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Huellas N.10, Noviembre 2013

PRIMER PLANO

Cuando otros llegan

Alessandra Stoppa y Davide Perillo

Son más de trescientos mil los inmigrantes que han arribado a las costas italianas desde enero hasta hoy. Y los desembarcos continúan. Hemos viajado a Lampedusa para conocer a quiénes llegan y a quiénes los acogen. El dolor por el naufragio del 3 de octubre, las relaciones que nacen en la isla, los prófugos que cantan en la calle... Hechos que no se reducen a una emergencia a la hay que responder, sino que muestran cómo cambia la vida por la presencia de otros

«Tenemos el corazón hecho pedazos». Antonella no se detiene en consideraciones previas, se anticipa a cualquier pregunta posible. El coche va dando tumbos por los baches mientras sube hacia el hospital. Sin darnos explicaciones ha abierto la puerta del coche y se ha unido a nosotros: «Sube». Sube y se pone a hablar como si reanudara un discurso apenas interrumpido. «Tenemos el corazón hecho pedazos. Todos estamos de luto». Nos habla de «aquella mañana», del naufragio, de sus veinte años de desembarcos, de la vida en la isla durante el invierno, con una única escuela en la que se doblan los turnos, y con un hospital que es un simple ambulatorio. «Aquí vivimos como si estuviéramos fuera del mundo... No es fácil. Pero cuando llegan, ellos son lo primero». No les nombra, no hace falta.
De ellos, de los inmigrantes, cree saber bastante. Los periódicos hablan del problema por épocas, llevan semanas haciéndolo continuamente, después del naufragio de 500 personas procedentes de Eritrea. Conoce los datos: este año han desembarcado en las costas italianas más de 35.000 personas. De ellas, 23.000 lo han hecho aquí. El 3 de octubre llegaron desde Misurata, en Libia, y hubo 385 muertos. La esperanza del viaje, en el que van hacinados como ganado, el estado de shock de los supervivientes, las fotos de familia que flotan en el agua, el debate sobre la responsabilidad de Europa, un mar de palabras sobre la legislación necesaria. Y el silencio ante los féretros. Antonella siempre recordará a aquella joven, «bellísima», en el hangar del aeropuerto: había pegado en el lugar donde había un número la foto de su hermano, la besaba y lloraba, pedía que le dejaran llevárselo. Poco después lo subieron con una grúa a un barco para que pudiera recibir sepultura quién sabe dónde. «Era inconsolable. Sólo le pregunté: ¿puedo hacer algo por ti? Ella me miró: “Rezar”».
Llegan aquí después de más de veinte horas en el mar. «Si arriesgamos nuestra vida, es porque allí ya estamos muertos», dice Dele, 19 años, nigeriano. Las jornadas de los isleños están impregnadas de esta pena. Sin embargo, se sorprenden cuando les preguntas por qué acogen así a los extranjeros. Les resulta normal. Es difícil imaginar lo normal que resulta su dolor y el hacer el bien en un lugar donde las alarmas no paran de saltar. Para ellos, la presencia de los inmigrantes es todo menos una emergencia. Antonella habla con la confianza de quien te prepara un café sin conocerte de nada, en una cocina muy humilde, apenas separada de los dormitorios. Aún se emociona al recordar la noche del concierto de Claudio Baglioni, cuando las luces del escenario iluminaron de repente el mar: en la oscuridad, una lancha que se balancea avanzando despacio hacia la orilla. Lleva siete hombres negros como azabache, y vivos. «Todos estallamos en un aplauso».

«Debes mirarles». Junto a la ventana de la puerta tiene siempre preparada una bolsa. Es ropa suya y de su hijo, bien doblada y sacada del armario para ofrecerla «cuando llaman a la puerta». Se siente honrada: «Siempre me viene a la mente: “Tuve hambre, tuve sed...”». Algunos le besan las manos, luego se ponen a esperar con los demás el traslado, durante todo el día, arriba y abajo por vía Roma, el paseo de las tiendas y los bares: trajes de acetato y toallas al cuello, forman largas filas ante las cabinas telefónicas o pasan las horas sentados en un banco, o en el muelle mirando el mar. Llevándolo todo en el corazón. El destino que les espera y el de sus seres queridos, a los que algunos ya han abrazado sin vida, con las venas del pecho como las cuerdas de una guitarra.
«Debes mirarles a los ojos; tienen los ojos de Jesús». Con esta invitación nos despide Antonella. En la nevera, la foto del Papa Francisco. «¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado?», preguntó con fuerza en la histórica visita del 8 de julio, y los isleños aún llevan grabada la respuesta en la cara. Angelo se agita cada vez que saca las redes. «Me entra taquicardia». Es pescador desde los doce años, tiene 47, ha visto llegar cientos de pateras y no está en paz, porque «con los chalecos se habrían salvado». Y porque aquel día todos estaban pescando en el sureste. «No allí». El pesquero se hundió entre la Isla de los Conejos y Tabaccara. Hay en el muelle unas cincuenta barcas para la pesca de arrastre, como la suya. «Llevábamos un mes en parada biológica. El 2 de octubre salimos. Era una jornada veraniega, fuerza del viento cero. Perfecta». Es justo en días así, en calma, cuando se les ve llegar. «En barcazas cada vez más lamentables, que no sabes cómo pueden llegar». Sacude la cabeza: «Ya habían llegado». Le consuela pensar en los dos buzos que sacaron a aquella madre con su hijo unidos aún por el cordón umbilical. «Les sacaron juntos, uno cada uno, para no separarlos».  
«Después del rescate, lo más importante es hacerse cargo de los cuerpos». Giuseppe Cannarile es el comandante de la Capitanía de puerto desde hace un año, tiene 34 y aquella noche estaba en la sala de mando. «Todo cambió cuando vi a los niños», como su hija, de tres años. Nunca olvidará el mensaje de uno de los vigilantes: «Comandante, hemos recuperado a todos». Pausa. «A los vivos». No les quedaban fuerzas para agarrarse al salvavidas y cuando vieron a los equipos de rescate muchos se dejaron llevar, tragados por la corriente, después de haber resistido durante horas a flote. «Desde enero hasta hoy, mis hombres y yo hemos salvado a miles de personas». Cuando empezó a trabajar aquí, no pensaba que sería así: «Te conviertes en un factor esencial para la supervivencia de cada uno de ellos, hasta el último de mis marinos lo sabe. Nos hace sentir portadores de un bien extraordinario. Porque si uno vive para sí mismo, ¿qué es lo que queda al final?».

«El otro no existe». Las preguntas más importantes surgen con naturalidad, incluso en conversaciones casuales. Y hasta los que preferirían olvidar lo reviven todo. Pietro Bártolo tiene la piel curtida por el sol y unas manos enormes que parecen las de un pescador, es el médico de la isla (v. pág. 18). Lo que ha visto no le deja dormir desde hace diez días. Para él nunca hay un desembarco igual que otro, y «este...». Deja la frase sin terminar. Las barcas llegaban con los muertos en la popa y los vivos en la proa. Tenía veinte segundos para cada uno: revisar y clasificar. Él, ginecólogo, hizo 385 autopsias. Pero cada vez que se encuentra con una mujer embarazada lo primero que le hace es una ecografía: «Para que pueda ver. Les cambia la cara en un instante». Hasta él se reanima al pensarlo. Y lo dice todo: «El otro no existe. Ellos somos nosotros, con menos fortuna».

En el Centro de acogida temporal. Existe un acento común en los isleños, una íntima gratitud por lo que reciben al ayudar: mirando a Vito Fiorino, por ejemplo, no es fácil establecer quién da y quién recibe. Fue el primero en socorrer a los náufragos (v. su historia en pág. 16). Estaba durmiendo en la barca con sus amigos cuando, al alba, oyó unos ruidos. Pensaba que serían las gaviotas. Hasta que se encontró delante de cientos de cabezas en el mar que pedían ayuda. «No sé cómo, pero salvamos a 47 personas». A sus sesenta años, luce coleta y ha tenido una vida dura: «He visto muchas cosas. Pero algo así... Vuelve a ponerte en tu sitio». En su heladería, entra Russon, un eritreo de 36 años, padre de cuatro hijos. Es el primero al que salvó. «Papá», le llama, pues le debe la vida. Casi no se dicen nada. Vito le prepara la nata para que la pruebe. «¿Pero qué me está pasando?».
En la parte alta del barrio de Imbriacola, por un camino de tierra lleno de piedras y cactus, se acaban los techos de terraza. Custodiada por los militares se ve la puerta de entrada al Centro de acogida temporal. Siempre cerrada. Los refugiados salen del recinto para pasar el día por la zona. Con un permiso “no escrito”. Como tantos otros aquí. Donde la gente les acoge, aunque se supone que no deberían hacerlo. Les dan comida, dinero, ropa, aunque tampoco deberían. Aquí las cosas se resuelven así, recordándose unos a otros que «lo importante es que están a disposición de las autoridades». Siempre hay algo que no percibes al pasear por la isla, para bien y para mal. Entre los muchos extranjeros que vienen para ayudar, para mediar, para traducir, no faltan funcionarios de los regímenes africanos que fichan a la gente.
Nada más entrar en el Centro te quedas sin aliento. Hay 700 personas aunque la capacidad es de 250. Los sirios acampan fuera de los contenedores, entre gomaespuma, polvo y bolsas de basura. No quieren estar con los africanos y se quedan bajo los árboles, familias enteras, con niños que calzan botas de tres o cuatro números más grandes. Al subir a los dormitorios, los huéspedes te miran fijamente desde la barandilla en grupos y en silencio. Uno de ellos hace de peluquero improvisado para todos, otro admira su nuevo corte de pelo en el retrovisor del furgón militar. Hay una calma irreal. «Cuando surge la polémica sobre el tiempo de permanencia aquí de estas personas, ni siquiera se piensa en que después de todo lo que han vivido, necesitan un tiempo para poder recuperarse», dice Cristiano Greco, el psicólogo del Centro (v. pág. 18): «Lo quieran o no las leyes, lo quiera o no Europa, ellos seguirán huyendo». Él es quien hace las entrevistas a los que llegan, todos los días escucha sus pesadillas, chicos que han estado meses en las cárceles libias, mujeres que han sido víctimas de violaciones. «No son “prototipos”, cada dolor es distinto».

Moisés y el policía. Al final de la jornada, se levanta un viento cálido que por las noches se hace notar con fuerza entre las casas. Es la única voz que se oye una vez que los locales del paseo se vacían rápidamente. Pero esta noche hay una extraña compañía en la calle y la gente se detiene a mirar. Cantan en torno a la mesa de un bar. No son turistas, son refugiados eritreos, jovencísimos, sentados en círculo sin tomar nada de beber. Dan palmas, los más tímidos permanecen con las manos en los bolsillos y la capucha puesta. Están cantando a Jesús. A simple vista parece un grupo de amigos, aunque acaban de conocerse. A la guitarra está Daniel, refugiado eritreo que desembarcó en Lampedusa hace once años (v. pág. 15): ahora es pastor evangélico y ha venido desde Londres hasta aquí por ellos, después de ver las noticias en el telediario. Cantan dulces canciones de gospel, en lengua tigriña, que refrescan el corazón cuando Daniel explica la letra y por qué es posible esperar: «Jesús vino por cada uno de nosotros, está con nosotros siempre. No nos deja nunca».
Sentado entre los demás, está Roberto, un policía italiano de 38 años, de servicio en esta isla, calificada como zona de riesgo y de la que puedes pedir el traslado al cabo de tres años. Por eso llama la atención: «Mi mujer y yo nos sentíamos llamados a vivir aquí. Así, día tras día, han pasado 13 años». Le brillan los ojos cuando habla de sí mismo, de su trabajo y de Moisés, 20 años: le salvó estando de patrulla. Le tiene a su lado, es su hermano pequeño. Ahora le invita a su casa, le busca, reza por sus padres que siguen en Eritrea, para que estén bien.
Este policía tiene algo que celebrar, aunque haya visto tanto dolor. «En el mar ves la vida humana. Ves lo frágil que es el hombre. Pero todas esas personas han muerto por algo: este sacrificio apocalíptico nos está cambiando. Había llegado a convertirse en una costumbre ver llegar pateras». Él hace su trabajo, turnos, patrullas, habla y ayuda a los que le salen al encuentro, como aquel padre que llegó de Siria en busca de su hija. «Te gustaría darle todo, y lo procuras. Quieres que encuentre un trabajo, una estabilidad... Pero ellos tienen un vacío que es igual que el mío: están hechos a imagen de Dios. Si no les anuncio que la vida tiene un significado, que Jesús está vivo y les acompaña, no les doy nada». Y no es que se lo diga, porque ni siquiera sabe inglés. Pero está con ellos, comparte la vida con ellos. Es tan distinto verles aquí, cantando: no están en el limbo de un traslado, están en camino. «Vuestra vida es grande», dice Roberto. «¿Es verdad, Moisés?». Y le da un abrazo.


LOS NÚMEROS
35.085 desembarcos en las costas italianas desde enero hasta hoy.
9.805 son sirios; 8.843 eritreos; 3.140 somalíes; 879 afganos; 1.058 vienen de Mali. Los demás son de otras nacionalidades.
25.000 han sido salvados durante la travesía.
19.142 han fallecido desde 1988 hasta hoy, a lo largo de las costas europeas.
*Fuente: Fortress Europe