás: la gente castigada por la calle con los clavos en el cráneo, las jovencitas vendidas, las decapitaciones y “el baile del muerto”, cuando en el cuerpo sin cabeza metían aceite hirviendo para hacerlo agitar al sonido de la música. Con los amigos jugaba a descubrir si las manos de los culpables de robo que habían sido colgadas en los árboles, eran de jóvenes o de viejos. Cada viernes iban al estadio de Kabul, para asistir sobre su arena a las lapidaciones. Pero una vez sucedió algo diferente en aquella explanada: dos niñas fueron arrancadas del abrazo de su madre, que las saluda por última vez antes de caer bajo los golpes de las piedras, delante de ellas. Farhad sintió una punzada en su corazón, pero no sabe decir qué era. Quería gritar, pero no comprendía de dónde venía aquel grito que no conseguía salir, mientras la muchedumbre enloquecía, y el marido de aquella mujer, con las hijas agarradas de la mano, le deseaba el infierno.
El infierno estaba allí, en el día a día. Pero Farhad no lo veía: «Aquel tiempo y aquel espacio me contagiaban, estaba ciego ante aquella inhumanidad terrible, que también me dominaba a mí». Ante las injusticias, la continua tensión nerviosa, ante el dolor del pueblo. «Hasta las personas más normales se convirtieron en animales, perdieron el juicio». Todo con la impunidad y la hipocresía de quien se erigió juez y verdugo en nombre del Corán y vivía peor que los demás. Él callaba, como aquel día en el estadio, o durante las fiestas celebradas con las armas y el hachís, ante las vacaciones costeadas con dinero sucio o los muchachos obligados a prostituirse.
En 1997, cuando los talibanes entran vencedores en Kabul, su padre es encarcelado en la prisión de Kandahar, donde permanece dos años. Logrará fugarse y toda la familia vivirá unida en Irán hasta 2001. Luego, de nuevo, Afganistán y el poder, con los muyahidín de la alianza del Norte. Mientras, lo habían perdido todo. Su madre fingía comer, para después darle algo de comer a sus hijos. Silenciosa, le enseñó mucho en medio de aquella oscuridad. Farhad no entendía por qué los hermanitos que llevaba en su seno no habían venido nunca al mundo. Ya mayor, se lo preguntó: «Habrían nacido con el kalashnikov en la cuna».
Hoy Farhad tiene veintinueve años. Llegó a Italia por primera vez en 2004, cuando su padre se convirtió en el hombre de confianza del presidente Hamid Karzai y fue enviado a Roma para trabajar en la embajada. «Estaba convencido de haber acabado entre gente que solo merecía una lluvia de fuego. Invocaba la venganza de Dios sobre vosotros, infieles». Pero sucedió algo aparentemente frágil que, sin embargo, ha tenido la fuerza de cambiarle toda la vida.
En 2006 fue admitido en la academia militar de Módena. No se relacionaba con nadie, ni concedió su amistad a nadie. Pero poco a poco, sin quererlo, se va aficionando a su compañero de habitación. «Solía pasar mis vacaciones en Afganistán. Hasta que un día él me invitó a pasarlas en su casa, porque me vio triste. Para mí era imposible solo pensarlo: a casa de un cristiano... En cambio, durante las vacaciones de Pascua decidí acompañarle». ¿Por qué? «Por los dos años que habíamos vivido juntos».
Cae en una familia normalísima, desconocida y acogedora: sentado con ellos a la mesa, donde se evitan el vino y el cerdo por respeto a su religión, observa y se pregunta por qué gente “mala” está tan atenta a él. «Lo que veía interrogaba directamente a mi corazón». En esos días sufre una fiebre muy alta y enseguida cuidan de él. A media noche, la madre de su compañero, entra despacio en la habitación para ver cómo está, le toca la frente para comprobar la fiebre y le coloca las mantas. Farhad tiene los ojos cerrados, aquel gesto le estremece el corazón. En el silencio, estalla una pregunta: «Pero entonces, ¿quién soy yo?».

La sábana. Hace dos meses, esa madre le dijo por sorpresa: “Farhad, nunca pensaría que un hecho tan pequeño pudiera cambiarte la vida...». Él le respondió: «No me ha cambiado solo a mí, sino a centenares de personas a mi alrededor. Y quizás muchas más también». «Creo que hay un punto blanco en cada corazón y, si el bien toca ese punto, se libera la pregunta sobre tu verdadera identidad». Es más fuerte que todo, también que el «veneno que había tragado» hasta entonces. «Nadie vino a darme dinero o poder, nadie me dijo: ¡cambia! No. Yo he visto a personas que eran cristianas y estaban contentas de ello. No querían de ningún modo convencerme. Y esto para mí era increíble. Por su humanidad conocían la necesidad que había en mí y compartían sus vidas conmigo, sin esperar nada a cambio». Farhad comenzó a estudiar el Corán en persa: «Nos lo habían enseñado en árabe, sin que conociésemos el idioma, pero nos lo transmitían así para alcanzar sus objetivos. Gracias a vosotros, cristianos occidentales, pude descubrir de verdad mi religión».
Después de servir como oficial del ejército afgano durante la misión ISAF, un día de 2011, por la carretera entre Lagham y Jalalabad cayó víctima de un atentado talibán. Se salvó milagrosamente. A partir de ahí, decide deponer las armas, buscar asilo en Italia y dedicar su vida al diálogo interreligioso e intercultural. «Los años de mi estancia en Módena habían sembrado en mí un cambio profundo. Haber sobrevivido era una señal de que Dios me estaba encomendando una misión». Durante los meses de rehabilitación en Dubai comenzó a escribir el libro La última sabana blanca. La última sabana que quedaba en su casa cuando habían caído en la pobreza, pero que su madre le dio a una familia más pobre que ellos para enterrar a un pariente. Desde entonces, cada noche ella se quitaba el chador para cubrir la cama de Farhad.
En el libro cuenta su historia sin reservas, y el dolor de un país «asesinado por la política que se hace en nombre del Islam». Mientras lo escribía, veía por televisión a los líderes fundamentalistas –que tan a menudo había visto en su casa– hablando de democracia y paz: «luego vi las imágenes de pobreza y destrucción que ellos mismos habían causado. Les miraba teniendo en la mente las caras de los europeos que había conocido». Y comenzó a decirse sorprendido: «El verdadero Islam lo he visto en ellos, los europeos». Decía a sus antiguos amigos: «Somos más pecadores nosotros que ellos. Moriremos un día, ¿qué le diremos a Dios?». Sus amigos se reían. Empezó a buscar en todo «la razón de esta diferencia que me fascinaba. Me pareció el factor decisivo para construir un mundo más humano».

Un solo objetivo. Hoy trabaja como mediador cultural en Turín, dedica todo su tiempo a los inmigrantes, como trabajador y como voluntario. Sin parar. Es socio fundador de Global Forum Afgano, una organización con 200.000 suscriptores que se ocupa de la educación en Afganistán. La noche de los atentados de París, el dolor y la rabia no le dejaron dormir: «Ese horror es fruto de la ausencia de Dios. Me lo enseñó don Giussani, al que “conocí” hace dos años: cuando en la vida humana se niega la realidad de Dios, el hombre enloquece. Porque el hombre necesita de Dios. Entonces la lucha es dar a conocer Su amor. Hay una Europa que no propone nada al hombre que busca. Hay un cristianismo reducido a tradiciones, que es vacío. Y hay un cristianismo vivido. Agradezco a Dios por haberme permitido encontrarlo, porque ninguna otra cosa podría haberme cambiado».
Está convencido de que no podemos quedarnos parados frente a lo que está sucediendo. E, igualmente, que la intervención armada equivale a no hacer nada. «Solo ha traído más violencia. El camino es la religión: dejar espacio a los hombres religiosos, seguir a quien da la vida por amor a la verdad y al hombre. Esto también debería hacerlo la política: debería pedir ayuda y renunciar a sus intereses, que financian y arman a los fundamentalistas». Para él, Francia está en el punto de mira porque ha usado las armas «pero, sobre todo, porque ha quitado a Dios de la vida pública. La libertad religiosa no se puede tocar. Es la libertad de lo humano». Repite a menudo una petición: «Por favor, ayudad a nuestro mundo musulmán. La Iglesia ha superado su violencia, ha trabajado en la interpretación de las Sagradas Escrituras y ha hecho un largo camino. Enséñanos cómo hacerlo. Nosotros debemos estar dispuestos a aprender».
Farhad duerme solo cuatro horas cada noche, para poder servir a los hombres que va conociendo. Muchos lo consideran un ingenuo porque habla de Jesús: «Podrían haberle dicho: somos doce, ¿qué piensas hacer? Pero ha cambiado el mundo así. Me cambió a mí. Hasta 2008 llevaba dentro solo odio». Pensaba: nací musulmán y todo el mundo debe serlo. «El corazón de cada hombre lo guía Dios», dice: «y Dios da a todos la capacidad de reconocer la verdad. Pero es necesario aceptarla, escogerla. Él me ha llevado a verla poco a poco, sin abandonarme nunca, ni obligarme. Me dejó libre. Pero el coraje de elegir me viene del cristianismo, siguiendo el bien que ha cambiado mi vida». Cree que tenemos que hacer una sola cosa: «El amor de Dios es la realidad más bella que existe: uno debe vivirla y transmitirla. Él lo arregla todo, no nosotros». Escribe al final de su libro: «Su plan es demasiado misterioso para que yo pueda entenderlo. No tengo otro objetivo que este: vivir buscando Su voluntad que es amor».