IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.4, Abril 2014

PRIMER PLANO

Una experiencia de libertad

Guadalupe Arbona Abascal

En medio del dolor por la violencia sufrida, una humanidad que proclama a los cuatro vientos: “Es bueno que tú existas”. ¿Hay algo más deseable en medio de la injusticia?

“Es bueno que tú existas” ha sido mucho más que el título de un manifiesto. Ciertamente ha sido un instrumento para seguir la iniciativa de un buen ministro (Ruiz Gallardón) y de un hombre luchador (Benigno Blanco) que han luchado por el bien de nuestra sociedad. Ha sido ocasión para entender mejor la debilidad mortal de nuestra sociedad: nos hace daño concebir la libertad como derecho a decidir, antes que como relación y satisfacción, nos hace abstractos rechazar la realidad, y sólo descansamos cuando encontramos a alguien que nos ayuda a mirarla. “Es bueno que tú existas” ha sido oportunidad para estar cerca del drama de muchas mujeres embarazadas y para agradecer la creatividad de personas y obras que las acompañan. La propuesta del manifiesto ha sido ocasión para volver sobre nuestra historia y cultura y comprobar que una y otra son tanto más humanas cuanto más construyen por el bien de la persona (desde su concepción hasta su llegada a la vejez decrépita). La persona depende de quien la hace, de Dios; si la medimos de otra manera – por la rentabilidad, la utilidad, la salud o el interés – la mayoría seríamos inservibles.
Todo esto ha sido para muchos de nosotros, un tiempo privilegiado para reconocer que también nosotros tenemos que volver a aprender qué tipo de Presencia necesitamos para poder mirar lo que pasa a nuestro alrededor todos los días. Por eso el jueves 20 de marzo me levanté para ir a la Universidad y repartir con un grupo de estudiantes el manifiesto en mi Facultad. Llevo treinta años en ella (varios de estudiante y veinticinco de profesora) y nunca me había acercado con la conciencia con la que entré esa mañana. Tenía cierta inquietud porque intuía que podía haber conflicto (¡nunca imaginé lo que después vieron mis ojos!) y por exponerme así públicamente, pero en el corazón llevaba una cosa cierta: yo dependo de Dios que me ha hecho y al que he encontrado en una compañía humana, y eso me hace libre de todo. Lo contrario lo conozco bien, es ese creerse libre del origen, pero entonces poco a poco me hago esclava de todo y de todos. A los diez minutos de empezar a repartir se desató la violencia: gritos, empujones, vapuleos, infamias y amenazas. No nos dejaron repartir y las imágenes de odio fueron terribles. A mí me hicieron un pasillo y gritaban: «¡Fuera, fascista!». En medio de esta situación, varios alumnos increparon a los violentos, me rodearon para apoyarme. Después, en una carta, me escribía uno de ellos por qué lo había hecho, no estando ni siquiera de acuerdo con el manifiesto: «Hace más o menos un año conocí a una persona a la que hoy aprecio como si fuese mi madre y que, con su ejemplo, cambiaría mi vida para siempre. Por aquel entonces yo estaba solo, perdido, me dejaba llevar por la vida, sin rumbo, frente a un horizonte demasiado extenso que no comprendía. Triste, deprimido e incomprendido, sin aspiraciones, solo. Ella ha despertado la humanidad que dormía en mi persona, me ha presentado a sus amigos, me ha enseñado a comprenderlos y a comprenderme a mí mismo, ha empedrado un camino de bondad en el inmenso horizonte en el que me encontraba. Hoy día puedo decir que me siento orgulloso de mi forma de ser». No había sido en vano, la mentira había despertado la conciencia de uno de mis alumnos; muchos le sucedieron en el agradecimiento porque un gesto de libertad abre una grieta donde caben más libertades, más personas expresando quiénes son. Otro estudiante entraba en mi despacho llorando después de lo ocurrido y me decía: «Mientras gritan y blasfeman contra Dios, los miro con ternura porque no pueden ni imaginar quién es Dios». Reconozco que estos testimonios me precedieron y acompañaron, y desde entonces se han multiplicado para no dejarme sola en la desolación. Yo tenía el alma arañada por el mal y la violencia, por cómo se pueden ensuciar las palabras. Pero no pude quedarme ahí porque Cristian, Ripoll, Rocío, Elena, Clara, Mur, Marta, Carlos, Anita, Isabel, Lourdes, Sergio… volvían a poner una mirada traspasada por la conciencia “Es bueno que tú existas”. La llevan en la mirada, por eso miraban así a los que nos agredieron.
Los días sucesivos fueron terribles: más violencia, indiferencia cuando no connivencia del rector, actos vandálicos en la ciudad, tres días de huelga, barricadas, ocupaciones de las facultades… Hemos hablado en los medios, hemos escrito a amigos y enemigos para pedir la libertad de expresión. En medio del dolor por lo que ha ocurrido las voces de estos amigos ciertos, doloridos y alegres, proclamando a los cuatro vientos: “Es bueno que tú existas”. ¿Hay algo más deseable para el hombre que el abrazo de alguien que afirma tu destino bueno, la bondad de tu existencia en medio de la injusticia?
Volveré a clase y a las aulas, y ahora con la certeza de que se recomienza – en medio de las ruinas y la tierra quemada – por abrazar a los otros. Se empieza por afirmar el bien de la existencia de los que tengo delante, el bien del encuentro con el otro y el conocimiento de lo distinto. Un abrazo que nace de haber sido ya abrazada por Jesús de Nazaret, ese hombre en la historia que ha conquistado toda mi existencia. Ahora me mueve el deseo de que nadie pueda dejar de oír: “Es bueno que tú existas”. Esta es nuestra contribución a la universidad, a nuestro pueblo, a nuestro país.