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Huellas N.2, Febrero 2015

PAPA FRANCISCO / El viaje en Oriente

Solo para estar con ellos

Andrea Tornielli

El relato de una visita muy especial en el continente donde los cristianos son menos del 3%, pero hay más Bautismos que en Europa. Y donde el Pontífice se ha encontrado con los supervivientes del tifón Yolanda y los niños de la calle, los monjes budistas y los fieles hinduistas para llevar un “mensaje” mediante los gestos

«Lo miro ahí clavado y desde ahí no nos defrauda. Él fue consagrado Señor en ese trono y ahí pasó por todas las calamidades que nosotros tenemos. ¡Jesús es el Señor! Y es Señor desde la cruz; ahí reinó. Por eso, Él es capaz de entendernos... Por eso tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros, que es capaz de acompañarnos en los momentos más difíciles de la vida. Tantos de ustedes han perdido todo. Yo no sé qué decirles. ¡Él sí sabe qué decirles!».

El impermeable amarillo. Corre un viento que supera los 70 kilómetros por hora y arroja lluvia por todas partes, cuando Francisco, entorpecido por el impermeable de plástico amarillo que lleva encima de los paramentos blancos, alarga su brazo derecho y señala el crucifijo a la gran muchedumbre de los fieles en la explanada del aeropuerto de Tacloban. Es 17 de enero, el avión del Papa ha tenido que aterrizar una hora antes y volverá a despegar con unas horas de adelanto respecto al programa, debido a la tormenta tropical. Es el momento más conmovedor y dramático del segundo viaje de Bergoglio a Extremo Oriente. Más aún, es la verdadera razón de su viaje. Aquí, una mañana de noviembre de 2013, en pocas horas el tifón Haiyan arrasó ciudades y pueblos provocando diez mil muertos. «Cuando yo vi desde Roma esta catástrofe, sentí que tenía que estar aquí. Ese día, esos días, decidí hacer el viaje aquí. Quise venir para estar con ustedes».
Francisco deja a un lado los papeles que tenía preparados. Ante las lágrimas de los supervivientes, de quienes lo han perdido todo, sus seres queridos y su propia casa, ante miles de pobres aún más empobrecidos, cualquier homilía que no mostrara compasión, cualquier palabra que no brote del corazón o no sepa quedarse en silencio frente al misterio de esta tragedia, sonaría falsa. O se escurriría sin dejar huella, como el agua que empapa la ropa de los fieles que llevan horas debajo de la lluvia. En cambio, los fieles lloran conmovidos con el obispo de Roma, que no ha venido para explicarles el sentido del sufrimiento, sino simplemente para abrazarles y confortarles, vistiendo el impermeable amarillo como todos ellos. Mirando con ellos, en silencio, al Crucificado y a su Madre. «SSi hoy todos nosotros nos reunimos aquí, 14 meses después que pasó el tifón Yolanda, es porque tenemos la seguridad de que no nos vamos a frustrar en la fe, porque Jesús pasó primero. En su pasión, Él asumió todos nuestros dolores... Tantos de ustedes se han preguntado mirando a Cristo: “¿Por qué, Señor?”. Y, a cada uno, el Señor responde en el corazón, desde su corazón. Yo no tengo otras palabras que decirles. Miremos a Cristo: Él es el Señor, y Él nos comprende porque pasó por todas las pruebas que nos sobrevienen a nosotros».

El manto naranja. En el continente donde los cristianos son menos del 3%, pero donde se celebran más bautismos que en Europa, Francisco no ha ido con el fin de enseñar, sino para compartir y testimoniar cómo la fe cristiana puede encarnarse en las culturas más diversas para ser un puente, un elemento de paz. Frente a millones de pobres, el Papa ha hecho saltar el esquema común, recordando, ante los jóvenes de Manila, que «de los pobres se recibe», que salimos a su encuentro para recibir, para ser evangelizados. Y la conmoción con la que el obispo de Roma ha contado a los periodistas los gestos que ha presenciado, nos permite comprender que esto ha sido verdad para él, que se ha dejado herir por esa realidad.
La visita del Papa Francisco a Sri Lanka y Filipinas había empezado el 13 de enero, con la llegada a Colombo, donde le esperaba el nuevo presidente Maithripala Sirisena, elegido por sorpresa cinco días antes. Los cristianos aquí son una exigua minoría, pero son cientos de miles las personas que acompañan al peregrino de Roma a lo largo de los treinta kilómetros que recorre el papamóvil bajo el sol y un manto de calor sofocante. Los primeros mensajes son todos invitaciones a la reconciliación, para superar las heridas y los «horrores» de la guerra civil. Y también para rechazar los recurrentes fenómenos de intolerancia religiosa. El conflicto étnico-político que contrapuso al gobierno central y los Tamil que viven en el norte del la isla terminó en 2009, pero en estos últimos años se han vuelto a dar episodios de intolerancia religiosa, especialmente por parte de los más radicales, que identifican la nación con el budismo: «Para curar las heridas hace falta que todos sean libres de expresarse y estén dispuestos a aceptarse unos a otros».
Francisco se reunió con los representantes de las religiones del país donde los budistas representan el 70% de la población, los hinduistas el 12,6, los musulmanes el 9,7 y los cristianos (en su mayoría católicos) el 7,4%. La gran sala del centro de congresos Bandaranaike Memorial de Colombo es un espectáculo de colores, con grandes manchas rojo oscuro, naranjas y amarillas –monjes budistas y fieles hinduistas–, blancas y negras –cristianos y musulmanes–. Francisco acepta que el líder hinduista le ponga en los hombros un manto naranja, que mantiene en sus hombros durante el encuentro. «Por el bien de la paz», dice, «nunca se debe permitir que las creencias religiosas sean utilizadas para justificar la violencia y la guerra». Y para que el diálogo sea eficaz «debe basarse en una presentación completa y franca de nuestras respectivas convicciones», poniendo de relieve «la diversidad entre ellas» y trabajando juntos para ayudar a los más desfavorecidos y a los que sufren.

Una carga de simpatía indecible. El viaje culmina con la visita al santuario mariano de Madhu, en la jungla de los Tamil, donde el Papa llega en helicóptero, recibido por una muchedumbre de peregrinos de todas las religiones en un lugar que durante la guerra civil fue respetado como zona franca. Y sobre todo con la canonización del primer santo ceilandés, José Vaz, muerto en 1711. Sacerdote oratoriano, Vaz nació en la India, en su casa materna de Benaulim, territorio de Goa, en una familia cristiana del siglo XVI, de apellido portugués, pero descendiente de brahamanes Konkany. Vivió durante un cuarto de siglo en la isla de Ceilán, donde llegó clandestinamente para asistir a los que sufrían la dura persecución desencadenada contra los católicos por los fanáticos calvinistas del Imperio Holandés. Cuando llegó, falto de cualquier medio humano, en hábito de esclavo, y efectivamente mendicante, no encontró ningún sacerdote –todos habían sido asesinados o expulsados de la isla–; vio las iglesias profanadas o destruidas y a los fieles dispersos, aterrorizados por la amenaza de muerte; cuando cerró sus ojos terrenos, dejó una misión de 70.000 fervientes católicos, quince iglesias, cuatrocientas capillas. Fue llamado «Sammanasu Swami», sacerdote angélico. El padre Vaz escribió un catecismo y un libro de oraciones en cingalés y tamil. Sufrió mucho, pero con su testimonio afable y su cercanía a los pobres y a los enfermos acercó a la fe católica a miles de personas. Un testimonio profundamente pertinente a la situación actual de Sri Lanka, en sintonía con la perspectiva indicada por el Papa Francisco en la Evangelii gaudium.
En Filipinas, donde el Papa llega la tarde del 15 de enero, le espera un recibimiento multitudinario. Es una carga de simpatía humana indecible, que impacta y conmueve hondamente a Francisco. Al mundo de las instituciones y de la política le pide más atención para los pobres y una lucha comprometida contra la corrupción, cuyas principales víctimas son en primer lugar los pobres. En la homilía de la misa celebrada en la catedral de Manila, que ha vuelto hace poco a abrir sus puertas al culto después de las obras de restauración, Bergoglio añade a su discurso una significativa nota espontánea: «Los pobres están en el centro del Evangelio, son el corazón mismo del Evangelio. Si los quitamos del Evangelio, no podemos entender el mensaje de Jesucristo...».
El 16 de enero, tras la misa celebrada en la catedral de Manila, Francisco realiza un gesto fuera de programa, pero preparado desde hace tiempo. Visita a más de 300 niños pobres de la fundación Anak-Tnk (www.anak-tnk.org), que saltan de alegría al verle entrar por la puerta. Se trata de una ONG vinculada a la Iglesia y fundada por un jesuita francés, presente en muchos países del mundo. El pasado mes de septiembre, el cardenal Luis Antonio Tagle había entregado al Papa mil cartas escritas por estos niños de la calle y un vídeo: le pedían que fuera a verles.
Esa misma tarde, en el palacio de los deportes Mall of Asia Arena de Manila, Francisco se encuentra con las familias. Habla de la «colonización ideológica de la familia», de una nueva forma de colonialismo que intenta imponer a los pueblos lo que no pertenecen a su identidad y a sus tradiciones. El domingo 18 de enero, último día de la visita, entre seis y siete millones de personas gravitan alrededor del Rizal Park de Manila, en la que se ha calificado como la misa más participada de la historia. Los filipinos abrazan al Papa, dispuestos, como explica mons. Tagle, a seguirle. No a Roma, sino en las periferias, en los barrios de chabolas, en los hospitales, al lado de los que sufren. Y el abrazo de Francisco a los filipinos se muestra en otro momento del viaje, el encuentro con los jóvenes en la universidad Santo Tomás, cuando la pequeña Glyzelle Palomar, que fue una niña de la calle, con sus lágrimas y la voz rota por el llanto pregunta a Bergoglio el porqué del sufrimiento de los niños inocentes, que sufren abusos, que viven drogados o esclavizados.
«Solo cuando somos capaces de llorar por las cosas que vos viviste podemos responder algo...», dice el Papa, «solamente cuando Cristo lloró, y fue capaz de llorar, entendió nuestros dramas... Ciertas realidades de la vida se ven solo con los ojos limpiados por las lágrimas». Luego un largo abrazo, también con el padre de Krystel, la joven voluntaria que murió el día antes en Tacloban aplastada por una estructura en el área de la misa papal. Donde no hay palabras adecuadas, se revela la misma compasión que movió las entrañas de misericordia de Jesús ante la viuda de Naín.