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Huellas N.5, Mayo 2014

EDITORIAL

Solo una vida

Puede pensarse en una casualidad. En una broma del calendario que ofrece en el plazo de un mes dos acontecimientos muy diferentes pero ambos destinados a ocupar amplios espacios en los periódicos y en las televisiones. Uno ya es historia, en el sentido literal: se conoce como “el día de los cuatro Papas”, aquel 27 de abril en que Francisco, en presencia del pontífice emérito Benedicto XVI, canonizó a otros dos predecesores: Juan XXIII y Juan Pablo II. El otro está por llegar, no tendrá el mismo alcance a largo plazo pero también influirá en el futuro de quinientos millones de personas: las elecciones europeas del 25 de mayo.
A primera vista, poco o nada tienen que ver entre sí. A primera vista. Porque al leer las páginas centrales de este número de Huellas – así como el documento de CL que se pregunta si en Europa aún es posible «un nuevo inicio» –, emerge un nexo. Y de qué manera.

Existe tal cansancio alrededor, un escepticismo tan extendido que basta la palabra “Europa” para evocar sentimientos negativos. En muchos casos, una oposición neta. En mucho otros, una sensación de abstracción. O incluso la percepción de un ideal que se ha encerrado en sí mismo, dando vida a algo muy distinto de lo que prometía ser: en vez de un espacio de libertad, un complejo de instituciones burocráticas e intrusistas que han sustituido el medio (la economía) por el objetivo (el bien común) y a las que les cuesta hacer frente a una crisis que ya dura cinco años. Porque han perdido esas pocas, grandes cosas que las hicieron nacer: el valor de la persona, del trabajo, de la libertad… Esas «grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo», como las llamó Benedicto XVI, que estuvieron en su raíz. Arrancadas de su origen, ya no se mantienen. Faltan, como una casa que no tiene fundamentos. ¿Qué puede responder a esta necesidad? ¿Por dónde puede comenzar «un nuevo inicio»?

Aquí entra con fuerza lo que hemos visto en San Pedro. No es una fuerza apoyada en los números, en la multitud, en las ochocientas mil personas llegadas desde todo el mundo o los cientos de millones que siguieron la ceremonia por los medios de comunicación. No se alimenta de una presunta “potencia del Vaticano”. Sencillamente está en la vida de esos dos «hombres valerosos» que «dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia», como dijo Francisco. Hombres en los que había «una esperanza viva» y «un gozo inefable y radiante». Una vida alegre, plena, humana. Capaz incluso de cambiar la historia (como hicieron ambos), pero en virtud de esa plenitud que viene de la fe, no de un proyecto.
No se trata de yuxtaponer a quien cree y a quien no cree, de separar la Iglesia y el mundo. Es más: entre los muchos rasgos comunes a los dos “Papas santos” (y a los otros dos presentes en la plaza) está también la capacidad de hablar a todos y de encontrarse con cualquiera que busque la verdad. Pero precisamente por eso su vida nos interroga a todos. ¿Incidieron en su tiempo o no? ¿Dieron una contribución para afrontar los desafíos que la realidad les planteaba a ellos y a sus hermanos los hombres? ¿Y qué preguntas nos plantea a nosotros – a cada uno de nosotros – su testimonio?

«En una sociedad como esta no se puede crear algo nuevo si no es con la vida: no hay estructura ni organización o iniciativa que se sostengan», recordaba hace años don Giussani, en un fragmento que nuestros lectores encontrarán en el cuaderno anexo a este número de Huellas: «Solamente una vida nueva y diferente puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo. Y la vida es mía, irreductiblemente mía». Es una tarea para cualquiera, allí donde esté. En el solio de Pedro, en un aula escolar, en la cocina de casa… Porque solo allí, en la vida que nace de una fuente nueva, el escepticismo puede ser vencido. Y todo puede comenzar de nuevo.