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Huellas N.7, Julio/Agosto 2015

LA ENCÍCLICA

El grito de la tierra

El gesto creador de Dios y el trabajo del hombre. Volver a asombrarnos «por el don de lo creado» para recobrar el sentido de nuestra responsabilidad. Fray PAOLO MARTINELLI, capuchino y obispo auxiliar de Milán, lee en la Laudato si’ una invitación a la santidad

El Papa que, por primera vez en la historia de la Iglesia, ha asumido el nombre del santo de Asís, ha elegido como título de su segunda encíclica las palabras Laudato si’, Alabado seas, tomadas del Cántico del hermano sol, que escribió san Francisco. El Papa nos ofrece aquí referencias puntuales sobre la dramática situación ambiental (Lo que le está pasando a nuestra casa: nn. 17-61), que requiere del hombre una renovada responsabilidad (Algunas líneas de orientación y acción: nn. 163-201). Entra en el detalle de la situación mundial, en cuestiones de economía y finanzas; observa la pesada incidencia de la tecnocracia globalizada; denuncia la grave y extendida inequidad del acceso a los recursos, sobre todo por parte de los pobres. Todo ello pone de manifiesto la raíz humana de la crisis ecológica (nn. 101-136). Todos debemos agradecerle esta franqueza evangélica.
Creo que es importante comprender la raíz de su invitación a convertirnos hacia una ecología integral (nn. 137-162), lo que implica una auténtica ecología humana, como ya nos dijo Benedicto XVI, así como una ecología de la vida cotidiana (nn. 147-155). Hay páginas en las que Francisco nos invita a tomar opciones valientes, nuevos estilos de vida marcados por la sobriedad, la solidaridad y la capacidad de compartir.
En el origen de esta propuesta está el Evangelio de la creación (nn. 62-100), mediante el cual la luz de la fe ofrece «grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos y hermanas más frágiles» (n. 64), promoviendo la educación en una honda espiritualidad ecológica (nn. 202-246), porque «lo que el Evangelio nos enseña tiene consecuencias en nuestra forma de pensar, sentir y vivir» (n. 216).

El origen del desorden. La referencia explícita a san Francisco de Asís a lo largo de toda la encíclica constituye un constante reclamo ejemplificativo. El santo de Asís nos muestra que «una ecología integral requiere apertura hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos conectan con la esencia de lo humano» (n. 119). Francisco de Asís como testigo y promotor de una fraternidad con todo lo creado (n. 221) se nos presenta como la antítesis del individualismo exasperado del hombre contemporáneo.
En este marco, el Santo Padre contesta a la acusación irracional de algunos ámbitos culturales que pretenden identificar en la tradición judeocristiana el origen de una manipulación indiscriminada de la naturaleza, al poner al hombre en una posición de “dominio” lo creado. Por el contrario, el relato bíblico nos recuerda que «la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra» (n. 66). Dios confía al hombre la guarda y el cuidado de la creación. La Escritura ve «una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras» (n. 67). En este sentido, el origen del desorden ecológico es más bien el olvido de la visión bíblica genuina.
El Papa recuerda que la realidad no es simplemente “naturaleza”, sino criatura: esto significa que las cosas no son nunca mera materia que manipular. La realidad tiene siempre el carácter de un don. Al mismo tiempo, el concepto de creación, en cierto sentido, desmitifica la naturaleza. Aquí el Papa recuerda que la vida se altera cuando dejamos de reconocernos como criaturas. También el consumismo compulsivo parece exigir «indebidamente [de las cosas] lo que en su pequeñez no nos pueden dar» (n. 88). En efecto, las criaturas obras del Misterio infinito son signos. La grandeza de san Francisco reside precisamente en mirar cada criatura a la luz de su relación con Dios: «cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas» (n. 11).
Al final, resulta muy sugerente la referencia a la dimensión sacramental, como el nexo entre la realidad creada, el trabajo del hombre y la acción de Dios en el tiempo y el espacio. De hecho, en los Sacramentos la realidad creada se convierte en expresión de lo divino: «Los Sacramentos son un modo privilegiado de cómo la naturaleza es asumida por Dios y se convierte en mediación de la vida sobrenatural» (n. 235). En particular, en el misterio de la Eucaristía.
Allí vemos el entrelazarse de la realidad “fruto de la tierra y del trabajo del hombre” y la acción de Dios que cambia el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. De allí brotan esas hermosísimas páginas de la encíclica que muestran la dimensión trinitaria de todas las criaturas. La creación entera lleva la impronta de la Santísima Trinidad. El teólogo franciscano Buenaventura, que el Papa cita, afirma que el hombre antes de la ruptura del pecado podía contemplar en todas las cosas estos signos de la Trinidad. Esta mirada reaparece en la del santo.

Sanar la ruptura. El Santo Padre recuerda que «es significativo que la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura» (n. 66). Aquel que por gracia recobra la relación con Cristo vuelve a asombrarse por el don de lo creado y recupera también el sentido de su responsabilidad.
En último término, la invitación de la encíclica es a esta santidad, como ideal auténticamente humano y social.


«Sabemos que las cosas pueden cambiar. El Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común»
(Laudato si’, n.13)

«¿Para qué pasamos por este mundo? ¿Para qué trabajamos y luchamos? ¿Para qué nos necesita esta tierra? No basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad»
(Laudato si’, n.160)