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Huellas N.5, Mayo 2014

ACTUALIDAD / República Centroafricana

La paz de Alain

Alessandra Stoppa

Los medios lo han etiquetado como «un enfrentamiento religioso». Pero es una guerra que comenzó con mercenarios de otros países y que está martirizando a un pueblo entero. La crónica de un convento convertido en campo de refugiados (para quince mil personas) que explica lo que sucede mejor que cualquier análisis

El padre Federico llevaba solo tres meses en el Carmelo de Bangui, en la periferia de la capital. Desde el claustro del convento que debía dedicarse a hacer aceite, se asoma a la plantación de palmas y piensa en el padre Anastasio y en su pasión por los árboles de teca. Fue él, en los años noventa, quien adquirió este trozo de bosque para transformarlo en un jardín con vivero. A medida que iba plantando, repetía: «Serán útiles dentro de cuarenta años». Incluso antes.
La crónica del convento de carmelitas descalzos convertido en campo de refugiados comienza la mañana del 5 de diciembre, cuando se oyó a lo lejos ruido de disparos y gritos. El padre Federico abandonó su desayuno y se precipitó a abrir las puertas del Carmelo. Ya no las cerraría. Dejó entrar a hombres, mujeres, niños, muchos jóvenes, familias enteras que llegaban corriendo desde los pueblos. No sabía qué estaba pasando. Solo después comprendería que la tensión que había crecido durante meses se había desatado de improviso. Desde aquella mañana, la República Centroafricana vive una de las tres grandes crisis humanitarias actuales, junto a Siria y Sudán del Sur, y esta es la más olvidada. Ya son más de seiscientos mil desplazados, dos mil víctimas oficiales y más de un millón y medio de personas sin alimentación.

Los hechos. La crisis del país comenzó el 24 de marzo de 2013, cuando el golpe de Michel Djotodia obligó a huir al presidente François Bozizé, reajustó el sistema administrativo y económico y dejó el pueblo en manos de la coalición armada Seleka: bandas de mercenarios sin control procedentes del Chad y de Sudán del Sur. Violencia, saqueos, homicidios, pueblos enteros quemados. «En una palabra, han destruido la vida de la nación», afirman los obispos del país en un comunicado, donde denuncian igualmente la reacción popular y la furia de los escuadrones de autodefensa “anti-balaka” (balaka significa machete), que se armaron para vengarse. Los medios occidentales lo etiquetaron rápidamente como «un enfrentamiento entre los rebeldes musulmanes y la mayoría cristiana». Pero la vida de estos meses en el Carmelo permite entender lo que está sucediendo mucho mejor que nuestras erradas ecuaciones.
La noche de aquel primer día, en el patio que hay entre la iglesia y el refectorio encontraron refugio 600 personas, y los doce hermanos, entre monjes y postulantes, trataron de dar un plato caliente a todos. «Creo que durante unos días será más prudente no ir a la escuela», escribía el padre Federico al día siguiente. Entonces no podía imaginar que en Navidad los refugiados llegarían a diez mil. Ni que alcanzarían, poco a poco, la cifra de quince mil. Ni que aún hoy seguirían con ellos. Pero una cosa la tuvo clara desde el principio: «Estos invitados son un don que no queremos despreciar».
Un detalle nos permite entender quién es el padre Federico Trinchero. Al final de la primera semana tuvo que hacer recuento del número de refugiados para pedir ayuda alimentaria. Así que se puso a contarlos. Pero sin hacerse notar: no quería que nadie pensara que no había sitio para él.

Mon père. Piamontés, elegido prior y maestro a los 35 años para formar a los novicios, soñaba con hacer un doctorado en Patrología y se encontró con un diploma honoris causa en Gestión de un campo de refugiados otorgado por el Alto Comisionado de la ONU. «La vida siempre guarda hermosas sorpresas», dice convencido. No ha perdido la sencillez de corazón en esta guerra permanente. Cuenta el shock que le producen los asaltos, la falta de comida, las madres que intentan consolar a sus hijos y los hombres que construyen cabañas con la teca y las ramas de palma del padre Anastasio. Por la Nunciatura, donde llama para pedir ayuda, se entera de que las demás comunidades religiosas están viviendo la misma situación. Pronto se ven los rombos de los primeros cazas que atraviesan el cielo y la gente aplaude y llora.
Pero no será la llegada de los franceses, ni la del nuevo presidente electo el 20 de enero, una mujer (Catherine Samba-Panza), lo que les dará la esperanza para vivir. Es otra cosa lo que lleva a Alain, un refugiado de 19 años, a detener al padre Federico después de meses de acogida: «Tengo que hablar con usted. Mon père, quiero ser como ustedes». La hipótesis de la vocación nacía como una flor de gracia en medio de la guerra. «¿Podría tener yo también un libro como el suyo?». Es decir, el breviario. «Cuando rezan solo alcanzo a decir dans les diècles des siècles…». Después de Alain se presentó también John. «Es un milagro cuando un joven manifiesta el deseo de consagrarse a Dios», cuenta el padre Federico. «Pero el discernimiento es difícil en todas las latitudes, aún más en esta zona». Resumiendo: «Su vocación ahora está en manos de Dios y de vuestras oraciones». ¿Pero qué han visto estos chicos? «En medio del infierno, el Carmelo es un lugar de belleza. De racionalidad. Porque es signo de lo divino: aquí el más pobre, el más débil, el más pequeño, es más importante. Solo Jesús salva al hombre, y este pueblo necesita el Evangelio. Nosotros, aun siendo pobres pecadores, somos una presencia de paz. Sin Cristo, se habrían comido unos a otros».
No es que la Iglesia haya corrido más deprisa que otras ayudas, es que estaba ya antes y no se ha marchado. «Casi no se ha dado cuenta de que se quedaba». Este quedarse lo es todo, es «lo único que hemos hecho», dice sor Leticia, clarisa en Bouar: «Es lo mismo que hace el Señor: se queda con nosotros. Así es posible vivir en paz una situación en la que solo darían ganas de llorar». Además de las ONG, solo se han quedado los religiosos católicos. Parroquias, conventos y misiones se han convertido en campos de refugiados abiertos de par en par, como el Carmelo. De día, los hombres intentan volver a sus barrios y pueblos, pero luego dan marcha atrás. Ahora la reacción de los anti-balaka ha provocado más muertes y el éxodo de los musulmanes, que han salido hacia la frontera en autobuses abarrotados. «También han huido amigos nuestros muy queridos», comenta el padre Federico: «Me consuela saber que miles de musulmanes han encontrado refugio en la presencia de la Iglesia repartida por todo el país, salvando así la vida».
En el Carmelo, el número de «invitados» ha crecido junto a la intensidad de los enfrentamientos. Las horas están llenas de rostros, plantas, sacos de maíz, fango, paracetamol; todos los días, pase lo que pase, hay misa «en la catedral de palmas y cielo». El Santísimo atraviesa el campo de refugiados. «Es una procesión surrealista. Pero camino y agradezco de corazón a esta gente que nos está obligando a vivir el Evangelio».
Un día, los disparos empezaron a sonar más cerca y el padre Federico dudó si continuar con la celebración. Luego levantó la mirada hacia la asamblea, que se mantenía firmemente unida. Cada golpe provoca un tambaleo colectivo pero nadie cae. «Yo pienso: la Eucaristía es nuestra única salvación. Mientras tanto, veo llegar masas de gente asustada, con bolsas en la cabeza. ¡Qué desafío esta Eucaristía inerme en medio de la guerra!». Al terminar la misa, mira alrededor: se han triplicado. «Inicialmente nos invadió la confusión, pero luego pensamos en lo que habíamos vivido hasta aquel momento y en el milagro de la multiplicación de los panes. Y entonces volvimos a empezar».

De Felix a Lèonce. El patio, las cabañas y la iglesia ya no bastan. Los monjes han abierto otra ala del convento, con el taller y el garaje, donde guardan los remolques y tractores. El refectorio se convierte en dormitorio, un locutorio hace las veces de botiquín, otro de almacén de alimentos, y la sala del capítulo acoge a los enfermos en observación. El comedor se instala en el pasillo de las celdas y los hermanos se reúnen cuando y donde pueden, «aunque solo para pedirnos perdón unos a otros: con la tensión puede haber malentendidos».
Para el padre Trinchero la certeza de estos meses pasa sobre todo por el corazón de sus hermanos, que se entregan con paciencia y sin vacilar. «Todos los días me conmuevo por su docilidad». Por todo el trabajo que ve, y por el que no ve, por lo que encuentra ya hecho sin saber quién ha sido. La presencia constante del padre Mateo y del padre Mesmin, la dedicación de los novicios y postulantes: Felix, que ya es un enfermero óptimo; Jeannot, Martial y Salvador, que están con los refugiados; Rodrigue, Christo y Michael, que se ocupan del agua, la electricidad y la comida; Benjamin, encargado de la recogida de basuras; y Lèonce, el más joven, que no se quita las botas ni para comer. Se dedica a barrer y desinfectar. Es ruandés, nació en un campo de refugiados en el Congo, cuando su familia huía del genocidio.
Cuando un equipo holandés de Médicos sin Fronteras visitó el Carmelo se quedó conmocionado: «Nosotros no podemos hacer nada más de lo que ya estáis haciendo». Cerca de treinta niños han nacido en los claustros, donde hoy hay más de 7.500 personas. El 40% es menor de 15 años. Los hermanos han puesto en pie una escuela de emergencia porque las oficiales siguen aún cerradas. «Impedir la educación, eso es matar de verdad», dice el padre Federico.
Entretanto, el Consejo de Seguridad de la ONU decidió enviar un nuevo contingente de pacekeeping, con doce mil hombres. «Los franceses llevan meses aquí y aún no entendemos cómo se mueven. Cuando sucede algo intervienen, pero tarde». Habían prometido el desarme, pero en la zona caliente no se puede entrar ni salir. Todos dicen que está llena de armas. En muchos barrios todavía siguen disparando y el Jueves Santo mataron a un sacerdote católico.

Cuatro vías. No conocer los tiempos del conflicto ha puesto a los hermanos ante una decisión. «Había cuatro hipótesis: 1) mandar a todos a casa; 2) irnos nosotros y dejarles el convento; 3) esperar a que todo acabe; 4) ser monjes en un convento con un campo de refugiados anexo». Las dos primeras nunca las tomaron realmente en consideración, excepto en momentos de cansancio. La tercera, esperar la paz, fue descartada porque «no se puede posponer el loco deseo de nuestra vocación». La cuarta fue votada por unanimidad. Retomaron las horas de oración previstas por la Regla: «Los refugiados entienden que ese es el corazón de nuestra vida y no nos molestan». Han recuperado sus espacios, construido otros nuevos en el exterior, ya no se van a la cama vestidos, aunque siempre están preparados para levantarse. Y sus alumnos han vuelto a las clases de filosofía y teología, sin quitar tiempo al tractor ni a la distribución de arroz y frijoles.
Empieza ahora la estación de las lluvias, que lo hará todo más difícil. «Pero el Señor nos salva. Lo experimentamos continuamente». Silencio. «Todavía estamos vivos. Y nos da otra gran gracia: poder vivir y sufrir con ellos».