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Huellas N.11, Diciembre 2013

BREVES

Responden los hechos
EL IDEAL ROTO DE KENNEDY Y NUESTRA MALA COSTUMBRE DE DESENCANTADOS

John Waters

Su muerte marcó nuestro modo de entender la política. Los grandes sueños acaban en farsa o en tragedia. Sin embargo...

Si consideramos la esencia de la cultura política en el pasado reciente, aparece el intento de crear de nuevo esas condiciones que hace cincuenta años el golpe mortal de Lee Harvey Oswald borró del mapa en Dallas. Luego, cinco años después, de nuevo lo mismo, cuando el golpe, igualmente mortal, de Sirhan Sirhan apagó la vida de otro Kennedy en el Hotel Ambassador de Los Ángeles.
Desde un punto de vista cultural, tendemos a considerar aquellos acontecimientos, aquellos hombres y aquellos tiempos en parte como exageraciones de un momento concreto. Pensamos en John y en Robert Kennedy casi como si fueran de súper-héroes; consideramos a los que vivieron aquellos días personas inocentes, si las comparamos con lo que nosotros somos ahora. Había algo de actor en JFK, cuando se mostró como el más sorprendido de todos ante su propia llegada a la escena política. Fue la primera “estrella pop” de la política. Robert era diferente: volviendo a lo esencial debido a la muerte de su hermano, creyó que la historia lo estaba llamando a algo grande, por lo que su muerte causó una extraordinaria impresión.
Lo que permanece de JFK es la imagen de un personaje público que sigue correspondiendo a ese anhelo profundo – inaprensible, visceral, elemental – cuya intensidad varía, pero que consideramos esencial, pues parece hecho para el encuentro con una presencia humana excepcional.
La “esperanza” ofrecida por los Kennedy, quizá precisamente porque se apagó prematuramente, ha seguido viviendo como un ideal fallido, como un ardiente deseo que sigue vivo aún hoy. Después de ellos, el mundo político se ha acomodado en lo que parece una relativa apatía.
Muchos de los que gobiernan o aspiran a hacerlo siguen fascinados por los ideales de los Kennedy, y sin embargo, parecen muy alejados de cualquier esperanza de poder reivindicar su promesa. Si contemplamos la vida pública actual como una película, puede que el guión nos parezca escrito en forma de farsa o tragedia. Ya sabemos “cómo termina”. El mundo de la política se ha visto contaminado por una incapacidad colectiva para soñar de una manera adecuada.
Los Kennedy se convirtieron en inmortales gracias a sus asesinos, que congelaron sus ideales, y a la vez liberaron en nosotros un desencanto que nos hace repetir que todo lo que parece grande será borrado del mapa.
Y sin embargo, una generación después, el mundo sorprendentemente cambió de manera radical con la caída del muro de Berlín, no gracias a dos atractivos liberales, sino a dos de los líderes de más ancianos y “conservadores”: Ronald Reagan y Juan Pablo II.
La memoria cultural nos dice que Jesús vivió y murió – un hombre joven y bello – y nosotros seguimos escrutando el horizonte para ver a alguien que se le parezca. Pero la esperanza que Él representa viaja de maneras insospechadas. A veces habla a través de la radiante sonrisa de los jóvenes, y a veces a través de la serenidad de los ancianos.
En nuestro imaginario, todo queda secretamente definido por la impronta de nuestra comprensión del Viernes Santo y del Domingo de Pascua. En el caso de los Kennedy – y quizá de manera inevitable para todos los hombres – dichas fechas se han sucedido en el orden equivocado: primero la Pascua, con la esperanza y la promesa, y luego el dolor y el horror de la Crucifixión.
Si no sabemos qué es lo que buscamos, es fácil que las equivocaciones nos aparten del camino, el considerar las cosas a la inversa, olvidar que el Calvario no ha sido el final, sino las tinieblas necesarias antes del alba.