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Huellas N.4, Abril 2015

VENEZUELA

¿Quién se atreve a esperar?

Maurizio Vitali

Veinticinco mil muertos. La falta de comida y medicinas. La caída del precio del petróleo y la represión política. El país sufre una de sus peores crisis, sin embargo, hay algo que parece lo más frágil, pero que no se derrumba. Leed aquí las historias de Carmina y Pedro...

A pesar de todo, se habla poco de ello, pero Venezuela se ha precipitado en una de las crisis más dramáticas y desesperadas del mundo. El pueblo es víctima de una pobreza y violencia cada vez más inauditas. Hasta el punto de que el Papa Francisco, en el Ángelus del 1 de marzo, la asoció a las tragedias extremas de Siria e Iraq. ¿Cómo se puede vivir aquí? A los venezolanos no les llega con su salario, si es que lo tienen. El bolívar tiene el pomposo nombre del Gran Libertador, pero el mismo valor que el papel de estraza. La inflación es de vértigo: 70%. Alimentos y medicinas (imagínense lo demás) han desaparecido de los estantes. Para encontrar tan solo un kilo de harina o un litro de leche hay que aguantar días enteros haciendo cola, como en tiempos de guerra o en la antigua Unión Soviética.
Pero, pensándolo bien, todo lo que hay aquí son restos de guerra y socialismo. Enfrentamientos en la calle que se cobran víctimas mortales, brutales arrestos de alcaldes democráticamente elegidos, horribles torturas a jóvenes encarcelados arbitrariamente y un montón de delincuentes dispuestos a todo para robarte un puñado de dinero. En un año, 25.000 víctimas mortales.
Un desastre así es resultado de casi dos décadas de utopía en el poder, con un pueblo reducido a conejillo de indias del pertinaz proyecto de un emulador de Fidel Castro, el visionario Hugo Chávez, y su obstinada pretensión por ser el que hiciera levantarse al sol tras una montaña de petrodólares... que no existían. Así fue como aplastó a la sociedad y a la economía, antes de ceder el mando a su heredero, su fidelísimo Nicolás Maduro, conductor de autobuses, al frente de la nación. Un país sumido en las tinieblas.
Dicho esto, ¿se puede tener la osadía de tener una esperanza? ¿De afirmar que hay una esperanza que no consiste en ideas más o menos inteligentes, ni en proyectos de cambio más o menos violentos, sino en la persona, que es lo más frágil e inerme que existe? Si alguien quiere poner en duda que las verdaderas fuerzas que mueven la historia son las mismas que mueven el corazón del hombre, tendrá que vérselas con los sencillos testimonios que siguen. Se trata de una madre de familia que lucha con la escasez de comida y dinero, digamos que se llama Carmina; y de un joven artista al que llamaremos Pedro, como Simón llamado Cefas.

Zapatos a plazos. Carmina aún no tiene 40 años, es profesora, tiene dos hijos y un marido taxista que trabaja a 70 kilómetros de El Tucuyo, donde residen. Sería fácil pensar: bueno, con dos sueldos se las tendrían que apañar. ¡Pues vaya! El marido da saltos mortales para mantener en condiciones su taxi, pues las piezas de recambio valen oro. Y el problema de las cartillas para la comida lo pone todo en entredicho: «Uno que tiene la suerte de trabajar, ¿de dónde saca el tiempo para buscar comida? Es imposible», explica Carmina: «No te queda otra que buscar a algún conocido que revenda los productos al margen de los canales legales, a precios más elevados». Contrabando y comercio clandestino son actividades que practica muchísima gente para tener algo de lo que vivir. Por contra, no es frecuente, ni fácil, ayudar a otros a cambio de nada. Solo sucede entre amigos, cuando uno tiene una compañía de amigos de verdad. «En El Tucuyo formo parte de una comunidad cristiana de 22 personas; tratamos de ayudarnos y de ayudar también a nuestros vecinos», cuenta Carmina. «Gracia a los amigos de Caracas, hace poco conseguí leche y jabón». Algo así (una cosa tan básica como conseguir leche o jabón) le da confianza y le llena de agradecimiento: «No estoy sola, tengo experiencia de que el Señor no me abandona. Agradezco la compañía de los amigos que Dios me ha dado, para que no cayera en la desesperación».
Carmina y sus amigos se ayudan también a afrontar los gastos del material didáctico para sus hijos, organizando mercadillos en el colegio. Tampoco desespera ante la ardua tarea de alquilar un cuarto en Barquisimeto para que su hija pueda estudiar en la universidad. «¿Tienes el dinero?». «No». Durante un tiempo se puso a vender bisutería, «conseguía algo, pero no me parecía justo hacer que la gente se gastara el dinero en cosas fútiles…». Ahora se dedica a vender zapatos a plazos. Sí, a plazos: un par cuesta como mínimo cinco mil bolívares (unos 35 euros al cambio oficial), dos o tres meses de sueldo, ¿quién los tiene? Toda la dedicación y sacrificios de Carmina son por el futuro de sus hijos. Por esta razón, no se plantea siquiera operarse para quitarse el fibroma que le han descubierto en el seno. «Costaría 36.000 bolívares». Sin embargo, sorprende la determinación y alegría de esta mujer, llena de vida y de iniciativa en un contexto que amedrantaría a un felino. «Tengo amigos que son Ojos de cielo dirigidos a mí».
Pedro, en cambio, tiene 25 años y es músico: toca la guitarra en orquestas y da clases de música. Vive en la zona este de Caracas, un barrio muy pobre de la capital. Un viernes por la mañana como otros, Pedro sale de casa sin saber que están empezando sus Tres días del Cóndor o, mejor dicho, sus tres días de pasión, infierno y resurrección.
Primer día, rabia. Se habían convocado dos manifestaciones contrapuestas, chavistas y anti-chavistas. «Durante años todos, pro-gubernamentales y opositores, han transmitido al pueblo la idea de que quien no está de tu parte está en tu contra, es un enemigo al que odiar y, si puedes, quitar de en medio». Las fuerzas del orden blindaron la zona que rodeaba su casa. La única salida era una vía controlada por los violentos. Pedro empieza a sentirse abatido. Por la vía peligrosa consigue llegar a la estación de metro: cerrada. No queda otra opción que la siguiente estación, bastante lejana. Vuelve la rabia. Transcurre su jornada de trabajo, llega la hora de volver: la estación todavía está cerrada, siguen los enfrentamientos en la calle. Pedro se encuentra bloqueado por la turba de militantes chavistas, sin poder ir a un lado ni a otro. Con qué ganas patearía a esos prepotentes, a los guardias, a los políticos, a los torniquetes del metro y al mundo entero.

Cinco contra uno. Segundo día. Pedro sale de casa y se dirige hacia el metro. Tras recorrer unos cientos de metros, se da cuenta de que tres chavales le están apuntando. «Eran jóvenes, en torno a los 18 años», cuenta: «Tenían cara de delincuentes». Los tres le abordan amenazantes y le piden su dinero. Pedro tuerce a un lado para salir por piernas. Pero entonces aparecen otros dos de refuerzo. «Eran cinco y yo solo. Y la gente alrededor, todos hacían como si nada». Vuelve a intentar huir, el jefe de la banda le alcanza agarrándole de la chaqueta. Por un instante los ojos de Pedro se cruzan con los ojos de su atacante: escupen odio. Luego se escabulle fuera de la chaqueta, que deja en manos del energúmeno, y se pone a salvo. Pero esos ojos de odio son como el espejo de su propia rabia del día anterior. «Pero cómo es posible…», se pregunta: «Yo que he encontrado a Cristo y participo de su amistad, ¿cómo es posible que esté tan loco y reaccione con la misma violencia que domina a todos?». Escribe a sus amigos, habla con el mayor de sus amigos, Aliprando, para que le ayude a comparar su fe con lo que está sucediendo, sin edulcorar la realidad. Participando en este movimiento eclesial que no le deja tranquilo, Pedro quiere verificar cómo «a través de la circunstancia el Misterio me construye».
El camino se aclara. Domingo, tercer día. Pedro está implicado en la preparación de una exposición sobre don Giussani. El trabajo se desarrolla en casa de un amigo. Para llegar, tiene que volver a utilizar el metro. Para comprar el billete, Pedro tiene que ir a sacar dinero. Y hete aquí que otra vez se encuentra con uno que le sale al encuentro, le agarra por un brazo, quiere su dinero. Él ha aprendido a zafarse, se escabulle entre la multitud del metro, se queda sin aire y, esta vez, se sorprende distinto: «Como si fuera el hombre más tranquilo del mundo, no sentí ningún odio hacia ese pobrecillo», afirma: «Estaba desesperado por no saber cómo llegar a fin de mes». Pide por él, le encomienda a quien puede socorrerle. Y perdonarle.
Pedro empieza a preparar la exposición, tendrá que dedicarle varias sesiones, cosa que le ayudará a centrar sus pensamientos en la experiencia que vive. «Solo Cristo puede sanar nuestra alma del odio y de la rabia, y así nosotros podremos llevar una esperanza nueva para todos. No porque seamos mejores que los demás». Sino porque Pedro es como san Pedro, cuando al Jesús que poco antes había renegado dijo sincero: «Tú sabes que te quiero».
Parece nada, en una Venezuela metida en un túnel, que discute de hambre, política y petróleo. Pero son luces que se encienden. Y que generan luz alrededor.


LOS NÚMEROS
25mil las muertes violentas en un año
60% la tasa de inflación en 2014
55$ el valor de un barril de petróleo (en 2013 era 100$)
0,02$ el litro: el precio de la gasolina