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Huellas N.6, Junio 2008

PRIMER PLANO - El riesgo de la fe

Las dos o tres cosas que entendí franqueando la Gran Muralla

Luca Doninelli

Los nuevos millonarios, la importación de cerebros, la curiosidad por Dante. Postales desde la capital donde se vive «como si el yo no existiera», pero echándolo de menos

Todavía no había ocurrido nada en el Tibet cuando visité Pekín. Pero si hubiera sucedido mis palabras seguirían siendo las mismas. No es necesario ser experto en política internacional para comprender que mientas siga existiendo un solo chino sobre la faz de la tierra, el Tibet no conseguirá la independencia, si no es –y esto es bien sabido– a costa de una guerra, que para China sería una guerra defensiva. Este problema tiene ya miles de años: años que en China discurren extrañamente, parecen inmóviles y de repente aceleran de manera fulminante.
Quisiera contar aquí lo que permanece de modo indeleble de ese viaje hacia un mundo peculiar, con una civilización que no tiene ninguna raíz en común con la nuestra, que considera el tiempo y mira al hombre de manera diferente, y que sin embargo, podría en pocos años hacérsenos familiar.

El factor humano
Existe una China modernísima y riquísima. Miles y miles de millones, fortunas inmensas que se han acumulado sobre todo gracias a los mercados financieros. En China hay trescientos cincuenta millones de ricos y novecientos millones de pobres. Llegar a Pekín por el aeropuerto produce una gran impresión: sorprendentemente uno se encuentra rodeado de un bosque de rascacielos, varias veces más grande que Manhattan. La mayoría de esos edificios son de hace menos de ocho años. Terrenos que en el 2000 eran todavía campo se han transformado en modernísimos centros de negocios. Todos los grandes estudios de arquitectura del mundo han dejado aquí su firma.
El pueblo chino está formado por muchas etnias diferentes, según me han dicho, concretamente veinticuatro. Pekín se encuentra al norte del país, casi al abrigo de la Gran Muralla. Más al norte, uno se adentra en regiones poco habitadas, de paisaje lunar, como Manchuria o Mongolia. Los jóvenes pekineses son guapos, altos y visten a la moda. Al conocerlos, al charlar con ellos, se advierte una energía enorme: pretenden conquistar el mundo, y quieren hacerlo deprisa.
Conquistar el mundo es un deseo sano. Es para lo que estamos hechos. Por eso los chinos me inspiran simpatía. Me han dicho que en EEUU un alumno de Bachillerato medio no sabe quien era Dante Alighieri, sin embargo en China hay en el mercado unas siete traducciones de la Divina Comedia, y Dante es muy apreciado por los jóvenes (que lo leen como una especie de evolución de Harry Potter).
Un funcionario de la Embajada italiana me dice que en Pekín la población universitaria se encuentra en torno al millón de personas –incluyendo los procedentes de otros distritos–, y que, entre públicas y privadas, hay casi un centenar de universidades. En muchas materias altamente especializadas, la excelencia ya no se encuentra en EEUU, sino aquí. China ha empezado a importar cerebros.
Sus empresas comerciales están sedientas de realizaciones internacionales. Son ya muchos los que, en toda Europa, establecen relaciones comerciales con China, y el número va en aumento, a pesar de que los expertos en finanzas repiten que el imperio chino es un imperio de papel, una pompa de jabón destinada a desaparecer en cuanto EEUU decida que ya basta.
Yo entiendo poco de economía, y menos aún de finanzas. Lo que me interesa es el factor humano. La fuerza de China no radica sólo en sus recursos financieros o en su capacidad de renovarse económicamente, sino es sus perspectivas humanas.

Los pobres de Mao
A las clases dirigentes, la aristocracia económica y los intelectuales no les gusta Mao Zedong. Para muchos sólo consiguió que el país perdiera el tiempo, destruyendo por ejemplo la universidad y mandando a los profesores a trabajar en el campo, para luego –cuatro años más tarde– hacerles volver a su sitio.
Pero en la plaza de Tiananmen, la plaza más grande del mundo, durante todo el día, todos los días del año, una cola interminable espera pacientemente delante del mausoleo de Mao. Verles allí es estremecedor. Son pobres, pertenecen a razas distintas de los pekineses, y muchas veces se ve que la ropa que llevan es la única que tienen. Ellos sí quieren a Mao y aguardan sin prisa el instante en el que se encontrarán ante su cuerpo. Para ellos sigue siendo un padre, y es cierto.
En este país comunista no existen sindicatos, no hay tutela ninguna para el que trabaja, no hay protección para los débiles (incluidos los minusválidos), no hay seguridad social. Tu pensión son tus hijos, más bien “el” hijo, puesto que desde 1979 está en vigor una ley que –para frenar el crecimiento demográfico– veta a las familias el tener más de un hijo.
Naturalmente quien quiera más hijos puede tenerlos, con tal de que se los pague al Estado. La cifra no es pequeña: en torno a 7000 dólares. Eso significa que sólo las personas acomodadas se pueden permitir una familia numerosa. De esta manera, el Estado calcula que en un par de generaciones, el número de ricos superará al de los pobres, destinados a la extinción.
¿Pero dónde irán ese día todos esos chinos ricos a procurarse los recursos?
Habrá que esperar para poder responder a esta pregunta; entre tanto, lo que se observa es que, teniendo en cuenta que se les gobierna con semejantes leyes, el hombre tiene muy poca importancia en China.
¿Qué es el hombre? Se me invitó a hablar sobre el tema “Italia y el mar” en la UIBE, una de las dos grandes universidades de Económicas de Pekín. El punto de partida es bueno para contar el nacimiento del hombre europeo. Los que me escuchan, entre ellos diversos profesores, quedan impresionados por la dramaticidad de ese nacimiento. El reconocimiento del valor de la persona humana como fuente de derechos les conmueve profundamente.
Uno de ellos me explicaba que mientras que el Imperio Romano se fundó sobre la base de la ley, el chino creció a partir de los administradores, sobre el aparato y la burocracia. «Vuestra civilización» decía «reconoció desde el principio el valor de la persona». Me explicó que el chino es psicólogo, sabe distinguir los estados de ánimo, sabe leer en los ojos, pero no tiene en consideración la ontología del hombre. El problema del hombre es una cuestión administrativa. El yo no existe, no tiene consistencia.
Por otra parte, al visitar los museos o la Ciudad Prohibida o el bellísimo Templo del Cielo (el más venerado), muchas otras observaciones van en la misma dirección. El hecho de que los objetos antiguos conservados sean sobre todo objetos destinados al culto y no al uso cotidiano o que los jarrones –bellísimos– se parezcan tanto entre sí, incluso siendo de épocas diferentes; que aquí no se perciba como fundamental la diferencia entre “original” y “copia”; que contabilicen el tiempo no por años ni por siglos, sino por dinastías (el tiempo es de los dioses, y del emperador, que también es un dios) o que los nombres de los lugares no se refieran nunca al hombre: siempre es “Puerta de la Celeste Paz”, “Palacio del Alimento del Espíritu”, “Sala de la Tranquilidad Terrestre”, jamás “Palacio Pitti”, “Sala Nervi”, etc. Como si el hombre no fuera un verdadero ciudadano de esta tierra.

El secreto que más nos interesa
Por otra parte, no se puede dar por hecho que los dioses se acuerden de nosotros ¿Por qué iban a hacerlo? Pero cuando el avión se aproxima a Europa me viene a la mente que por aquí, hace mucho tiempo, alguien levantó la mirada de sus rebaños, de sus tierras o de su camino en el desierto y dijo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?».
Regreso en la memoria a mis encuentros con los profesores universitarios, a los que tuve con los alumnos de la UIBE y con los de los cursos de lengua italiana de la Sociedad Dante Alighieri. La cultura que ha dominado China durante siglos, cuya última expresión es el comunismo chino, ha puesto entre paréntesis el yo, como si no existiera, y sin embargo el yo está, yo lo he visto en la fuerza, en el deseo de conquista, en el ansia de conocimiento de muchas personas y, sobre todo, en la nostalgia de esa pregunta. Como le comenté a un amabilísimo profesor: «Ustedes podrán arrasar con todo lo que hemos creado: obras de arte, catedrales o palacios. Pero no nos podrán robar el yo». «Pero», me respondió, «ese es precisamente el secreto que más nos interesa».