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Huellas N.11, Diciembre 2015

PRIMER PLANO

La única arma

Davide Perillo

Comienza un largo camino de gracia. El Año Santo dedicado a la Misericordia es aún más urgente ahora, después de los atentados que han ensangrentado el mundo. La invitación del PAPA FRANCISCO nos dispone a abrirnos a la única experiencia más poderosa que el caos

Hace falta, «aún más que antes». Exactamente así respondió monseñor Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, a quien justo después de la masacre de París le preguntaba si el Jubileo se iba a anular. Demasiados riesgos, para la ciudad de Roma y para los fieles. Demasiado miedo, ante la idea de concentrar a tanta gente en la ciudad en la que el Isis jura que quiere izar su bandera. Pero en cambio no. Precisamente por los hechos de Beirut, París y luego Mali, el Año de la Misericordia invocado por el Papa Francisco es «aún más urgente», recordaba el prelado encargado de mover los hilos de la organización.
Comienza estos días tras la doble apertura de la Puerta Santa: una tradicional, la de San Pedro el 8 de diciembre; y otra insólita, la de la catedral de Bangui, en la República Centroafricana, que el Papa quiso abrir de par en par el 29 de noviembre durante su viaje al continente negro. La clausura está prevista para el 20 de noviembre de 2016, solemnidad de Cristo Rey. En medio, las peregrinaciones a Roma, los Jubileos para los distintos grupos (enfermos, jóvenes, sacerdotes…), los gestos que desde siempre caracterizan cada Año Santo. Pero también las Puertas Santas que se abrirán en cada diócesis para dar a todos la posibilidad de vivir este Año allí donde residen (hasta en la cárcel, puesto que el Papa ha querido dar la dignidad de Puerta Santa incluso a las de las celdas). Una miríada de gestos y momentos que se vivirán en todas las periferias de la Iglesia para ayudar a fijar nuestra mirada en Cristo, el Rostro de la misericordia, como lo llama el Papa en la Misericordiae Vultus, la Bula con la que ha convocado el Jubileo.
Se publicó el 11 de abril, pasando algo desapercibida después de los ritos de la Semana Santa. El anuncio del Año Santo extraordinario lo había hecho un mes antes: ya quedaban atrás los comentarios y la sorpresa. El resultado es que este texto probablemente se ha leído poco. Pero vale la pena retomarlo y subrayar algunos pasajes, pues al recorrerlo se descubre una riqueza sin fin.
Empezando por el motivo por el cual el Papa ha pensado un gesto así: «Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes».

El pecado y el perdón. El objetivo, por tanto, es el testimonio. Y el punto de origen del testimonio es «tener la mirada fija en la misericordia». Mirarle a Él y darnos cuenta del don que es. Es la urgencia fundamental que actualmente percibe el Papa, la más importante. Coincide con la contribución que nosotros los cristianos podemos ofrecer al mundo. Y decide la credibilidad misma de la fe, que «pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo», como repite a menudo Francisco: «Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas».
Siempre es así, pero lo es aún más cuando el mal se hace más oscuro y doloroso. Lo recuerda otro pasaje de los primeros párrafos: «Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado». Impresiona volver a leerlo ahora, después de los hechos de París, pues indica el camino. Muestra la única arma posible para combatir el caos. Todavía más, un arma más poderosa que el caos.
La palabra “poderosa” no es casual. La misericordia, recuerda Francisco citando a santo Tomás de Aquino, en lugar de ser «signo de debilidad» es «más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios». Forma parte de su método, del modo como elige ofrecerse continuamente a nuestra libertad. Desde siempre, desde que se constituyó la alianza con el hombre (precioso el párrafo donde el Papa recorre los salmos) hasta la apoteosis, la manifestación plena con Jesús: solo la experiencia de Su presencia en el mundo hace posible que Juan afirme «por primera y única vez en toda la Sagrada Escritura» que «Dios es amor».
Por eso Cristo es el rostro de la misericordia. Ahí se revela «la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido mientras no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia», como se ve en las páginas del Evangelio: el hijo pródigo, la viuda de Naín, la vocación de Mateo (de quien Francisco, como él mismo recuerda, ha tomado su lema: miserando atque eligendo, «lo miró con misericordia y lo eligió»). No hay otro camino, otra posibilidad para «superar el rechazo» que opone el corazón del hombre –para atraer la libertad hasta el fondo– más que caer en la cuenta de la pasión de Cristo por nosotros. Sobre todo en un momento histórico que, como recuerda el Papa citando a san Juan Pablo II, parece hecho adrede para «orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia».
Hay otro hecho que llama la atención. El Papa no hace definiciones completas. Nunca hay una frase que cierre la cuestión de una vez por todas (sería imposible para una palabra que, como recordaba don Giussani, es tan connatural al misterio de Dios e imposible para el hombre que «habría que arrancarla del vocabulario humano»). Hay muchos «misericordia es…», pero son como ventanas que se abren a la experiencia que se vive, en el Evangelio y también en la vida diaria. Remiten a lugares –momentos– donde la misericordia se muestra. Y donde, al mostrarse, abre perspectivas impensables.

Mayor que la justicia. Un ejemplo entre todos: la justicia. Es una necesidad decisiva para el hombre. Pero resulta inconcebible “combinarla” con la idea de un perdón radical, siempre posible. Sin embargo, «si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón», ofreciendo siempre al pecador «una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer». Esto introduce en el mundo la posibilidad real del perdón, «el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices».

Un tiempo para cambiar. Son palabras que, al releerlas ahora, inmersos en el clima en que estamos, indican un camino aún más hermoso. Impensable en los despachos pero posible en la fe. También para nosotros se puede abrir el camino que nos pide ser «misericordiosos como el Padre», que –recuerda Francisco– «es el “lema” del Año Santo». Incluso llega a ser posible ver la misericordia como «el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia».
Para que el camino resulte más transitable, el Papa da indicaciones muy prácticas. El reclamo a una forma más intensa de vivir la próxima Cuaresma, «momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios». La invitación a peregrinar, «imagen de la vida» y «estímulo para la conversión». La insistencia en la confesión, que «permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia» («ser confesores», recuerda el Papa a los sacerdotes, «significa participar de la misma misión de Jesús»). El envío a las diócesis de todo el mundo de los Misioneros de la misericordia, «sacerdotes a los cuales daré la autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica». Hasta la necesidad de recuperar las obras de misericordia, corporal y espiritual, porque al final «en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento».
Pero hay otra insistencia sobre la que reflexionar, hoy todavía más. Se refiere a la relación con el judaísmo y el islam. La misericordia «nos relaciona» también con ellos, porque judíos y musulmanes «la consideran uno de los atributos más calificativos de Dios. Israel fue el primero en recibir esta revelación», mientras que «entre los nombres que el islam atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente». ¿Qué camino se abre al recordar esto después de lo que ha pasado en París y Bamako?
Son notas en las que profundizar, hipótesis de trabajo con las que, sobre todo, vivir. Pero bastan para hacernos ver que el Jubileo es aún más necesario ahora. «Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida», señala el Papa: «Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón».

«Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona»
Papa Francisco

«Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signos eficaces del obrar del Padre»
Papa Francisco


DOCUMENTO

El Misterio mismo es misericordia

Publicamos un pasaje del último capítulo del libro Crear huellas en la historia del mundo, como una ayuda para comprender que la palabra que recorre este Jubileo «no es una palabra humana». Es más que humana y por eso tiene el poder de cambiarnos

Luigi Giussani, Stefano Alberto y Javier Prades

La misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio –es el Misterio del que proviene todo, que lo sostiene todo, en el que todo va a terminar– en cuanto se comunica ya a la experiencia del hombre. La descripción del hijo pródigo es la descripción de la misericordia que aborda y penetra en la vida de aquel joven. El concepto de perdón, con una cierta proporción entre faltas y castigos, es de alguna manera todavía concebible para la razón; pero no en cambio este perdón sin límites que es la misericordia. Recibir el perdón, en este segundo caso, nace de algo que es absolutamente incomprensible para el hombre, del Misterio, es decir, de la misericordia. Lo que no se puede abarcar es lo que asegura el carácter excepcional de lo que se puede entender. Porque la vida de Dios es amor, caritas, gratuidad absoluta, amor sin contrapartida, humanamente «sin motivos». Desde el punto de vista humano parece casi una injusticia o una irracionalidad, precisamente en la medida en que, para nosotros, no parece tener razón de ser. Porque la misericordia es algo propio del Ser, del Misterio infinito.
La realidad de la misericordia es la ocasión suprema que tienen Cristo y la Iglesia de hacer que le llegue al hombre Su Palabra, y no un simple reflejo de ella en el hombre. ¿Cómo se comporta el Misterio infinito con nosotros? ¡Comprendiendo y perdonándolo todo! Y el hombre siempre se ha rebelado ante esto, desde el comienzo se ha rebelado ante el hecho de que fuese otro, aunque fuera el Misterio que le había hecho, la razón de todo lo que él hacía. Adán y Eva quisieron afirmar su propio yo por encima del Yo divino. Toda la filosofía, en la medida en que es irreligiosa o, al menos, contraria al Dios cristiano, es una rebelión continua hecha en nombre de la supuesta «dignidad» de la razón y de la misma perfección de Dios que habría que respetar, rechazando a Dios tal como Él se manifiesta: «Y si yo quiero ser bueno con todos, ¿acaso vas a reprochármelo tú, a quien le bastaría pensar en lo que te he perdonado? ¡Piensa en lo que te he perdonado a ti!». Pero esto de que Él sea bueno con todos hace que nuestros pensamientos revienten: mejor sería que nos hiciera como niños; nos haría comprender, a los cincuenta años de edad, el sabor de la infancia, del ser como niños ante su padre o su madre.
«Que la paz de Dios reine en vuestros corazones», decía san Pablo a los Colosenses. «…¡Pero yo he hecho esto y aquello!». Queremos imponer nuestra pusilanimidad, nuestra mezquindad o nuestro orgullo a la infinita liberalidad y magnanimidad de Dios. Porque verdaderamente forma parte también del Misterio el hecho de que a nosotros nos parezca irracional, ya que no podemos demostrarlo.
Pero, por el contrario, Dios nos supera por todas partes porque, precisamente mediante el asombro que nos invade ante Su misericordia, produce en nosotros, en primer lugar, un dolor de nosotros mismos que nunca habíamos experimentado antes, pero no un dolor desesperado, ni egoísta, como cuando sentimos herida nuestra dignidad y experimentamos asco de nosotros mismos. En esto comprendemos por qué alguien, que odiaba a Dios y quiso desafiarle irracionalmente, no da tregua a nuestra vida, con el fin de arrastrarnos también a nosotros hacia su infame mentira: es el «padre de la mentira, Satanás», como decía Jesús. Se trata, por el contrario, de descubrir la verdad de nosotros mismos, que somos pequeños y débiles frente al Misterio del Ser. «No hay que maravillarse de que la debilidad sea débil». Es mejor ser como niños en las manos de la misericordia.
Por eso no pongamos objeción alguna: ninguno de nosotros es misericordioso. Pero debemos tratar de serlo. ¿Cómo es posible esto?
Por medio de la revelación de Su misericordia –la cual casi parece que pueda avalar cualquier comportamiento humano, cuando no es así– Dios nos llena de dolor por el mal que antes ni siquiera reconocíamos. ¿Cómo puede un hombre ser positivo después de haber hecho ciertas cosas? Y, sin embargo, Pedro dice enseguida que «sí» antes de volver a considerar todos sus errores. Ya no experimenta horror por lo que ha hecho, porque el horror vuelve a poner de nuevo en primer plano al hombre. Se impone el dolor por nuestros propios pecados como comienzo histórico del amor que espera su rescate. El hombre se acepta a sí mismo y se confía, se abandona a Otro para ser cambiado por Él. Esto es el dolor. El hombre se pone contento porque Dios vive: su dolor es un dolor lleno de alegría, pero sigue siendo dolor, un dolor de sí mismo. No obstante, es un dolor que ríe, como el de los niños que se han caído y tienen el rostro lleno de lágrimas y de llanto por el dolor que sienten, pero sonríen a su padre y su madre que están delante de él.
En segundo lugar, mediante el asombro que produce Su misericordia, hace que nos entre el deseo de ser como Él. ¡Incluso a los que no les interesaba antes la Iglesia ni la moral les entra deseo de ser como Él! Se empieza a perdonar realmente a los enemigos, a los que obran mal, y se comprende entonces a Jacob, que, ante los adversarios que le han destruido todo, puede decir: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó: bendito sea el nombre del Señor». Cuando nos levantamos por la mañana, sintiendo el perdón que nos renueva la vida, nos dan ganas también a nosotros de decir: «¡Señor, ayúdame a ser como Tú!». De hecho Jesús les recomendó a sus discípulos eso: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Esto es en última instancia un contrasentido, pero solo hasta cierto punto, porque es el deseo que define el ánimo que tiene el hombre nuevo. No somos verdaderamente humanos si no deseamos ser misericordiosos como el Padre que está en los cielos. La cuestión es si se desea eso realmente. Así que el milagro de la misericordia es el deseo de cambiar. Y esto implica aceptarse, porque en caso contrario no hay deseo de cambio, sino pretensión y presunción, lo que no se traduce en petición a Otro, no sería confiarse a Otro. El deseo de cambio define, por tanto, el presente, el instante en que vive el pecador. El milagro es aceptarse y confiarse a Otro que está presente para ser cambiados por Él, manteniéndose delante de Él, mendigando. (…)

Una hipótesis positiva en todo
El punto en el que se revela a nosotros el Misterio como misericordia es un Hombre nacido de mujer, lo que rompe todas las imágenes y los esquemas limitados que podemos formarnos con nuestra imaginación. Por esto es por lo que, al verle actuar y oírle hablar, la gente, estupefacta, aprobaba. Este hombre es Jesús. La revelación de Jesús –que Dios es amor, que la naturaleza de Dios es amor– quiere decir que la finalidad de todo lo que existe es absolutamente positiva.
Es seguro que Dios no puede reducir a cero ni una sola obra buena –ni siquiera una– que haya hecho el hombre. Porque si la naturaleza del Ser es amor, un solo acto bueno puede entonces defender vidas enteras. Ésta es la extraña dimensión que la palabra misericordia ha metido dentro del ámbito de la palabra perdón, como una respuesta que a nosotros nos parece «irracional» o «injusta», porque aparentemente no tiene razón de ser suficiente.
Pero el Misterio supera nuestras medidas; se apoya en la distancia que hay entre lo que es el hombre y su acción, entre los términos de los que el hombre puede adquirir conciencia y los términos objetivos de su acción: esta desproporción únicamente la puede abarcar el Misterio.

(de Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro 1999, pp. 170-175)