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Huellas N.1, Enero 2014

EUROPA / Entrevista a Martin Schulz

¿Europa? Hay que rehacerla

Davide Perillo

De padre socialista y madre católica. La fascinación por Willy Brandt. La rabia de los veinte años. Hasta la sorpresa del Meeting de Rímini. El Presidente del Parlamento de Estrasburgo cuenta cómo quisiera recobrar la confianza de los ciudadanos de la UE, porque «la idea de la Unión sigue vigente; lo que debe cambiar son las instituciones»

«Llegué escéptico, me fui contento». Entre medias, evidentemente, algo pasó. Llama la atención que para hablar de Europa y de confianza, de crisis que hay que superar y de ideales que volver a proponer, Martin Schulz, 58 años, alemán de Hehlrath, socialdemócrata, presidente del Parlamento europeo desde 2012, empiece justamente así, partiendo de un hecho que le pasó hace seis meses, en el Meeting de Rímini. «Me sorprendió mucho. No pensaba que fuera un evento tan importante. En realidad, creía que era una especie de congreso de una asociación de católicos conservadores. Sin embargo, había un montón de jóvenes procedentes de todo el mundo. Personas muy serias a la hora de discutir sobre los desafíos que tenemos que afrontar, pero al mismo tiempo con un optimismo sano».
Schulz no es un hombre que se sorprenda fácilmente. Ha visto mucho a lo largo de su carrera. Se afilió al SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) cuando tenía tan sólo 19 años. Después de una adolescencia complicada (empezó a beber cuando una lesión de rodilla acabó con su sueño de ser futbolista, salió de aquello gracias a un hermano suyo médico) en la que abandonó los estudios antes de graduarse, trabajó como librero, antes de convertirse en político a tiempo completo: primero como el alcalde más joven de su Land (Estado federal) y después, en 1994, como eurodiputado. Se hizo famoso en Italia en 2003 por un intercambio de bromas no precisamente institucionales con el entonces premier Silvio Berlusconi (Schulz habló con dureza sobre sus procesos y conflictos de intereses, y el Cavaliere respondió diciendo que le propondría «para el papel de capo en una película sobre las SS»).
Sin embargo, al verle en la salita de la última planta de la Torre Louise Weiss, la sede europea en Estrasburgo, te encuentras ante un hombre afable. Sonríe al mirar la foto en la que se le ve bailando la tarantela entre los stands de Rímini con un grupo de voluntarios («eran australianos, ¿no? ¡Ah no, ya me acuerdo: eran canadienses!»). A menudo recurre a la ironía, y se nota que no habla por simple cortesía hacia su interlocutor cuando, a propósito de aquellos chicos, dice: «Creo que aquí está la verdadera diferencia entre viejos y jóvenes: los jóvenes no temen el riesgo, no tienen miedo. Si los jóvenes se bloquearan ante los riesgos, nunca habría desarrollo. Eso es lo que vi en Rímini, gente que no tiene miedo».

Entonces empecemos por ahí, presidente: riesgos y miedo. Para muchos, Europa se está convirtiendo en eso. ¿Qué es para usted?
Sigue siendo simplemente una idea. La idea de que algunos países, al superar sus fronteras, se unan para formar juntos una institución porque saben que no pueden seguir luchando unos contra otros. Es una idea que combina capacidades muy heterogéneas: una especie de mosaico de tradiciones, experiencias y culturas distintas. Pues bien, esta idea sigue aún viva, vibrante: si hablas con la gente, te das cuenta. Pero hay un problema: que muchos, sobre todo los jóvenes, piensan que Europa no tiene nada que ver con la Unión europea. Una vez, mi amigo Wim Wenders, el director de cine, me dijo una frase que describe muy bien esta percepción: «La idea de Europa se ha convertido en administración. Y ahora la gente piensa que la administración es la idea». Tenemos que elegir: o renunciamos a esta idea, o cambiamos la administración. Yo prefiero la segunda hipótesis.

¿Cómo recuperar la confianza de la gente? ¿Es sólo un problema que viene del aspecto institucional, como mencionaba usted, o hay también otros factores? Tal vez el debate sobre los ideales y raíces – incluidas las cristianas – que se han perdido por el camino no era una discusión inútil…
Mire, yo creo que la pérdida de confianza es la clave de los problemas, tanto en la Unión como en los propios Estados nacionales. Somos menos capaces de proteger a los ciudadanos, de asegurar su bienestar. Le pongo un ejemplo personal: yo soy un alemán de posguerra. A mis padres, el gobierno les pidió hacer sacrificios que hoy ni siquiera imaginamos: salarios bajos, horarios laborales largos, muchos impuestos, nada de vacaciones. Los míos tenían cinco hijos y mi padre era un simple policía. Tuvieron que pagar de su bolsillo nuestra educación: el Estado no tenía dinero. Fueron de vacaciones por primera vez cuando mi padre tenía sesenta años. Sesenta, ¿entiende? Pero, ¿por qué esa generación aceptó todos esos sacrificios? Es sencillo: «Lo hacemos por el futuro de nuestros hijos. Para que sea mejor que el nuestro».

¿Y hoy?
Hoy sucede que mi generación, la que actualmente está en el poder, le pide a la gente que trabaje más, que pague más impuestos, que reduzca los salarios y que se conforme con tener menos servicios. Pero, ¿para qué? Para salvar a los bancos, no a la gente. Eso es lo que piensan millones de personas. No podemos sorprendernos de que hayan perdido la confianza. La gente piensa: las instituciones se preocupan por afrontar la crisis financiera, pero no tienen tiempo para nosotros. Una chica española me dijo hace tiempo: «Europa ha gastado setecientos mil millones para salvar a los bancos. Dígame, presidente: ¿cuánto dinero tiene para mí?». Si pudiéramos decir a nuestros padres, en España, Italia o Alemania: «tenéis que hacer sacrificios, pero os garantizamos que la vida de vuestros hijos será mejor», lo harían todos. Por eso, una de las cuestiones clave es combatir el desempleo juvenil. Hemos discutido sobre eso precisamente con Enrico Letta en la última cumbre: si pudiéramos garantizar a cada joven que sale de la escuela o de la universidad un puesto en el mercado laboral, sería un gran paso hacia la recuperación. Devolvería la confianza a la gente. Incluso en las instituciones.

La recuperación, hasta ahora, es muy limitada. ¿Cómo es posible relanzar la economía? ¿No va siendo hora de aflojar las amarras de la austeridad? Se lo pregunto al presidente del Parlamento, pero también a un alemán…
Debemos mostrar a la gente que queremos cambiar de rumbo. Le pongo tres ejemplos de cosas que hay que hacer inmediatamente. Primero: la mayor parte de los empleos, también para jóvenes, se está generando en la pequeña y mediana empresa. Pues bien, esas son las empresas con más problemas de acceso a créditos. La contracción del crédito ha afectado sobre todo a las pymes, en casi todos los Estados. Superar este problema es lo primero que debemos hacer. Tenemos que centrarnos en esto. Lo segundo que tenemos que hacer es adoptar más medidas para regular los mercados financieros. No podemos aceptar que mientras el Banco Central Europeo tiene el precio del dinero al 0,25 por ciento, los bancos que compran dinero a estas tasas, en vez de financiar la economía real, se dediquen a hacer inversiones financieras para especular. Hacen falta más reglas y un mayor control del mercado bancario. Tercero: los que tienen beneficios en una determinada zona deben pagar sus impuestos allí. Es un principio muy simple, no hace falta un Ministerio único de Economía Europea para conseguirlo. Se estiman en miles de millones de euros los impuestos impagados cada año. En Alemania hay empresas, como Google, que ganan tres mil millones de euros y no pagan ni un céntimo de impuestos. La austeridad no es sólo una cuestión de recortes, también de ingresos. Por ello, es necesaria más disciplina fiscal a nivel europeo. Son tres cosas sencillas, pero funcionan.

En mayo hay elecciones y en julio empieza el semestre de presidencia italiana, ¿qué papel puede desempeñar Italia en este camino de recuperación?
Un papel protagonista, a todos los niveles: económico, institucional y político. Por lo que respecta a la economía, siempre destaco – a veces quizá más que los propios políticos italianos – los puntos fuertes de vuestra economía: un déficit público bajo control, un bajo endeudamiento familiar, un sistema bancario sano, unas administraciones que han sabido reducir costes y reinventarse, una exportación que vuelve a crecer… Letta, con acierto, ha convertido la reducción del coste del trabajo en el punto central de su programa para relanzar el crecimiento y el empleo. Pero la lucha contra la crisis no da tregua: las reformas se van a llevar a cabo con mano firme. Y creo que la estabilidad de gobierno es una condición necesaria para reactivar la recuperación en Europa. Pero la contribución de Italia también será fundamental a nivel europeo. Creo que la presidencia italiana no será forzosamente una presidencia “legislativa”: coincide con el semestre blanco, en el que se renueva a los responsables de las instituciones. Será, además, una presidencia de visión. Europa necesita toda la fuerza del pragmatismo italiano para reformarse. Creo que la renovación interna de la política y de las instituciones italianas puede acompañar positivamente esta delicada etapa de transición para toda Europa.

¿No le parece paradójico que mientras crece la desilusión respecto a Europa, en Ucrania la gente lleva días saliendo a la calle para subirse al carro de la UE? ¿Qué buscan los ucranianos que se manifiestan con banderas de la Unión?
Ante todo, creo que buscan los valores occidentales. Quieren formar parte de una comunidad democrática, basada en valores democráticos. No es una lucha entre Rusia y la Unión Europea; es una lucha interna del país por su propio futuro, una reacción contra un gobierno que ha intentado restaurar mecanismos y medidas autoritarias. Yanukovich debe respetar los estándares internacionales de democracia si quiere llegar a ser un socio atendible para nosotros. Hay que prestar atención a la gente que se manifiesta en Kiev. Lo que debemos hacer como Unión es ayudarles a encontrar una combinación de seguridad económica, individual y derechos. A menudo damos por supuesta la libertad que nos viene garantizada por nuestra historia y por las instituciones europeas. Pero no es así. Deberíamos ser más conscientes.

El Sur es otro punto caliente en la Unión. Han hecho falta meses y el naufragio en Lampedusa para empezar a mirar la emergencia de los refugiados como una cuestión de toda Europa, no sólo de sus países del Sur. ¿No le parece que falta perspectiva en las relaciones con el área mediterránea?
Es una de mis mayores amarguras últimamente: hasta qué punto infravaloramos el potencial que representan para nosotros las relaciones con África. Libia, Egipto, Túnez, Nigeria… Son todos países que tienen un gran potencial. No sólo energético. Allí hay cientos de millones de personas que han pasado de golpe del siglo XIX al XXI. Pensemos en El Cairo: 22 millones de habitantes… y no puedes beber agua. Necesitan infraestructuras. Esto implica inversiones potencialmente enormes que tienen un coste político muy grande; significaría dar a esta gente no sólo comida, sino también trabajo. ¿Y quién puede hacer de partner ante algo así? ¿Quién puede ofrecer conocimientos, financiación, ideas? Italia, Francia, España. Los países que, por tradición, tienen estrechas relaciones con esta zona. Afrontar los problemas del Mediterráneo es afrontar los problemas de buena parte de Europa. Pero para hacer eso hay que cambiar de política, no cabe duda.

Hace tiempo nos sorprendió la sinceridad con que usted habló de la difícil juventud que había vivido: el alcohol, los problemas escolares… ¿Cómo empezó a interesarse por la política?
Me crié en una zona de mineros y obreros. Y en una familia muy politizada. Mis padres tenían opiniones muy distintas: mi padre era socialdemócrata y mi madre, una activista católica que votaba a la CDU (Unión Demócrata Cristiana). Pero entre ellos el amor era más fuerte que la militancia. Yo soy el resultado de aquello. Me incliné hacia la izquierda, como mis hermanos, también porque eran los años de Willy Brandt, había motivaciones ideales fuertes. Yo era un tipo muy inquieto, irritado, diría. Hoy me miro y aquella rabia se ha quedado atrás. Pero no los ideales.

A propósito de ideales. Antes hablaba del Meeting, ahora de lo que vivió en su familia. En su opinión, ¿qué puede aportar el catolicismo a la hora de afrontar la crisis?
No me considero la persona más indicada para responder a esta pregunta. Pero puedo decirle que yo, como millones de ciudadanos en el mundo, creyentes o no, me he sentido profundamente tocado por las palabras del Papa Francisco, por su humildad auténtica, su ecumenismo genuino y su atención hacia las periferias del mundo, materiales e inmateriales. La Unión también debe aprender a abrirse. Demasiada introspección y autorreferencia son enfermedades comunes en las instituciones europeas: a veces corremos el riesgo de ser demasiado “Bruselocéntricos”. Europa ha pasado de ser una fuerza al servicio de la paz a ser una fuerza administrativa y reglamentaria, pero sin ideales sólidos. Sin un sentido de entrega por nuestros objetivos y sin una misión compartida, su legitimidad se encamina hacia un declive inexorable. Creo que parte de estos ideales se encuentran en el mensaje que el Papa ha plasmado en su última exhortación apostólica, la Evangelii Gaudium: no a una economía de la exclusión, no a un dinero que gobierna en vez de servir, y no a las injusticias que generan violencia.

¿Qué supuso para usted el encuentro con el Papa hace tres meses?
Me transmitió mucha fuerza, energía y confianza: confianza en el diálogo, confianza en la solidaridad, y confianza en los valores, sobre los que podemos discrepar, pero nunca dejar de dialogar.