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Huellas N.8, Septiembre 2015

PRIMER PLANO / Meeting de Rímini

El perfume de Cristo entre las bombas

Ibrahim Alsabagh

Algunos pasajes de la intervención de PADRE IBRAHIM ALSABAGH, párroco de la comunidad latina de Alepo, que en Rímini ha contado su vida «en la línea de fuego». A 50 metros de los terroristas, la falta de todo y el testimonio de quienes cada día aman y perdonan

Para hablar de la situación de los cristianos, diría incluso que de todo el pueblo sirio, solo puedo decir una palabra: caos, desorden total. Alepo está dividida en decenas de fracciones, controladas por distintos grupos yihadistas. Nosotros vivimos en la zona de la ciudad controlada por el Gobierno. Nos falta todo: sobre todo la seguridad, porque de los bombardeos de los milicianos no se libran las casas, ni las mezquitas ni las iglesias, ni los niños ni los ancianos. Diversas áreas de la ciudad han quedado completamente destruidas, como el barrio cercano a nosotros, el de la cristiandad, de la antigüedad, que ahora es solo un cúmulo de ruinas. Los bombardeos se acercan a nuestro convento, a nuestra hermosa iglesia de San Francisco: estamos justo en la línea de fuego y no sabemos cuándo nos atacarán. Estamos en el punto de mira. La hemorragia continúa y va sembrando la muerte: mutilados, emigración, terror y amargura en los corazones.
Los precios de la comida son altos y es muy difícil conseguirla. Los más ricos ya se han marchado, con nosotros se han quedado los más pobres. Luego faltan las medicinas y los servicios sanitarios, pues muchos médicos han abandonado el país. Falta agua, y esta es una carencia letal que va a peor. Los grupos yihadistas controlan los pozos y tiran agua al río para impedir que la gente beba. En las casas no hay ni agua ni electricidad. Tenemos una sed tremenda. Ya hemos tenido algunas muertes por deshidratación.
¿Cómo convencer a un cristiano para quedarse? ¿Por qué debería quedarse? Es mejor escapar. Nos quedamos atónitos al descubrir que muchos de nuestros jóvenes cristianos, con alto nivel de estudios, se han lanzado al mar para arribar a algún país seguro. Cada vez son más los que dejan Siria o la dejarán. Para nosotros, cristianos de Oriente Medio, en concreto de Alepo, es como vivir en el Apocalipsis, sobre el que yo medito casi a diario: los caballos de la muerte, de la sed, de las enfermedades llegan de un modo imprevisible, repentino. Vivimos en una extrema inestabilidad.
Nosotros, los hermanos, a solo 50-60 metros de los milicianos, ¿qué debemos hacer? La gente pobre nos mira y espera, espera mucho de nosotros. Las respuestas no son solo “pasivas” –en sentido positivo: hay que tener paciencia, llevar la cruz de cada día–, sino también inmediatas. Nuestra respuesta, que es la respuesta de la fe, de la Resurrección, también quiere decir estar siempre atentos al Espíritu que sopla, a las necesidades de la gente, cristiana y musulmana. Cuando una mujer llama a la puerta pidiendo agua, no importa si lleva o no el velo, importa que está sedienta. Lo mismo vale para los niños hambrientos, para quien huye de las bombas y necesita seguridad.
Mis hermanos y yo sufrimos mucho, no solo en nuestra misma persona, sino porque vemos al hombre despojado de su dignidad: este es el sufrimiento de Jesús crucificado hoy, en su humanidad, tanto en el cristiano como en el musulmán. Escuchando profundamente la voz del Señor y el grito de los inocentes, podemos llegar a entender cómo responder. Cuando llega la gran prueba, la gran cruz, verdaderamente hace falta aprender de Jesús que, durante su pasión y crucifixión a la hora tercia, supo pensar en los demás, en el futuro de María, de Juan y en la salvación de los que tenía cerca, del buen ladrón; a pesar de todo su sufrimiento, pensó en cómo salvar no solo al mundo entero con su obra redentora sino concretamente al que tenía al lado y sufría con él; pensaba en algo bellísimo: el perdón. Dar a los verdugos su perdón, incluso cuando no lo pedían.
Nuestra respuesta es creativa, viene de la fe, del ejemplo de Jesús. Por la falta de agua, hemos buscado chóferes y alquilado pequeñas camionetas con cisternas y bombas para poder llevar agua a las casas. La última vez había 500 familias en la lista y no podíamos llegar a más de 30 ó 40 al día. Abrimos el pozo del convento y con los voluntarios, de la mañana a la noche, empezamos a repartir un montón de litros al día. Hay gente que viene de muy lejos. Muchos ancianos solos no pueden llevarse el agua hasta su casa, así que con un grupo de voluntarios de 12 a 18 años se la llevamos al menos una vez cada dos días.
Nos hemos transformado: a veces me miro a mí mismo y me río porque yo, amante del estudio y de los discursos teológicos, me encuentro haciendo de bombero, enfermero, vigilante y, solo al final, sacerdote; pero es muy hermoso porque esta es la verdadera experiencia del consagrado, así como del laico que se siente llamado a servir y edificar la Iglesia.
El miedo reina en los corazones, el sufrimiento es enorme, no solo para los cristianos, sino también para los musulmanes que se avergüenzan de lo que está pasando. No sabemos cuándo acabará. Pero no importa cuándo ni cómo termine, lo importante es testimoniar a Jesucristo. También hay que buscar una solución política, actuar, pero nuestra primera tarea es testimoniar la vida cristiana, llevar la cruz amando, perdonando, pensando también en la salvación de los demás.
Estamos a 60 metros de los terroristas que siembran la muerte y el terror en los corazones. Pero en nuestra comunidad, cada día, ofrecemos el sufrimiento por su salvación, rezamos por ellos, les perdonamos. Una señora que vive cerca de nuestra iglesia, donde la mayor parte de las familias es cristiana, se lamentaba porque habían llegado muchos musulmanes que han alquilado o comprado las casas de los cristianos. Ella sentía que algo muy importante había cambiado –el ambiente en la calle, la mirada– y estaba molesta. Le dije: «¿Acaso no es el Señor quien permite que cambie la gente a nuestro alrededor, el ambiente que nos rodea, para que el perfume de Cristo les llegue también a ellos? ¿No podría ser una hermosa misión a la que nos llama el Señor resucitado?». Por tanto, no hay desesperación, sino atención a lo que el Maestro resucitado nos llama, cómo podemos testimoniar la fe a las personas que llegan.
Tenemos mucho que comunicar. Yo he aprendido, también de la historia de la Iglesia, que un cristiano no tiene miedo a nada, ni a lo que es hostil, ni a lo que es distinto de nosotros, ni a abrir las fronteras. No tiene miedo a vivir con nadie. El cristiano goza de un tesoro tan fuerte en su corazón que puede dialogar con todos, libremente, sin perder su naturaleza; es más, su naturaleza está hecha de relación, de capacidad de diálogo. Esto es lo que los cristianos allí, en medio de la ciudad semiderruida, intentamos hacer con todos y a veces sucede sin ni siquiera hablar. Hace pocos días, se me acercó un musulmán que siempre ha trabajado con nosotros: «Padre, mirando cómo viene la gente a por agua, sonriendo, con una gran paz en el corazón, sin pelear, sin alzar la voz… He recorrido Alepo entera y veo lo que pasa: se matan por acceder a los pozos. Me maravillo: vosotros estáis llenos de paz, de alegría. Podéis compartir con los demás, incluso con los musulmanes, con una gran paz. Padre, vosotros sois distintos».
Muchos sueñan con huir: es normal, experimentan todo el mal que se pueda imaginar. Pero nosotros estamos seguros de que el Señor, un día de la historia, al inicio de la Iglesia, plantó el árbol de la cristiandad en la cultura de Siria, en Oriente Medio; los cristianos de hoy no tenemos derecho a arrancar este árbol de olivo y plantarlo en otra parte, porque la voluntad del Señor es que dé fruto ahí. Ahí está la raíz de nuestra fe, en la tierra por donde pasó san Pablo: es la tierra de nuestros mártires y muchas familias están convencidas de que quedarse aquí es una verdadera misión. Imaginad que todos los cristianos abandonaran Oriente Medio y vinieran a Europa, ¿cuánto tiempo necesitaría el Señor mismo y su cuerpo místico, la Iglesia, para implantar de nuevo el cristianismo? Nuestra misión es mantener una presencia ahí y nosotros nos quedamos. No nos rendimos: amamos más, perdonamos y testimoniamos más. Con la fe, la esperanza y la caridad, seguimos nuestro camino que es un Via Crucis.
Sabemos que tampoco para vosotros la vida cristiana es un paseo, para un niño que intenta hacer un camino serio con el Señor, para quien vive en Europa, en los Estados Unidos… Siempre es un camino por la puerta estrecha; hay muchas dificultades, pero también muchas victorias. Sufrimos al entrar en el mundo, experimentamos también la muerte, pero no tenemos miedo porque tenemos la fuerza de la Resurrección. ¿No es este el primer misterio cristiano? Por la fe sabemos que nuestros sufrimientos tienen un sentido profundo, un significado redentor para nosotros y para los que nos matan, para todo el mundo. Tenemos una razón para vivir, una razón para morir.
Pensando en el lema del Meeting, de una gran profundidad, veo en Alepo muchísimos signos de la Resurrección. Por ejemplo, tener la misa cotidiana desde que empezó la crisis hasta hoy, para mí ya es un milagro. Que todavía estemos vivos es un verdadero milagro. Valoramos más el don de la vida. Estamos cada vez más llenos de gratitud hacia Dios, que nos da mucho.
Volviendo a la «carencia» a la que nos remite este Meeting. Ver cómo despierta una búsqueda tan fuerte de Dios por parte de los cristianos, de los sacerdotes, de los obispos, ver la sed de vivir en comunión con Dios es para mí un signo de la Resurrección. También en nuestros hermanos de otras religiones veo que se despierta una gran búsqueda, el sentimiento de una gran carencia. Ante el fundamentalismo surgen preguntas esenciales: ¿el camino que hacemos es la verdad? ¡Cuánta búsqueda de Dios, también entre nuestros hermanos musulmanes! Los que llaman a nuestra puerta, que se preguntan por Jesucristo, que entran en la iglesia para escuchar su palabra. Tanto anhelo, tanta sed que se aviva. En la persecución, en el sufrimiento que vivimos, estamos seguros de que también esto es un gran signo de que Cristo resucitado está presente, aun allí, en Alepo.


La exposición
Y ASÍ ABRAHÁN LLEGÓ A SER MI AMIGO


Uno de los comisarios narra la exposición sobre el Patriarca. Y cómo este hombre le ha acompañado desde «el universo de lo previsible» hasta la confianza en Dios

Ignacio Carbajosa

Hace un año, al terminar el Meeting 2014, decidí proponer una exposición sobre el libro de Job para el año siguiente. Unos días después, en la Asamblea internacional de responsables de CL, Julián Carrón empezó a hablar de Abrahán como el método de Dios para afrontar el derrumbamiento de las evidencias al que estamos asistiendo: Dios elige a uno para llegar a todos. Con el deseo de seguir esta provocación, decidí cambiar y me puse a trabajar en la hipótesis de una exposición sobre Abrahán.
En principio, mis compañeros de camino eran tres: el arqueólogo Giorgio Buccellati, don Giussani y Carrón. Los tres han sido un don inesperado en mi vida, un don que ha ensanchado literalmente mi razón y mi afecto. Y, por tanto, mi mirada hacia la Biblia. Con el tiempo se añadió un cuarto: el mismo Abrahán. Trataré de explicarme.
La primera parte de la exposición, que gira en torno al contexto histórico de Mesopotamia, es deudora del encuentro casual y al mismo tiempo providencial con Buccellati, una gran autoridad de la arqueología del tercer y segundo milenio antes de Cristo en aquella zona. Él es quien nos ha restituido a Abrahán a la luz del mundo mesopotámico, y quien nos ha presentado con inteligencia la plausibilidad histórica de su figura, que muchos niegan. De él hemos aprendido que el politeísmo no es más que un intento de apropiación racional de un universo previsible. Los mesopotámicos no sabían decir al hado, del que no esperaban ningún tipo de autocomunicación.
La segunda parte de la exposición, al presentar el relato bíblico y los rasgos del rostro humano que nacen de él, toma de la mano a don Giussani, que nunca dejó de hablar de Abrahán como del primer momento en que Dios entra en la historia estableciendo una relación con el hombre. Es ahí donde el hombre aprende a decir al Misterio, que se hace familiar. Nace el yo, tal como nosotros lo conocemos. Un yo que en el encuentro con Cristo, verdadero rostro de Dios y verdadero descendiente de Abrahán, se convierte en educación para toda la humanidad.
La última parte llega hasta nuestros días, para responder a la pregunta: «¿En qué sentido el método de Dios, en nuestro mundo marcado por el derrumbamiento de las evidencias, sigue siendo el de Abrahán?». En esta parte nos dejamos guiar por Carrón, que nos ha vuelto a proponer esta figura, siguiendo la insistencia de Giussani, para afrontar los desafíos del presente.
Entre estos tres amigos se ha “colado” Abrahán, que se ha convertido en una gran compañía para mí durante estos meses de trabajo. Recorrer su aventura humana en su relación con Dios me ha situado en el umbral de un paso adulto de fe. Debo reconocer que algunas circunstancias de mi vida, que me costaba entender dentro de un designio bueno, habían oscurecido la alegría de la fe. Acompañar a este hombre, cuya conciencia estaba totalmente entramada por la Presencia de Dios, me ha devuelto al punto de partida: no una apropiación de un universo previsible, sino la confianza en una Presencia que se ha manifestado. Como Abrahán con su hijo de camino hacia el monte Moria: «No comprendo, pero te pertenezco, soy tuyo».