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Huellas N.2, Febrero 2015

ETIOPÍA

Prendada de Él

Paola Bergamini

Todo empezó en una tienda en medio de la nada. Hoy sor Laura, salesiana, nos cuenta sus veinte años pasados en esta misión y lo que ha nacido a los pies de esas montañas teñidas de rosa

Rompe el alba cuando sor Laura, 49 años, salesiana, sale de la tienda militar donde ha pasado su primera noche en Tigrai, la última región al norte de Etiopía. Afuera, en el silencio más absoluto, la nada. Solo tierra reseca. Su mirada recorre los montes que se tiñen de un extraño color rojizo, consecuencia de los defoliantes lanzados durante la guerra desde los helicópteros del dictador Mengistu. A lo lejos, envuelta en la neblina, la ciudad de Adua. «¿Qué hago?». Ante este paisaje desolador y enigmático se arrodilla y reza. Es el 6 de febrero de 1994. 
Al cabo de veinte años, sor Laura vuelve con la memoria a esos inicios, mientras mira a su alrededor: donde no había nada ha surgido una escuela de excelencia con 1.500 alumnos, desde la escuela infantil al bachillerato. Talleres de corte y confección, un proyecto agrícola para el autoabastecimiento de la misión, los invernaderos. Y el último recién nacido, el hospital. Empezó ella sola, ahora a su lado hay ocho hermanas. «Cuando la Madre general me hizo la propuesta, por edad, pensaba que mi tiempo para la misión se había acabado, aunque siempre había sido mi sueño, mi vocación. Le contesté: “Visto que será ciertamente mi última oportunidad, mándeme a un lugar que valga verdaderamente la pena”. Y ella: “No te preocupes, te mando a un lugar pobre de verdad. Necesitamos a alguien que no sea una jovencita, alguien que sepa arreglárselas”». Y así fue.
Una riqueza impensable la esperaba el día de su llegada a Etiopía, cuando bajó del pequeño avión tras aterrizar en medio de los campos. La esperaba el padre Giuseppe con dos clérigos etíopes, en Adua desde hacía dos meses. Durante la comida, en la chabola precaria de la misión, sor Laura pidió ir con las Pías Maestras Filipinas, que en esos primeros meses habrían tenido que hospedarla. El padre Giuseppe se quedó con los ojos a cuadros: «Imposible. Están a 120 kilómetros. No hay camino, ni tampoco coche». «Vale. Tendré que quedarme aquí, en vuestra casa». «Otra cosa imposible. Si pasaras aquí una sola noche, te colgarían el nombre de “la mujer de los padres”. Empezarías con mal pie». La avioneta ya estaba de vuelta. «Tengo una tienda militar. La montamos en el campo de la misión. Te dejo una estera para dormir». Consigo, sor Laura tenía solo un neceser con lo indispensable.

Una pelota de trapos. Una tienda en medio de la nada. Sin agua, sin luz eléctrica. Rezaba a Dios para no huir. En el mercado de la aldea encontró un viejo hornillo y algunos otros cacharros. Para sobrevivir. Se imponía la pregunta: ¿qué hago aquí? A los pocos días, llegó a verla el rector mayor. «Es muy probable que construyáis una escuela y levantéis obras para esta gente. Pero acordaos de que vosotros estáis aquí para implantar el carisma salesiano. De no ser así, todo resultará inútil». Eso es lo esencial: la habían enviado para anunciar a Aquel que la había llamado a los 19 años y le había llenado la vida. 
Recuerda: «Fue un momento de profunda reflexión. El carisma salesiano pasa en primer lugar por los jóvenes. Integrarse en las realidades locales, cambiar la sociedad a partir de la educación. Es el aquí y ahora. La santidad coincide con vivir lo cotidiano, hacer bien las pequeñas cosas de todos los días». 
Repite a diario la oración del cardenal Newman, tal como la recuerda: «Guíame con tu dulce luz. No te pido ver el horizonte lejano, sino que enciendas una luz para que pueda dar un paso». Es lo que ocurrió una mañana al salir de su tienda. En el más sigiloso silencio, se encuentra a un grupito de niños. Estaban sucios, casi sin ropa y la esperaban en silencio. Con algunos trapos hizo una pelota y empezó a jugar con los niños, luego tomó de su neceser aguja e hilo y enseñó a las niñas a remendar los rotos de sus ropas. Era el comienzo del oratorio salesiano. Iban todos los días: ellos le enseñaban la lengua y, con un resto de lápiz, a escribir su alfabeto; ella les enseñaba las primeras rudimentarias normas higiénicas. Algo les atraía para que fueran a ver a esa mujer blanca. Estaba con ellos y simplemente les quería.
¿Y los adultos? ¿Las mujeres? Una mañana, oye un gemido. Sale de su tienda y ve a una chiquilla doblada en dos por los dolores. Está de parto. Le dice que pase y que se tumbe en su estera. En unos instantes trae a su memoria sus limitados conocimientos de matrona, aprendidos en la misión en el Zaire. Tiene solo unas toallas, un frasquito de colonia y una reserva de agua hervida. Mientras asiste el parto, entran las ancianas de la aldea. Mudas, la miran. Cuando el niño nace, empiezan a cantar. «Entendí enseguida que la vida era un don para ellas. Luego, mediante gestos, me dijeron que no hay que tirar la matriz sino soterrarla. Porque de ahí viene la vida. Me dejaron entrar en su mundo. Fue el primer verdadero contacto». Y el primero de una larga serie de partos a los que asistió. 
Las luces se encienden una a una y es hora de dar pasos. Llegan dos hermanas para ayudarla en su trabajo. Enseñan a las mujeres cómo cuidar la higiene, cómo cuidar las enfermedades más comunes, cómo cuidar de la casa. Son chiquillas de 13, 14 años, ya madres. Una hermana se ocupa de los recién nacidos, mientras ellas siguen las clases. También la obra educativa nació así, “por casualidad”. En un momento dado, sor Laura se entera de que una empresa alemana quiere abrir una fábrica textil en la zona y necesitan mano de obra. El problema es la formación. Es la llamada de la Providencia. Ella que hasta los 18 años trabajó en la moda, ganando incluso un concurso, y que luego lo dejó todo siguiendo su vocación misionera, creía haber dejado para siempre atrás ese mundo. Y en cambio... «Es verdad lo que dice el salmo: “Te entretejí en el vientre de tu madre”. Según iba pasando el tiempo, crecía en mí la certeza de que toda mi vida anterior había sido una preparación para esta misión». Toma contacto con la empresa y le encargan la formación. Pide un generador, una antena satelital y un televisor para poder seguir los programas de moda que le ayuden a enseñar confección a las mujeres de Adua que no han visto una camisa en su vida.
Aquella primera clase con las madres de los bebés necesitaba un nido, luego éste pasa a ser una escuela infantil, luego la primaria, la media y la superior. Ahora es una escuela de excelencia. Los chicos obtienen siempre la máxima puntuación para poder acceder a la universidad. Por eso se multiplican las demandas de inscripción. Pero sor Laura no transige: solo los niños pobres. ¿La cuota? Desde el comienzo implica a su familia en Italia, luego… Incansable, busca relaciones, donaciones, dando vida a una fundación para el apoyo a distancia. 

El tiempo de un café. La escuela crece, se levantan otros muros. Pero, ¿y lo que le había dicho aquella noche, bajo el cielo estrellado, el rector? «He pasado por mis crisis. Me sentía más una empresaria que una misionera. ¿Para quién hacía todo esto? Solo por esos chicos, porque si se quedan ligados a mí para afrontar y superar sus necesidades primarias de supervivencia, no encontrarán el camino de la libertad, que es el camino de los hijos de Dios. Así pueden entender el anuncio del cristianismo: decir sí a un Amor más grande. Fue así para mí. El Señor me eligió y yo acepté, afrontando todas las dificultades y superando los obstáculos. Sigue siendo así a los 70 años. Sigo prendada de Él».
En 2008 culmina el primer ciclo completo: desde el nido hasta bachillerato. Los profesores son en su mayoría los mismos chicos que han estudiado en la escuela. Se inaugura oficialmente la misión Fidane Mehret. Pero otras luces se van encendiendo. 
En 2009 llega una llamada telefónica: unos italianos que están en Etiopía por trabajo desean conocerla. Hasta ese momento sor Laura solo había oído hablar de Comunión y Liberación. Y una mañana llegan Graziano Debellini y Alberto Piatti, ambos del movimiento. Hablan, visitan la misión; el tiempo de un café y luego se van. A los pocos días, Debellini la llama: «Nos gustaría incluir su misión entre los proyectos que sostenemos con lo que recaudamos mediante la Cena de Santa Lucía en Padua». Le sorprende. Acababan de conocerse. Con Graziano nace una simpatía y una comunión inmediata. Y una curiosidad por el movimiento. «Empecé a leer los libros de don Giussani, un hombre que conocía muy bien la realidad, un hombre de Dios. He notado mucha similitud con don Bosco, una sintonía de carismas. Si se hubieran encontrado habrían sido grandes amigos. Mientras tanto, me daba cuenta de que cuanto más conocía a personas de CL, tanto más se hacía patente un dato: para ellos como para nosotros la santidad pasa por lo cotidiano». 
Las relaciones se intensifican. Gracias a estos nuevos amigos tiene la oportunidad de participar en el Meeting de Rímini. Conoce a Pasquale Chiarelli, memor domini y director del Hospital Casa del Sollievo en San Giovanni Rotondo, que le dice: «Hermana, cuente con nosotros si le surge alguna necesidad». A su vuelta a Etiopía, le hablan de una chica enferma de leucemia que ha empeorado mucho. Allí resulta imposible tratarla adecuadamente. Escribe a Pasquale. «No sé cómo, porque de verdad parecía imposible, pero él logró trasladarla a Italia junto con su hermano. La trataron como a una hija». La chica muere. En el entierro, sus padres –ortodoxos como casi todos en Adua– se acercan a sor Laura y le dicen: «Estamos seguros de que el Señor permitió esta enfermedad para que nosotros pudiéramos experimentar la caridad a través de vosotros». Explica la hermana salesiana: «Es nuestra forma de dar testimonio del cristianismo: vivir de manera que la gente se tenga que preguntar: “¿Por qué lo hacen?”».

¿Vallas o libertad? En Adua la sanidad sigue siendo una emergencia. Mujeres y niños mueren por enfermedades que se podrían curar fácilmente: complicaciones en el parto, diarreas, deshidratación. Desde las autoridades etíopes le llega a sor Laura la petición de intentar poner freno a estas muertes. Recuerda la salesiana: «Recogimos datos y pudimos ver que en casi veinte años habíamos perdido a un 13% de mujeres y niños. Es verdad que nuestra tarea específica es la educación, pero para educarles tenemos que salvar sus vidas. Por lo tanto, la petición nos llega desde las autoridades locales... pero también de Nuestro Señor. Hay que fijarse en los signos que Él nos pone en el camino, y responder. No nos dice nunca taxativamente lo que tenemos que hacer, debemos entenderlo nosotros». 
Sor Laura lanza la idea del hospital a benefactores y amigos de la asociación para recaudar fondos. El gobierno regala el terreno y un arquitecto italiano, Angelo Dell’Acqua, prepara gratuitamente el proyecto. El problema sigue siendo cómo formar al personal local. ¿Qué hacer? Pide ayuda a la orden de San José Cottolengo de Turín. Llegan dos religiosas, pero no basta. Se le ocurren una serie de cosas. Cuando estuvo ingresada por septicemia en Padua, la jefa de planta era una chica de los Memores Domini; igual que el jefe de servicio de Radiología. También cuenta con la amistad con Pasquale... Ese acento distinto a la hora de hacer las cosas normales. Hay que mirar los signos de la Providencia y secundarlos. 
Invitada por otros amigos, acude a un encuentro con Julián Carrón. «Me habría quedado horas escuchándole. Poder trabajar juntos a nivel de carismas es una riqueza para la Iglesia, que es lo más importante. Lo vi como una llamada del Espíritu Santo, pensé en el discurso del Papa Francisco a los movimientos. No podemos poner vallas a nuestras pequeñas huertas. El Espíritu es libertad y la comunión de los carismas es esa unidad por la que Jesús oró en la última cena: “Uno, como yo y el Padre somos uno”. Llevamos juntos el anuncio del Reino de Dios. Y en África, en contextos divididos por tradiciones, etnias y religiones, dar testimonio de comunión y colaborar juntos es el anuncio más claro que podemos llevar. Volvemos así a la pregunta: “¿Por qué lo hacen?”». 
Los muros del hospital ya están construidos, pero falta todavía mucho por hacer. «No sé qué me pedirá ahora el Señor. Sé que trabajaré por estos pobres hasta que Dios quiera porque solo así “no se vive como solteras”, como dijo el Papa Francisco. Solo así mi vocación crece en una maternidad cada vez más auténtica porque cada vez es más humana». Se para un segundo y añade: «A estas alturas, más que madre, feliz abuela».


LAS ETAPAS
1994. Sor laura llega a Adua.
2008. Se inaugura la misión Kidane Mehret.
2013. Empieza la construcción del hospital.
2015. El colegio cuenta con 1500 alumnos desde la escuela infantil al bachillerato. 
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