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Huellas N.7, Julio/Agosto 2015

TESTIMONIO / Londres

Un turno de vela en la noche

Alessandra Stoppa

Los planes que fracasan, la búsqueda de trabajo, las preguntas que surgen. Lucía es una joven enfermera que trabaja en Londres. He aquí el diario de su trabajo en el Queen’s Hospital. Entre dolores de parto, encuentros y deseos de «Primera división…»

Un gemelito, muerto en el vientre de su madre, que lo ha parido con 360 gramos. Es la primera vez que Lucía asiste una muerte intrauterina. Veintiséis años, de la provincia de Trento, licenciada en Obstetricia en Brescia, trabaja en el Queen’s Hospital de Romford, periferia de Londres. Esta noche le toca a ella enviar la placenta al laboratorio y la pequeña criatura al obituario. Nunca lo ha hecho, le pide ayuda a una compañera. «Fuimos juntas al quirófano. Él estaba allí, diminuto. Y perfecto». La enfermera lo mete en una bolsita de plástico y lo cierra en una caja. «A mí solo me entraban ganas de llorar». Luego, Lucía se queda sola, porque tiene que llamar al celador: así lo prevé el protocolo. Se presenta un hombre de color, grande y grueso, que la mira un momento y le dice: «¿Lo has preparado bien?». Le agradece esta pregunta. No sabe qué quiere decir, pero sabe que así no puede ser: «No, ahora lo preparo». Recupera unas sabanitas, le prepara una cuna, lo toma entre sus manos, minúsculo, con temblor, lo mira atentamente. «Puse todo el amor del que era capaz, porque Dios no lo habría tratado de manera distinta. Y sé que es así porque ahora yo me siento tratada así por él».

LAS DIRECTRICES. Hace dos años, Lucía nunca lo hubiera dicho. En un abrir y cerrar de ojos, creía haberlo perdido todo. «Vi cómo se derrumbaban los dos pilares de mi vida: mi novio, con el que estaba a punto de casarme, se fue. Y también me despidieron del hospital en donde trabajaba». Pero no se quedó llorando sus penas. Salió para Brasil, para trabajar durante un tiempo con las madres solteras en las favelas. «Fue una experiencia que me marcó a fondo. Al igual que mi estancia en África durante la preparación de la tesis de licenciatura. Me motivaron para formarme bien y crecer profesionalmente». Se preguntó dónde podía ir y no lo dudó: Inglaterra. «Todas las directrices en materia de maternidad llegan desde aquí: experimentan mucho y, a pesar de los límites y la excesiva medicalización, hay mucho que aprender».
De este modo, Lucía es un joven cerebro italiano en el extranjero. Pero no en huída. Lo demuestra por cómo vive este trabajo, lejos de su casa y sin seguridades. Llegó al hospital sin conocer a nadie, en el accomodation donde reside con otras tres chicas, la convivencia es dura. La mayoría de las veces, cuando vuelve del trabajo, tan solo encuentra las puertas de sus habitaciones cerradas. Los amigos de la comunidad del movimiento viven bastante lejos. «Cuando puedo, voy a verles, porque para mí es una gran ayuda. Pero yo quiero vivir en primera persona cada instante. En la unidad de neonatos del Queen’s Hospital pasa lo mismo que en la casa donde resido. Pero en esta aparente soledad, nunca estoy sola. Cuando me olvido, por temor o distracción, Dios me pone al lado alguien que me lo recuerda». Sucede algo que propicia un cambio, tanto suyo como de los demás. Día tras día. Empezando por el primer turno de trabajo, hace un año.

¡TUM, TUM, TUM! Aterrizó en la unidad para su primer turno de trabajo y le recibió María, la jefa de servicio, mientras colgaba el teléfono que no paraba de sonar: «God is good!». El tablón de los ingresos habla claro: 16 camas, 3 disponibles, y 11 mujeres llegando. «Había un trajín impresionante. Mis colegas y yo corriendo de un lado a otro... En ese ajetreo, retumbaba en mi cabeza como un estribillo la voz de María: God is good, y el corazón, atenazado por el miedo de no estar al altura del momento, de repente respiraba». Al finalizar el turno, mientras ponía algo de orden en los historiales clínicos y en su cabeza, pensaba sorprendida en cómo María supo gestionar el caos de aquel día. «Gracias, María». «¿Quién me da las gracias?», salta la jefa de servicio levantando la cabeza del escritorio: «Yo». Y Lucía la abraza. «Ese abrazo fue más bien una necesidad mía que un don para ella». «God is good», le contesta María: «Tú y yo seremos grandes amigas». Desde aquel día, cuando la llama por el pasillo, todos oyen: «Love!». Y ella: «¡Heme aquí, María!».
Aziza está en la semana 24. Su niño peligra y la madre se ha quedado en vilo toda la noche agobiando a la matrona. Antes de irse, esta le dice a Lucía: «No he escuchado el latido del niño, porque la madre acaba de dormirse. Mira tú si el niño sigue vivo o no». Lucía entra en la habitación titubeante. «¿Por qué el doctor no me hace la cesárea para salvar a mi niño?», le pregunta Aziza. Lucía se sienta en la cama y le explica con calma la situación, los riesgos, el sentido de ciertas decisiones, del antibiótico, de la monitorización... «¿Lo has sentido moverse durante la noche?». «No». Con el corazón en un puño, le pone las manos en la tripa y enciende el ecógrafo. Nada más apoyarlo: ¡tum, tum, tum! «El latido de ese niño llenó la habitación. Y el corazón de Aziza y el mío. Como si gritara: ¡estoy aquí!». La cara de esa mujer cambia totalmente: el niño está vivo.
«De esta manera, me siento continuamente acompañada», cuenta Lucía. Un rostro que cambia, un encuentro, una palabra. Basta tomar un turno de noche cualquiera. Zarah es una mujer musulmana con dolores de parto por su cuarto hijo, los primeros tres ya son adolescentes. «Bromeando, le pregunto: “¿Ha sido una sorpresa?”. Se lo digo con la palabra “error” en la cabeza... En ese momento interviene el marido, con la barba larga y la chilaba: “Ha sido un don”, y con la cabeza apunta al cielo. Me corrigió y me cambió el corazón». Una hora tras otra, el parto de Aziza se complica, el latido del niño da señales de estrés. Lucía hace todo lo que puede y mientras reza: Ángel de la guarda... Mientras le pone el suero y el monitor, se da cuenta de que Zarah, con los ojos cerrados por los dolores, también reza. «Me conmoví. Por aquella increíble unidad, por aquella petición tan unida y sincera». Mientras tanto, en la habitación de al lado, Kate está exhausta. En tres semanas la han ingresado siete veces por hemorragia. Según va creciendo el niño, la placenta se estira y sangra. Cuando Lucía llega para controlar su estado, le pregunta: «Kate, no me acuerdo, ¿es niño o niña?». «Solo sé que es un problema. Desde el comienzo del embarazo, es mi problema». «No te creas», responde Lucía: «Este es tu milagro. Es cierto, te está costando pero ante todo es un auténtico milagro». A Kate le cambia el semblante y desde ese momento dice «my baby» y no «my trouble».
Primeras luces al amanecer. Lucía corre a la habitación 32. Ivanhi ha alcanzado la dilatación completa y todo es tan rápido que no da tiempo a llamar a su marido. «Cuando le puse al niño en el pecho, me sonrió: “En este momento tú eres mi familia”». Una hora después, llega corriendo el marido e Ivanhi sigue diciéndole: «Ella es mi Lucy». «Yo era parte de esa familia», comenta Lucía: «Siempre esa increíble unidad...». Falta media hora para el final del turno. Youshra, una colega musulmana, con el velo en la cabeza debajo de la cofia del quirófano, corre detrás de ella: «¡Lucy, has perdido tu cruz!». Ella controla, pero la cruz pende de su cadenita, como siempre. «Perdona, vi que alguien se había dejado esa cruz y pensé en ti». «Cuando me dijo eso», cuenta Lucía, «con ternura me vino a la cabeza cómo esa cruz coincide conmigo. Y cómo está en el origen de esa increíble unidad con todas estas mujeres».
En la entrevista de trabajo en el hospital, le habían preguntado: ¿quién eres tú? «Aquí se hace así, no hay oposiciones, ni muchos currículos», explica: «Cuando me preguntaron eso, me lancé a hablar de mi pasión por mi trabajo y de mi vida, porque no las puedo separar». El viaje de vuelta en avión, después de la entrevista y con un contrato firmado, no lo olvidará jamás: «Estaba convencida de que en mi vida había deseos de Primera división: el novio y el trabajo. En aquel momento uno de los dos había quedado satisfecho, sin embargo mi corazón seguía inquieto. Entonces comprendí que las cosas son distintas. Mi deseo va más allá de las imágenes de felicidad que tengo. Fue un descubrimiento decisivo. Se me cayó la venda de los ojos. Hasta entonces, para mí todo lo demás era de Segunda, era como si no existiera, no lo miraba».

LAS DOS MUJERES. Los dolores de parto, el quirófano, los colegas, han sido la realidad que ha propiciado esta apertura. «Todos los días, en la unidad de neonatos me enfrento al vacío y al deseo infinito que llevo dentro. Cuando me dejó mi novio, solo deseaba ser esposa y madre. Y todavía lo deseo. Pero el dolor ha despertado en mí un amor tan grande que no puedo tenerlo para mí, ni guardarlo para una persona “x” en el futuro. Necesito entregarlo desde ahora». Cuando empezó a entregarlo a las mujeres que se le confían, todo cambió. «Antes pensaba que mis deseos no eran escuchados, pero el fruto del camino que he recorrido este año es que ahora sé que Dios se cuida de mí todos los días. Y responde a mi petición». Hasta en el detalle. «Dios sale a mi encuentro en el trabajo y me llama a aprender lo que más me cuesta: la paciencia y la espera. Me obliga a trabajar, me entrena para la vida».
En los paritorios 10 y 11 se practican los abortos. Lucía ha hecho objeción de conciencia, pero a veces tiene que cuidar de mujeres que han abortado. En la misma noche, en una sala se juntaron una mujer a la que le había muerto un hijo y al lado una que elige que su hijo muera, por una anomalía pulmonar. «Las cuidaba a las dos, pero las miraba de manera distinta. No podía evitarlo». Era una lucha interior y, mientras, observaba a la pareja africana que había perdido al niño: «Estaban tan unidos. Se sostenían, se querían. El marido de la otra mujer dormía y ella salía al pasillo para hablar conmigo. No aguantaba quedarse sola. Estaba rota en dos. Solo aquella noche entendí su drama».
En las historias de la mayoría de las pacientes hay un aborto. «Es trágico, pero es un dato objetivo. Es la única opción que se les ofrece, no hay otra propuesta. Muchas veces faltan simplemente las ganas de acompañarles, de implicarse con ellas, de explicar, de escuchar. Yo lo hago porque es un bien para mí. La relación tan familiar con ellas es la manera en que Dios me toca y me sorprende». También cuando, por primera vez, una paciente la rechazó. «No me quería, no se dejaba tocar. Fue muy difícil, porque al rechazarme como profesional me rechazaba como persona. Me hirió. Pero recibí una caricia en esa bofetaba». El abrazo verdadero de sus compañeras a su tristeza, que hizo brotar en ellas la pregunta: ¿Pero quién eres tú? «No soy mi performance. Yo soy la relación con Otro que me trata con amor siempre, aun cuando fracaso».