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Huellas N.5, Mayo 2015

INMIGRACIÓN

«Buscan la felicidad»

Paolo Perego

Una historia, entre muchas, para comprender mejor qué es lo que viven las personas que desembarcan en las costas del Mediterráneo. Moussa viene de Gambia, arribó a Sicilia y ahora vive con Carlo, que ha abierto a los inmigrantes su pequeño hotel en Bormio, en el norte de Italia. «Solo quería vivir»

El número cuarenta y cinco de zapato le viene pequeño, dice. Pero la piel de ante de las chirucas, que acaba de sacar de la bolsa de ropa usada, ha dado de sí y le pueden valer. En Bormio, alta Valtellina, todavía hace frío a finales de abril. Se llama Moussa Fai, tiene 34 años y viene de Gambia, una lengua de tierra engastada en el Senegal, con una pequeña salida al Atlántico. Aquí, en el confín con Suiza, llegó el 19 de abril. El día después de la tragedia que cosechó novecientos muertos en el barco de inmigrantes que se hundió en el Mediterráneo. «Habría podido ser uno de ellos», dice Moussa: «Llegué a Sicilia el 13 de abril. Me salvaron en alta mar».
Es uno de los miles de hombres, mujeres y niños que «para poder vivir», como dice él, escapan del hambre, las guerras y las persecuciones embarcando en las costas de Libia. «Hombres como nosotros, que buscan la felicidad» ha dicho el Papa Francisco, invitándonos a mirar a esta gente, a conocer sus dramas y sus esperanzas. Un paso que hay que dar para superar las polémicas y las múltiples opiniones sobre lo que pasa desde hace meses en el “mare nostrum”.
Entre los miles de rostros que abarrotan las crónicas, hemos elegido dos. Sin la pretensión de decir todo, sino con el deseo de entender mejor. La vida de Moussa y la de Carlo Montini, de setenta años, hostelero, que ha respondido a la petición de las autoridades gubernamentales italianas para hospedar a esta gente.
Hoy sus dos historias se cruzan entre el hall, las habitaciones y el comedor del Hotel Stella, en la centralísima calle Roma de Bormio.
«Al comienzo eran cinco, pero uno, bengalí, se fue», explica Carlo. Ahora, en el hotel desierto en la temporada baja, viven Bahara Alí y Farouk, musulmanes de Bangladesh, Al Kalí, 27 años, el más joven, también de Gambia y cristiano como Moussa.
«El hotel está vacío. ¿Por qué no hacerlo?», comenta Montini. Recibe 35 euros al día por inmigrante. Está claro que no se trata de business, hay algo más que le mueve a hacerlo. «Son buenos chicos, necesitan de todo. Tienen sus sueños, sus expectativas. Yo soy de Sesto San Giovanni, a las afueras de Milán. En los años ‘50 vi cómo llegaban olas de emigrantes desde el sur de Italia para trabajar en las fábricas del norte. Algunos les acogían, otros les marginaban. Lo mismo que ahora». Tardó poco en responder a la petición del delegado del Gobierno.

La huida. «Era pobre y no tenía qué comer. Trabajaba de barbero», cuenta Moussa. Mi familia es musulmana, pero yo me convertí al cristianismo en 2004. Se dice católico, aunque entonces frecuentaba a los protestantes: «Me gustaba cómo trataban todo, cómo trabajaban, cómo trataban a las mujeres. Eran más humanos. Y más felices». Tenía una tienda cerca del puerto: «Me obligaron a cerrar poniendo impuestos demasiado onerosos». La dictadura en su país, la falta de libertad, la pobreza. A su padre le mataron por oponerse a la ablación de sus hijas: «Irme suponía también una ayuda para mi madre, que se quedó viuda y con diez hijos. Tenía miedo de que me mataran también a mí. Por las noches tenía pesadillas, me apresaban, me pegaban. En fin, solo quería vivir».
Huyó a Senegal, donde conoció a otro barbero y empezó un nuevo negocio. Pero también allí un cristiano tiene vida dura. «Mi amigo me sugirió que fuera a Libia, pero no tenía dinero. Me ayudó él». Pasó por Mali y Niger, llegó a Trípoli el año pasado. Se recicló como obrero de la construcción pero la situación política, con la amenaza de la guerra, empeora cada vez más y el odio de los libios empieza a crecer. «Un día volví a casa y había explotado una bomba en mi edificio. Seis compañeros míos habían muerto. Empecé a dormir en la calle, pero la gente me pegaba, me amenazaba».
Un amigo senegalés le lleva a trabajar con su hermano a Zuwara, hacia el confín tunecino. A cambio, le pagará el pasaje para huir a Italia. «Nos despertaron una noche y me llevaron a la playa. Había miles de personas. Nos hicieron subir a un barco. Nosotros éramos unos setenta». Eran las 4 de la mañana. A las 11 habíamos alcanzado las aguas internacionales. «Desde Libia, alguien llamó al Salvamento Marítimo italiano. El barco zozobraba, hacía frío, teníamos miedo. Dos mujeres y un hombre murieron».

Arroz y amenazas. No sabe decir quién le salvó. Moussa simplemente da gracias por haber sido rescatado de las aguas marinas. Tampoco recuerda donde desembarcaron. Quizá en Puerto Empédocles, donde le identificaron y le llevaron a un campo de refugiados. «Nos dieron de comer, nos acogieron. Nos entregaron una tarjeta de teléfono para llamar a casa y decir que estábamos vivos». Él llamó enseguida a su madre. «Luego, nos llevaron al norte, a Bormio, en el hotel de Carlo. El otro día, un chico que trabaja de enfermero en un hospital nos llevó a la nieve: ¡nunca la habíamos visto!», cuenta feliz. Se da la vuelta y llama a Carlo: «Carlo, don’t do it. “Non farlo”», un juego de palabras que el hostelero le enseñó una tarde en que improvisó como profesor de italiano.
«Es como un padre», dice Al Kalí, que emigró a Libia a los quince años para trabajar de panadero. Conoció a Moussa después de desembarcar en Sicilia. Ahora comparten habitación en el Hotel Stella. Y ríen mientras rebuscan entre la ropa que Silvio, después de haber leído la noticia en el periódico local, les acaba de traer desde su pueblo, Semogo. Moussa se pone una chaqueta que le queda ajustadísima, Al Kalí se la pone y le sobra por todos los lados. Se echan a reír.
«Pollo con arroz y azafrán, ¿vale?», les grita Carlo desde el semisótano donde está la cocina. Sube y baja todo el día para cocinar, poner la mesa, lavar los platos. «Lo hago todo, no hay personal en esta temporada porque no hay clientes…». No son clientes, en efecto, los cuatro chicos, basta ver cómo les trata.
«No es tan fácil. Muchos en el pueblo me han quitado el saludo». Incluso le han amenazado: «Mira bien lo que haces, por ti y por tu familia. Estás arruinando el valle», cuenta con amargura. Ha superado muchas dificultades en su vida y ha salido adelante, reciclándose como hostelero, hace unos años, cuando fracasó su anterior negocio: «Además de por solidaridad, lo hago para sufragar los gastos del alquiler. Hay gente a la que le molesta que alguien acoja a estos chicos, pero a los setenta años de edad esto no me afecta». Ahora tienen que pensar en estos chavales: «Les acompañé a los controles médicos. Y también a misa». Y añade: «Si por mí fuera, les contrataría para algún trabajillo».

Casa solo hay una. «Me gustaría encontrar un trabajo, rehacer mi vida, formar una familia. También conocer, viajar», dice Moussa sentado en un banco con Al Kalí, mientras delante pasa la gente. Algunos alargan el paso. Otros miran para otro lado. Hay quien se para a saludarles. «Nos han acogido. ¡Italia es un país precioso! Me gustaría darle las gracias al Papa por todo lo que hace por nosotros, por haber bendecido a África y a los emigrantes. Somos iguales, ha dicho. Dios nos ama a todos por igual. Mientras, yo rezo mucho para tener la documentación en regla. Y para tener una vida buena, para poder un día volver a casa. Porque casa sola hay una… En fin, solo pido poder vivir como un hombre».