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Huellas N.7, Julio/Agosto 2014

SOCIEDAD / Vida y ley

Yo soy de alguien

Lorenza Violini

¿Alguien piensa que la identidad biológica tiene un peso en la construcción de la propia personalidad? La sentencia que admite en el ordenamiento jurídico italiano la fecundación heteróloga documenta un cambio antropológico. Sin embargo, sobre «estos factores ocultos» de nuestra humanidad no se ha instaurando debate alguno…

Después de la decisión del pasado 9 de abril, en junio han llegado las motivaciones. Muy amplias y articuladas, como amplios y articulados fueron los recursos presentados por varios Tribunales italianos que ofrecieron al Constitucional el argumentario para establecer los fundamentos de la histórica sentencia. Así funciona de hecho el sistema: los jueces reenvían al Tribunal Constitucional la así llamada cuestión de constitucionalidad (es decir, una solicitud a los jueces de la Consulta para que ellos decidan si una ley es conforme al dictado constitucional) acompañada de una serie de argumentos para defender la inconstitucionalidad. Normalmente, el presidente del Consejo de Ministros, asistido por la Fiscalía del Estado, interviene en apoyo de la labor del Parlamento, es decir, de la ley recurrida.

Ley 40. En este caso, hay que decir que la lucha era desigual. Amparados en la jurisprudencia europea, en un consistente aparato de argumentaciones jurídicas y –nótese– también en sugestiones de tipo científico (sin fuentes ni refutaciones, por otro lado), jueces y avezados abogados favorables a la heterología defendieron su causa con abundantes motivaciones, que el Tribunal hizo sustancialmente suyas.
Así, la fecundación heteróloga –un procedimiento consentido ya prácticamente en todos los países europeos– ahora es posible también en Italia, sostenida por motivaciones racionales: la prohibición sería contraria al principio de igualdad, al derecho a formar una familia, a acceder a todas las técnicas de que la ciencia dispone para tener hijos; una serie de derechos inmediatamente practicables. De hecho, inmediatamente algunos centros han activado los procedimientos correspondientes y han “asistido” a las primeras parejas (en realidad lo habían hecho mucho antes de las motivaciones, justo después de que se anunciara en la prensa esta disposición). Por lo demás, nada nuevo, puesto que antes de la ley 40 sobre reproducción asistida esta práctica ya era consentida y realizada en los centros privados, incluso en el marco de una normativa estatal que establecía las modalidades. Una victoria a campo abierto.

Igual y distinto. Un único argumento se ha esgrimido en defensa de la prohibición, formulado siempre en términos de “derecho a...”: el derecho al conocimiento de la propia identidad biológica. No es de extrañar que no haya prosperado: ¿quién de nosotros se lo ha planteado o lo considera importante? Tal vez nunca hayamos sido conscientes de tenerlo. Es un hecho que damos por descontado; una certeza tan adquirida que pertenece al patrimonio del subconsciente, de lo no consciente. ¿Qué peso concreto tiene en nuestra vida? Casi ninguno.
En cambio, según los defensores de la ley, este bien sería tan predominante como para permitir una contención de los deseos espasmódicos de las parejas. En otras palabras, el legislador habría querido tutelar este derecho y, a tal fin, habría privilegiado (tal vez no irracionalmente) la concepción dentro de la propia pareja. Una decisión a favor de los vínculos naturales, de las certezas fundadas sobre datos de tipo biológico, de las identificaciones afectivas donde la palabra mío vuelve a recuperar, inconscientemente, elementos materiales, naturales: el hijo es mío y tuyo, es nuestro, porque también es nuestro el patrimonio cromosómico del que es portador, patrimonio que además –como sabemos– está preparado para poner en marcha y hacer crecer a uno distinto de nosotros, y no a un homólogo nuestro.
En la generación homóloga (natural, podríamos decir) la tensión entre igual y distinto se juega por entero dentro de estos dos términos: patrimonio genético de cierta derivación pero productor de un resultado no predeterminado, libre, con esa libertad que hace que el hijo sea otro, un ser no dependiente de sus propios orígenes, de sus predecesores. Uno entre millones pero singular, único aunque ligado de un modo identificable a otros dos, los padres, que generan pero no crean, que ofrecen una parte de sí pero no pretenden estar ante a un clon de sí mismos.

Patrimonio. La fecundación heteróloga parece romper los términos de esta dialéctica; hoy el que es distinto, es decir, el hijo nacido por inseminación heteróloga, es –como todos los demás hijos– distinto por su carácter, por sus connotaciones y por miles de otros detalles pero, para él, esa diferencia no radica en una uniformidad, no hunde sus raíces en una tierra, en un lugar generador formado por la pareja parental conocida. Para él (y para los padres) queda una última incertidumbre, siempre que la certeza de la derivación cromosómica tenga un peso en las relaciones humanas y paternofiliales, un peso que –como decíamos– resulta efímero: ¿quién de nosotros ha escuchado alguna vez a alguien decirle: “te quiero porque tienes el mismo patrimonio cromosómico que yo”? Más aún, ¿alguien piensa que la identidad biológica tiene un peso en la construcción de la propia personalidad? Pesan los sentimientos, los afectos, los deseos, los propósitos y pensamientos.
Es extraño. Sin embargo, sobre este paso antropológico, sobre esto que –en último término– es un cambio de época que ha hecho posible la ciencia, sería necesario abrir una reflexión. En cambio, sobre estos factores ocultos de nuestra humanidad no se ha instaurando debate alguno, como sucede en los pasillos del Parlamento, donde muchos son (o deberían ser) portadores de una variedad de opiniones que al final se atempera en una norma votada por mayoría. Aquí la decisión la han tomado unos pocos, en el ámbito de un juicio donde se acusa (a una ley) y se decide si tal acusación es fundada: se parte de una duda y no es de extrañar que esta duda se vea confirmada, al menos cuando todo el contexto en que los jueces están inmersos, como hombres que son, va en una determinada dirección. Los procesos mentales que se instauran en un pasillo parlamentario y en una sala judicial son por tanto profundamente distintos y los temas de la discusión, en este segundo caso, mucho menos amplios, limitados como están por los términos de la acusación y por la escasísima e ineficaz defensa, como ha sucedido en este caso, donde la exposición de los argumentos de la acusación ocupa cinco páginas y los de defensa, poco más de medio folio. Se podría hablar de una decisión ya tomada en el mismo momento en que se inicia el proceso: nada de dubio pro reo, nada de presunción de inocencia.

Identidad. Pero si así fuera, si la causa ya estaba perdida en el origen, debemos preguntarnos qué hay dentro de ese origen, dentro de esa defensa –perdida– de mi identidad biológica cuando el tema de la identidad del sujeto, de su origen y de su destino está ya sepultado bajo el peso de las demás pretensiones, como sucede todos los días, cuyo lastre sentimos cotidianamente en medio de las estrecheces de la vida.
Quizás esta certeza, la certeza de nuestro origen material, tenga también un peso. Sé de quién soy; quién soy yo viene dado por un rostro, por una identidad. Acostumbrados como estamos a vivir en la incertidumbre más absoluta, más paralizante, anquilosados por la duda sobre todas las cosas, hasta el punto de que ya ni siquiera pensamos en ello, esta última brizna de certeza parece no importar nada. Sin embargo, extrañamente, importa, tanto que los que no la sienten la buscan, buscan al padre y a la madre naturales, buscan... Esa búsqueda de los orígenes de uno mismo que algunos nos testimonian hasta el punto de reivindicarlo como un derecho (véanse cuestiones como los vientres de alquiler o los problemas que surgen en casos de adopción, dificultades que esta sentencia resuelve con unas pocas y superficiales chanzas) es el signo de una naturaleza, la nuestra, que lleva inscrita una impronta: no nos bastamos nosotros solos; no nos basta con nuestro yo singular.
Al yo humano no le basta ser él mismo, con su singularidad desvinculada de todo lo demás. El yo busca otra cosa: un vínculo, un origen, un ser de alguien que sea a su vez de otro alguien, dentro de una cadena, de una serie de vínculos que se remonta hasta el infinito.