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Huellas N.9, Octubre 2013

PÁGINA UNO

¿Cómo nace una presencia?

Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de CL.
Mediolanum Forum, Assago (Milán), 28 de septiembre de 2013

Razón de vivir
La strada

Desciende Santo Espíritu

DAVIDE PROSPERI
Bienvenidos. No lo digo de modo formal, porque si hemos venido aquí no ha sido formalmente. Hemos venido aquí – y a todos los puntos de Italia conectados en directo vía satélite – para participar en este gesto de todo el movimiento por un juicio. Un gesto da más testimonio de la verdad que muchos ríos de palabras. Lo hemos visto con frecuencia este año, en muchos gestos que hemos propuesto, vivido y en los que hemos participado, incluso en gestos de toda la Iglesia. Y el juicio que nosotros afirmamos con este gesto es que tenemos una certeza: sabemos – esta es la certeza – qué es lo que queremos seguir. Por eso estamos aquí. Volver a empezar, volver a empezar cada día, cada año, es lo que hace crecer la certeza y el deseo del destino en quien no quiere dejar de caminar.
«¿Cómo se puede vivir?». Hemos elegido esta pregunta, partiendo de la reflexión sobre los Ejercicios de la Fraternidad, como tema del verano, en las vacaciones y en los encuentros en los que hemos participado. Un título que, en su sencillez, nos afecta a todos, hasta tal punto que, incluso aquellos que no viven una experiencia como la nuestra, antes o después, tienen que hacerse esta pregunta, porque tiene que ver con cualquier hombre. Pero no obstante su sencillez, representa un desafío extraordinario, porque para responder a esta pregunta no son suficientes las palabras, no respondemos con un discurso o con explicaciones que alguien nos da o que nos damos nosotros mismos, sino que es necesario vivir. La respuesta a esta pregunta es una vida.
Por este motivo, todos los años hacemos el esfuerzo de juzgar, de tratar de juzgar lo que hemos vivido en el año precedente, porque queremos crecer mirando en primer lugar nuestra experiencia. Esta vez viene en nuestra ayuda la extraordinaria carta que el Papa ha enviado a Scalfari, publicada en la Repubblica en respuesta a sus preguntas de este verano. Sin ninguna presunción sino con agradecimiento, creo que todos nos hemos sentido confortados por las palabras del Papa, pensando en el camino que hemos recorrido en estos años. Escribe el Papa: «Vivir la fe cristiana no significa huir del mundo o buscar una cierta hegemonía, sino servir al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de las periferias de la historia, teniendo despierto el sentido de la esperanza, que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá» (Francisco, «Carta a los no creyentes», La Repubblica, 11 de septiembre de 2013, p. 2).
Pensemos en lo que significan para nosotros estas palabras después de las distintas posturas que hemos tomado este año al afrontar, por ejemplo, las elecciones nacionales y también las de la región de Lombardía, en las que, después de la aventura formigoniana, estábamos en el punto de mira. En la confusión general de ese periodo, en el que cada día nacían y morían propuestas de partidos, coaliciones y tomas de posición, lo más interesante para mí ha sido que, al juntarnos para entender cómo mirar lo que estaba sucediendo, no nos hemos contentado con alinearnos con la opción menos mala (lo recordamos bien), sino que hemos aprovechado la ocasión para decir: ¿qué es lo que nos interesa de verdad en una situación así? ¿Cuál es el corazón de nuestra vida? Por repetir la frase de don Giussani tan citada entre nosotros: ¿qué es lo más querido para nosotros y para todos, aquello que diríamos a todo el mundo (por tanto también públicamente)? Esta ha sido la pregunta que nos hemos hecho ante la situación que se había creado, y hemos aceptado verificar nuestra madurez ante ella. Debo decir que en esta verificación, el camino de estos años ha sido sin duda el factor determinante, porque el juicio que ha surgido, que después – como recordaréis – se publicó en la Nota de CL sobre la situación política con vistas a las próximas citas electorales (2 de enero de 2013), ha sido que lo único que tenemos que defender verdaderamente, a lo que no podemos renunciar, es a la experiencia que hacemos por lo que hemos encontrado, y la verificación de que esto es verdad se ve en si es capaz de generar una presencia original, testigo de la novedad que introduce Cristo en la vida, un nuevo actor dentro de la sociedad, en cualquier ámbito, hasta en la política, y esto debe poder verse incluso dentro de una situación confusa (como decía el Papa: «No […] huida del mundo o búsqueda de una cierta hegemonía»).
El asunto de la renuncia del papa Benedicto XVI algunas semanas después puso ante nosotros el ejemplo de este hombre nuevo: porque cuando todo el mundo vio salir por las puertas del Vaticano a aquel hombre, todos a su alrededor llorando y él con el rostro cierto, alegre, fue para todos como un destello de conciencia de la estatura humana a la que estamos llamados: ¿en qué consiste nuestra certeza humana? ¿Qué genera esta certeza como relación con la realidad? En ese momento se pudo comprender claramente: ante la aparente derrota, y no en un rincón perdido, sino a la vista de todos (porque para el mundo era una derrota: ya no tenía fuerzas y tuvo que renunciar), ¿cómo es posible que un hombre tenga ese rostro? No se puede hacer trampas en una situación así, sabes que todos te están mirando. ¿Cómo puede un hombre ser así?
Lo que cada uno de nosotros busca siempre en la vida es una satisfacción, es algo que cumpla realmente y sin medias tintas aquello para lo que estamos hechos. Y gran parte del malestar y de la dificultad que vivimos con frecuencia nace precisamente de que para nosotros la satisfacción, la realización de esta satisfacción, depende de lo que hacemos nosotros, de lo que producimos nosotros, y de que esto sea reconocido por los demás. Pero ante una circunstancia así (pensemos también en cuántas contradicciones o derrotas se ve cada uno de nosotros obligado a afrontar), ¿es posible o no una satisfacción plenamente humana? Estamos hechos para la excepcionalidad, no para la banalidad, y el ideal de la vida es que la excepcionalidad, es decir, esta grandeza, pueda experimentarse dentro de la normalidad, dentro de lo cotidiano. Aquello que satisface la vida es algo que se nos da, lo que satisface la vida es la relación viva (esto se ha visto en el gesto del Papa) con una presencia amada, que es dada, deseada, con la Presencia amada, porque esto introduce en la vida, en cualquier momento de la vida, incluso a los 86 años, cuando parece que un hombre ha fracasado y ya no le queda tiempo, una espera, una certeza, un inicio nuevo. ¿Qué será para mí el mañana? Si mi hoy es la relación con esta Presencia, entonces el mañana es un descubrimiento, la curiosidad por ver cómo esta Presencia volverá a manifestarse de nuevo, a manifestar de nuevo Su victoria.
Este hecho nos ha acompañado en este paso junto a los juicios de Carrón, a los juicios que han brotado entre nosotros en el camino de nuestra compañía durante el año, en particular con ocasión de la Asamblea nacional de responsables de CL en Pacengo. Allí resultó evidente que, para nosotros, el factor que da consistencia a la vida es, en verdad, esta satisfacción, una certeza que no es la de alguien que ya lo sabe todo y luego, como mucho, tiene que explicársela a los demás. Esto pone de manifiesto que en el fondo no espera ya nada para sí, sería una certeza – digámoslo así – sabionda, presuntuosa; no, la nuestra es una certeza curiosa. Es una certeza de partida, que nos lanza siempre hacia delante. Retomo de nuevo la carta del papa Francisco: «Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos» (Ibidem).
Nuestra certeza – esto es, sintéticamente, lo que he descubierto en concreto este año a través de todo lo que hemos vivido – no es que sepamos ya cómo va a terminar todo, sino que queremos descubrirlo. Porque la verdad que Cristo ha introducido en nuestra vida es una presencia, Su presencia. Y esto nos lanza al mundo. De nuevo dice el Papa: «No hablaría, ni siquiera para quien cree, de verdad “absoluta”, si se entiende absoluto en el sentido de inconexo, que carece de cualquier tipo de relación» (Ibidem). En cambio, la verdad – y la experiencia que hacemos lo testimonia – es una relación. Pero esto no es sólo verdad para nosotros, es verdad para todos, incluso para los que lo niegan o tal vez no lo saben. Por eso, junto a la pregunta inicial – «¿Cómo se puede vivir?» – ha surgido enseguida otra: «¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?». En el Meeting de este año nos hemos visto provocados, desde el primer día, por esta pregunta del Corriere della Sera: ¿queremos convertirnos en una facción o queremos testimoniar una presencia original?
A la luz de todo lo que hemos vivido, te pregunto: ¿qué significa nuestra presencia en el mundo?

JULIÁN CARRÓN
¿Cómo se puede vivir?
Mientras preparaba este verano los Ejercicios de los Memores Domini celebramos la Fiesta de santa María Magdalena. La Liturgia proponía dos textos en los que se hacía transparente cómo quiere la Iglesia que miremos a esta mujer, según toda la espera y la tensión que vivía. Y para que lo entendamos, utiliza un pasaje del Cantar de los Cantares, que describe lo que era la vida para una persona como María: «En mi lecho, por la noche, buscaba el amor de mi alma; lo buscaba y no lo encontraba. “Me levantaré y rondaré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma”. Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los centinelas que hacen la ronda por la ciudad. “¿Habéis visto al amor de mi alma?”» (Ct 3,1-3). Al escucharlo, me decía: ¡cómo me gustaría tener un poco de esta pasión! Porque María nos pone delante el corazón que cada uno de nosotros desearía tener en lo más profundo de su ser, pues el “yo” de cada uno de nosotros es la búsqueda de un amor que se mantenga en pie ante los desafíos de la vida.
Leyendo el texto del Evangelio me sorprendí al ver que se podían identificar en él las dos preguntas que nos habíamos propuesto como trabajo para este verano: «¿Cómo se puede vivir?» y «¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?».
«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer». ¿Qué es lo que movió a aquella mujer, hasta el punto de no poder quedarse en la cama, para ponerse en camino tan de mañana, tan temprano, cuando todo estaba aún oscuro? «Y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”» (Jn 20,1-2).
«Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando [así es la vida. ¿Cómo se puede vivir? Si uno no ha encontrado esa presencia, si uno no encuentra esa presencia amada, el amor de su alma, es para echarse a llorar. Podemos estar distraídos todo el día, pero la vida es para echarse a llorar si cada uno de nosotros no encuentra el amor de su alma, ese amor que llena la vida de significado, de intensidad, de calor]. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”.
Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?” [He aquí el nexo: «¿A quién buscas?». Busco al amor de mi vida, busco esa Presencia que pueda llenar la vida. Por eso la Iglesia nos propone el texto del Cantar de los Cantares en la fiesta de María Magdalena, que nos habla de una mujer en busca del amor de su alma]. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Rabboni!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”» (Jn 20,11-18).
En este pasaje tenemos la respuesta a las dos preguntas: «¿Cómo se puede vivir?» y «¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?». Sólo al responder a la primera, «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?», sólo al encontrar la Presencia que ella buscaba y que respondía a su llanto, tuvo algo que comunicar y que decir a los demás: «He visto al Señor».
Es un gran consuelo para cada uno de nosotros que esto le haya sucedido a una persona desconocida como María Magdalena, porque nos ayuda a comprender que no existe ninguna condición previa, no hay necesidad de estar a la altura de nada, no hace falta ninguna dote particular para buscarle a Él. Esta búsqueda puede incluso hallarse escondida en lo profundo de nuestro ser, bajo todos los deshechos de nuestro mal o de nuestro olvido, pero nada puede evitarla, nadie puede detener a esa mujer en su búsqueda. Para sorprender en uno mismo la misma tensión no se necesita nada más que esa «moralidad original», esa apertura total, esa coincidencia consigo mismo hasta el fondo, esa no-lejanía de uno mismo que lleva a decir: «En mi lecho, por la noche, buscaba el amor de mi alma», «¿Habéis visto al amor de mi alma?». Es la misma apertura original que vemos en otros personajes del Evangelio, unos pobres hombres como nosotros, pero a los que nadie puede impedir que Le busquen, como Zaqueo, que se sube a un árbol lleno de curiosidad por ver a Jesús, o la Samaritana, sedienta y deseosa de la única agua que puede satisfacer su sed. Frente a estas figuras evangélicas no hay excusa que valga: unos pobres hombres como nosotros, pero en tensión por buscarle. Son hombres definidos por la búsqueda de Él y por la pasión por Él, una búsqueda y una pasión que desarman todas nuestras preocupaciones, todas nuestras argumentaciones moralistas para justificar que no le buscamos. A ninguno de nosotros nos cuesta imaginar lo que sucedería en ellos cuando Jesús, inclinándose sobre su nada, les llamó por su nombre, cómo se llenarían de asombro, cómo se encendería aún más su pasión por Él, como crecería en ellos el deseo de buscarle.
«¡María!». Cómo vibraría la humanidad de Jesús para poder decir su nombre con un tono, con un acento, con una intensidad, con una familiaridad tal que hizo que la Magdalena le reconociera enseguida, cuando un instante antes le había confundido con un hortelano. «¡María!». Es como si toda la ternura del Misterio llegara hasta esa mujer a través de la humanidad conmovida de Jesús resucitado, sin velos, pero no por eso menos intensa, es más, con toda la humanidad de Jesús resucitado, estremecido ante la existencia de esa mujer. «¡María!». Se entiende así que en aquel momento comprendió quién era ella. Pudo entender quién era porque Él hizo vibrar su humanidad hasta hacerle sentir una intensidad, una plenitud y una sobreabundancia inimaginables, y que sólo podía alcanzar en la relación con Él. Sin Él no habría sabido nunca quién era ni lo que podía llegar a ser la vida, qué grado de intensidad y de plenitud podía alcanzar la vida.
¿Qué es el cristianismo, sino esa presencia que se estremece ante el destino de una mujer desconocida, que le hace comprender qué es lo que Él ha traído, qué supone Él para la vida? Podemos comprender la novedad que ha entrado en la historia con el cristianismo mirando la forma con la que Cristo lo comunica: Jesús nos ha mostrado qué es el cristianismo al decirle a una mujer: «¡María!». Lo que desvela a aquella mujer quién es Jesús es esta comunicación del ser, de «más ser», de «más María». No se trata de una teoría, de un discurso o de una explicación. Fue un acontecimiento lo que impactó a todos los que entraron en relación con Él de un modo u otro, y que los Evangelios, en su sencillez desarmante, comunican de la forma más ingenua, más sencilla que pueda haber, sencillamente pronunciando su nombre: «¡María!», «¡Zaqueo!», «¡Mateo!». «¡Mujer, no llores!». Cómo debió comunicarles Su ser para marcar tan poderosamente su vida, hasta el punto de que ya no podían hacer nada, ya no podían mirar la realidad ni a sí mismos mas que atravesados por esa Presencia, por esa voz, por esa intensidad con la que su nombre había sido pronunciado.
Podemos percibir el asombro que recorre cada página del Evangelio ante una experiencia como esta. Por desgracia, nos hemos habituado a ella y hemos dejado muchas veces de acusar el impacto. Lo damos todo por descontado, por sabido. Pero que esto no tiene que ser así necesariamente lo vemos cuando un hombre como el papa Francisco nos testimonia hoy su asombro: «La síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos. (…) Soy alguien que ha sido mirado por el Señor”» (Francisco, «Entrevista al papa Francisco», a cargo de Antonio Spadaro, La Civiltà Cattolica, III/2013, p. 451).
El alcance de ese acontecimiento, de esa modalidad única de relacionarse con otro, de un «Yo», Jesús, que entra en relación con un «tú», María, haciéndola ser más ella misma, el alcance de ese «¡María!» que descoloca a esa mujer, de la conmoción que le invade, se manifiesta por la forma en que ella responde: «¡Rabboni! ¡Maestro!». En la sobriedad del Evangelio, san Juan comenta: «Ella se vuelve» al oír su nombre. Esto es la conversión, ¡todo menos moralismo! La conversión es un reconocimiento: «¡Maestro!». Es la respuesta al amor de Alguien que, al decir nuestro nombre con una intensidad afectiva que nunca habíamos visto, nos hace descubrirnos a nosotros mismos. Reconocerle es la respuesta a esta pasión de Alguien por ella que despierta la capacidad afectiva de esa mujer, porque Alguien la ha llamado por su nombre hasta el punto de generar esa relación nueva con las cosas que se llama «virginidad»: «No me retengas», dice Jesús a la Magdalena, no lo necesitas. Cualquier otra cosa es nada comparada con un instante de esta intensidad afectiva que María vivió con Jesús.
Dominada por esta conmoción, ella pudo dirigirse a Jesús con una pasión que le hacía decir: «¡Rabboni! ¡Maestro!». De hecho, la respuesta de María es fruto de esa modalidad con la que se había sentido llamada por su nombre, brota por entero de ese asombro único que Jesús provocó en ella. ¡Nada que ver con el moralismo! ¡No podríamos ni imaginarlo! Conmovida por la comunicación del ser a través de Jesús, María no pudo evitar decir: «¡Maestro!» con todo su afecto.

El acontecimiento que todo hombre espera inconscientemente
La conmoción profunda que sintió aquella mujer, que se había dado antes en la humanidad de Jesús, llena de pasión por ella, y que se ha hecho carne para comunicarse a través de Su carne, a través de Su conmoción, a través de Su mirada, a través de Su forma de hablar, a través del tono de Su voz, esta es la novedad que ha entrado en la historia y que hoy, al igual que ayer, espera todo hombre, espera cada uno de nosotros. «El hombre de hoy», decía don Giussani en el Sínodo sobre los laicos de 1987, «espera, quizás inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para quienes el hecho de Cristo es una realidad tan presente que cambia su vida. Es un impacto humano lo que puede sacudir al hombre de hoy: un acontecimiento que sea eco del acontecimiento inicial, cuando Jesús levantó la mirada y dijo: “Zaqueo, baja enseguida, voy a tu casa”» (L. Giussani, L’avvenimento cristiano, BUR, Milán 2003, p. 24).
Este acontecimiento nos ha marcado también a nosotros. A través de la persona de don Giussani, este acontecimiento, el eco del acontecimiento inicial, nos ha alcanzado a través de su humanidad y su pasión por Cristo, de la que hemos sido testigos, hasta el punto de que muchos de nosotros no estaríamos aquí si no lo hubiésemos tocado, si no hubiésemos sido arrastrados por la forma en que nos ha comunicado a Cristo. Podremos ser más conscientes de lo que nos ha sucedido en el encuentro con don Giussani cuando leamos su biografía, que ya se encuentra disponible. Él ha hecho llegar hasta nosotros, hoy, la misma conmoción que Jesús tenía por María, exactamente la misma de entonces, no «como» la de entonces, sino «la» de entonces, el mismo acontecimiento que alcanzó a María. Y cada uno debe mirar su propia experiencia, debe volver al origen de lo que le movió en un principio para ver surgir precisamente ahí el primer albor, el primer deseo de pertenencia a Cristo. No hay otra fuente de pertenencia mas que la experiencia del cristianismo vivido como acontecimiento ahora. Y esto ha sido suficiente para que nos entraran unas ganas tremendas de ser «Suyos».
Como siempre, don Giussani nos ayuda a tomar conciencia del alcance de todo lo que nos ha sucedido. De hecho, «¿qué es el cristianismo sino el acontecimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en protagonista nuevo en la escena del mundo?» (Ibidem, p. 23), porque la cuestión fundamental es el acontecer de esta criatura nueva, de esta nueva creación, de este nacimiento nuevo.

Comienzo de un conocimiento nuevo
La única manera de no tener que taparnos la cara con el brazo para defendernos de los golpes de las circunstancias, para poder vivir, es que una Presencia tan poderosa como esta invada nuestra vida. Pero muchas veces, estamos tan heridos por el impacto de las circunstancias que se bloquea el camino del conocimiento, y entonces todo se vuelve verdaderamente asfixiante, porque es como si viéramos la realidad únicamente por el agujero de la herida. Como María, que veía la realidad a través de su llanto y no veía nada más; ¡ni siquiera reconoce a Jesús! Pero aparece Él, la llama por su nombre, y reanuda la partida, permite que le reconozca, empieza a mirar la realidad de forma distinta, porque Su presencia es más poderosa que cualquier herida y que cualquier llanto. Entonces se abre de nuevo la mirada para poder ver la realidad en su verdad. «Fue mirado y entonces vio», decía san Agustín hablando de Zaqueo (San Agustín, Discurso 174, 4.4). Amigos, ¡que distinta sería la vida si cada uno de nosotros dejara entrar esa mirada, sea cual sea su herida! Por eso don Giussani insiste en que Jesús entró en la historia para educarnos en un conocimiento verdadero de la realidad, porque creemos ya saber lo que es la realidad; pero sin Él nos asalta el miedo, nos bloqueamos y nos ahogamos en las circunstancias. En cambio, con Jesús la mirada vuelve a abrirse. Es como si nos dijera: «Mirad que yo he venido para educaros en la verdadera relación con la realidad, en la actitud justa que os permita una mirada nueva sobre la realidad». Si nosotros no hacemos experiencia de esto dejando entrar continuamente Su mirada, Su presencia, terminamos viviendo la realidad como todos. Sólo si entra Jesús y hace posible un conocimiento nuevo, nosotros podremos introducir en el mundo una forma distinta de estar en la realidad. Todas las circunstancias se nos dan para esto, para introducirnos en este conocimiento nuevo, para ver quién es Jesús, una Presencia que nos permite vivir la realidad de un modo nuevo. Y esto nos permite descubrir que las circunstancias no son una objeción, como muchas veces pensamos, porque estamos tan determinados por la herida que no somos capaces de percibir el atractivo que encierran. Las hemos reducido de antemano porque creemos que sabemos qué son las circunstancias, pensamos que no hay nada nuevo que descubrir dentro de ellas, que sólo nos queda soportarlas. Sólo nos queda el intento moralista de ver si somos capaces de soportar esa asfixia.
La única posibilidad de que el recorrido del conocimiento no se bloquee, de que se abra la mirada, es que vuelva a suceder una Presencia como la que le sucedió a la Magdalena. Porque lo que nosotros tenemos es mucho más que un mero «saber» las respuestas a todas las objeciones o a los desafíos; nosotros tenemos «la» respuesta, pero la respuesta no consiste, como creemos, en tener unas instrucciones de uso para vivir, porque las instrucciones de uso se han hecho carne, son una Presencia, es el Verbo, su contenido es una presencia, un “Tú”, el “Tú” que alcanzó a María. Por eso, si la verdad está desligada de una relación, es algo ajeno a una relación, no se entiende. Como ha escrito el papa Francisco a Eugenio Scalfari: «Para la fe cristiana, la verdad es el amor de Dios por nosotros en Jesucristo. Por tanto, ¡la verdad es una relación!» (Francisco, «Carta a los no creyentes», op. cit., p. 2). Lo mismo le sucede al niño, que desconoce muchas cosas. Pero de una está seguro: que están su padre y su madre, y que ellos las saben. Entonces, ¿dónde está el problema? Si yo estoy seguro (este es el valor de la certeza de la que hablaba Davide Prosperi) de esta Presencia que invade la vida, puedo afrontar cualquier circunstancia, cualquier herida, cualquier objeción, cualquier impacto, cualquier ataque, porque todo esto me abre a esperar la forma con la que el Misterio se mostrará para acompañarme en la oscuridad, para sugerirme la respuesta, que se producirá según un designio que no es mío.
Qué distinto es el modo de estar en la realidad cuando uno tiene preguntas, cuando uno tiene cuestiones abiertas, porque entonces ahí, cuando reza Laudes o hace silencio, cuando escucha a un amigo, toma un café o lee el periódico, está en tensión por descubrir, por interceptar cualquier brizna de verdad que pudiera salir a su encuentro. De este modo todo se vuelve interesante, porque si yo no tuviese una pregunta, si no tuviese una herida, si no tuviese una apertura total, ni siquiera podría identificarla, reconocerla. Por eso, el nuestro es un «camino humanísimo», que no está hecho de alucinaciones o de visiones, sino de participar en una «aventura de conocimiento» que nos permite descubrir cada vez más el atractivo que hay dentro de cualquier límite, de cualquier circunstancia o dificultad, por muy dolorosa que sea, porque cualquier objeción encierra siempre algo verdadero, pues en caso contrario no existiría.

¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?
Desde aquí, desde una experiencia de la vida como esta, podremos responder a la pregunta: «¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?». Cada vez comprendemos mejor – no a pesar de las circunstancias, sino atravesando las circunstancias – cuál es nuestra tarea. Así ha sucedido siempre en la vida del movimiento. Nos lo recuerda Giussani, y ahora podemos comprender mucho mejor lo que nos decía en el 76, porque el 76 era el resultado de haber atravesado momentos de la vida del movimiento en que se había puesto de manifiesto qué significaba nuestra presencia en el mundo. Giussani decía entonces que existen dos posibilidades de estar presentes en la realidad: como «presencia reactiva», es decir, que surge de una reacción nuestra, o como «presencia original», es decir, que nace de lo que nos ha sucedido.
«Una presencia es reactiva cuando está determinada por algo ajeno a ella; cuando realiza iniciativas, utiliza planteamientos y desarrolla instrumentos, no a partir de su identidad, sino a partir de la actitud, los planteamientos, las iniciativas y las formas de comportamiento de los adversarios». Como «jugamos en el terreno de los otros, en su terreno», entonces «una presencia reactiva cae siempre en dos errores. Por un lado, el de convertirse en una presencia reaccionaria, es decir, en una defensa a ultranza de posiciones meramente formales, que carecen de contenidos, razones y fundamentos suficientemente claros como para que se conviertan en hechos vitales […]; o bien, tiende a imitar lo que dicen y hacen los demás». En cambio, «una presencia original es una presencia que tiene un origen propio». (L. Giussani, De la utopía a la presencia. 1975-1976, Encuentro, Madrid 2013, pp. 57-58). Es decir, presencia es realizar la comunión con Cristo y entre nosotros. Lo que María, Mateo o Zaqueo introducen en la realidad es una posición definida por esa comunión con Él generada por la conmoción de Cristo, que se comunica al decir sus nombres. Y cuando esto nos sucede a cada uno de nosotros, la comunión entre nosotros se expresa como presencia original, según nuestro origen.

Una presencia original
«Una presencia es original cuando brota y encuentra su consistencia en una identidad consciente y en el afecto a ella», como siempre nos ha dicho don Giussani citando a santo Tomás: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción» (Summa Theologiae, IIa, IIae, q. 179, a. 1 co.).
¿Cuál es, por tanto, nuestra identidad? «Identidad significa saber quiénes somos y por qué existimos, con una dignidad que nos otorga el derecho a esperar de nuestra presencia “algo mejor” para nuestra vida y para la vida del mundo». Y, ¿quiénes somos nosotros? «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús» (Cf. Ga 3,26-28). Pero nosotros hemos podido percibir de forma histórica y consciente lo que sucedió en el Bautismo a través del encuentro con el movimiento. Sólo entonces hemos comprendido el alcance de lo que nos había sucedido, de la lucha que Cristo comenzó con nosotros en el Bautismo para conquistarnos, como vir pugnator. Hemos tomado conciencia de esa lucha cuando, al conocer el movimiento, hemos sido conquistados a través del modo con el que ha sido pronunciado nuestro nombre. Y entonces hemos comprendido qué quiere decir san Pablo cuando escribe: «Vosotros que habéis sido elegidos os habéis revestido de Cristo» (Cf. Ga 3,27).
«No me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16). «Se trata de una elección objetiva que no nos podemos quitar de encima, de un aferrar nuestro ser que no depende de nosotros, que no podemos borrar [esta es nuestra identidad]. […] No hay nada culturalmente más revolucionario – dice don Giussani – que esta concepción de la persona, cuyo significado y consistencia es la unidad con Cristo, con Otro, y, a través de ella, la unidad con todos los que Él escoge, con los que el Padre pone en sus manos» (L. Giussani, De la utopía a la presencia, op. cit., p 59). Esto es lo que debemos llegar a comprender porque, lo vemos en los aspectos pequeños de nuestra vida, esta concepción de nuestra persona – que es tal sólo porque hay Alguien que pronuncia nuestro nombre, pues en caso contrario nos limitaríamos a llorar por el hecho de vivir – esta concepción no es una abstracción, es una experiencia antes que una teoría; justamente de aquí brota una autoconciencia igual que la que nació en María, que ya no pudo mirarse a sí misma como antes, sino completamente determinada por ese «¡María!».
«Nuestra identidad es la identificación con Cristo. La identificación con Cristo es la dimensión constitutiva de nuestra persona. Cristo define mi personalidad y, por tanto, vosotros que habéis sido elegidos por Él, entráis a formar parte de mi personalidad. […] [Por eso], no importa si uno está solo en su cuarto o con otros dos estudiando; si somos cuatro en la universidad o veinte en un bar: donde sea y como sea esta es nuestra identidad. Entonces, el problema es la autoconciencia, el contenido de la conciencia de mí mismo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» Por ello nuestra identidad se manifiesta en una autoconciencia nueva. He aquí el verdadero hombre nuevo en el mundo – aquel hombre nuevo que fue el sueño del Che Guevara y el falso pretexto de todas las revoluciones culturales que el poder ha llevado a cabo para dominar al pueblo según su ideología –; un hombre nuevo que no nace, en primer lugar, como resultado de una coherencia, sino a partir de una autoconciencia nueva».
«Nuestra identidad se manifiesta en una experiencia nueva dentro de nosotros [en la forma de vivir las circunstancias y los desafíos de la realidad] y entre nosotros: la experiencia del afecto a Cristo y al misterio de la Iglesia, que encuentra en nuestra unidad su concreción más cercana. La identidad es la experiencia viva del afecto a Cristo y a nuestra unidad».
«La palabra “afecto” es la más grande y la más expresiva de nuestra humanidad. Indica mucho más un “apego” – que nace de un juicio de valor, del reconocimiento de lo que hay en nosotros y entre nosotros – que una propensión sentimental, efímera y voluble, como una hoja que arrastra el viento. Y, con la edad, permaneciendo fieles al juicio, es decir, a la fe, este apego crece, se hace más ardiente, más poderoso».

Un hecho al cual entregarse completamente
«La experiencia viva de Cristo y de nuestra unidad es motivo de esperanza y, por ello, fuente de gusto por la vida y germen de alegría; una alegría que para subsistir no se ve obligada a olvidar o censurar nada. En esta experiencia a se aviva el deseo de que la vida cambie, de que sea coherente, de que corresponda a la verdad y sea más digna de la Realidad que porta».
«En la experiencia de Cristo y de nuestra unidad nace la pasión por el cambio de nuestra vida [¡no de la justificación de nuestros errores!]. Es lo contrario al moralismo, porque no es una ley que cumplir, sino un amor al que adherirnos cada vez más, una presencia a seguir con todo nuestro ser [¡madre mía!], un hecho al cual entregarse completamente [para ser envueltos en este amor sin fondo y sin límite: «un hecho al cual entregarse completamente»]. Entonces, el deseo de cambiar – deseo sosegado, equilibrado y a la vez apasionado –, [el deseo de ser Suyos, de pertenecerle más, de buscarle continuamente], llega a ser una realidad cotidiana, sin rastro de pietismo o moralismo; un amor a la verdad del propio ser [el de uno que busca a la persona amada], un deseo hermoso y a la vez incómodo, como la sed» (Ibidem, pp. 59-61).
Pero todo esto debe llegar a madurar, porque estamos todavía algo confusos, dice siempre don Giussani. Si este pequeño inicio, embrionario, no madura, se verá arrastrado ante la primera tempestad. No podremos resistir «si no madura ese acento inicial; si no madura, no podremos sobrellevar como cristianos la enorme cantidad de trabajo, responsabilidades y fatigas a las que estamos llamados. No se congrega a la gente mediante iniciativas [no es esto lo que da la consistencia]; lo que congrega es el acento verdadero de una presencia que procede de la Realidad que está entre nosotros y en nosotros: Cristo y Su misterio que se hace visible en nuestra unidad».
«Profundizando aún más en la idea de presencia, – continúa don Giussani – queremos definir de nuevo qué es nuestra comunidad. La comunidad no es una simple agregación de personas que llevan a cabo iniciativas [¡1976!]; no es una organización como si fuera un partido [¡1976!]. La comunidad es el lugar donde realmente se construye nuestra persona, es el lugar donde madura nuestra fe [cada uno debe decidir si quiere seguir a don Giussani o sus propias ideas sobre lo que dice Giussani]».
«La comunidad tiene como fin generar adultos en la fe. El mundo necesita adultos en la fe, no solo profesionales, profesores o trabajadores competentes. La sociedad está llena de buenos profesionales, pero muy pocos son capaces de crear humanidad».
«El método por el cual la comunidad llega a ser un lugar donde madura la fe es […] “seguir”.[…] Seguir significa identificarse con personas que viven la fe con mayor madurez, significa implicarse en una experiencia viva, que nos transmite (tradit, tradición) su dinamismo y su gusto [esto es entregarse completamente a una experiencia viva, a un hecho]. Y esto no sucede como fruto de un razonamiento o resultado de una lógica, sino casi por presión osmótica [¡observad!]: es un corazón nuevo que cobra vida en el nuestro, es el corazón de otro que empieza a latir en nuestra vida [¡lo contrario de unas instrucciones de uso o de hacer sólo lo que dicen los demás! Es el corazón de otro que empieza a latir en nuestra vida]».
«De aquí viene la idea fundamental de nuestra pedagogía de la autoridad: realmente, autoridad para nosotros son aquellas personas que nos hacen participar de su corazón, de su dinamismo y del gusto por la vida que nacen de la fe. ¡Atentos!, porque entonces, la verdadera autoridad moral define la amistad.
«La auténtica amistad es la compañía profunda hacia nuestro destino [por eso me viene siempre a la cabeza esa imagen tan familiar para nosotros, de Pedro y Juan, que corren hacia el sepulcro con los ojos abiertos de par en par, juntos hacia el destino]. [Todos podemos comparar con el concepto habitual que tenemos de amistad. Juntos hacia el destino. No “ausencia de amistad”, ¡sino qué tipo de amistad!]. Y no es cuestión de temperamento […], la auténtica amistad se percibe en el corazón mismo de la palabra y en el gesto de la presencia» (Ibidem, pp. 62-64). Es necesario que todo participe en la vida de este modo, «la fe como “reactivo” en la vida concreta, de modo que lleguemos a percibir que la fe es la verdad de lo humano [que podamos verificar que viviendo de la fe en el Hijo de Dios que ha dado su vida por nosotros todo se vuelve más verdadero]; pues, por la fe lo humano se hace más verdadero [o esto es una experiencia personal cada vez más verdadera, que se verifica cada vez más, o aunque “sigamos” en el movimiento, nuestro corazón estará ya en otro sitio, y no por maldad, sencillamente porque no logra cautivarnos».
«Todo esto debe hacerse realidad en nosotros. El tiempo se nos da para esto. Buscar la verdad es una aventura que hace del tiempo una historia», que adquiere su valor como tiempo. En caso contrario – dice – sucumbimos a la «tentación de la utopía», es decir, a poner «nuestra esperanza y dignidad en un “proyecto”, fruto de nuestra capacidad» (Ibidem, p. 66).

Lo que salva al hombre
En este punto, Giussani hace el elenco de todos los pasos de la historia del movimiento, y dice: «Nuestra presencia en la escuela estatal no empezó buscando un proyecto alternativo para la misma [¡atentos!:] entramos en la escuela con la conciencia de llevar lo que salva al hombre también en ese ámbito». Y esto lo podemos decir con respecto a todo. Después cuenta cómo esto empezó a nublarse en el 63 y el 64, y más tarde en el 68. Pero mirad lo que dice: ¿qué es lo que traicionaron los que se marcharon, los que no fueron leales, fieles al origen? ¿Qué es lo que traicionaron? La presencia. ¿Qué es lo que traicionamos nosotros? La presencia, si no estamos enraizados en el inicio. No la “no presencia”, porque podemos llenar nuestra vida con muchas cosas, como ellos la llenaban con iniciativas. ¿Qué es lo que habían traicionado? ¿Qué es lo que traicionamos nosotros? La presencia, no la ausencia. «El proyecto había sustituido a la presencia» (Ibidem, p. 67). Ahora lo comprendemos perfectamente. Hemos visto lo que hemos ganado siguiendo ciertas posiciones, pero sólo ahora empezamos a darnos cuenta de todo lo que hemos perdido, en términos de presencia, de presencia original, de nuestra originalidad propia. Debemos decidir si queremos ser una facción o bien una presencia original. Esto no quiere decir que para ser de todos sea necesario no ser de nadie. Es más. Para ser de todos hace falta ser de Alguien, porque sólo Él puede darnos esa satisfacción de la que hablaba Davide, que nos hace libres para ser verdaderamente nosotros mismos, para ser una presencia original, no reactiva.

¿Cuál es nuestra tarea en el mundo? «La novedad es la presencia – prosigue don Giussani – de personas conscientes de llevar al mundo “algo definitivo” que se manifiesta en nuestra unidad; personas conscientes de ser portadoras de un juicio definitivo sobre el mundo, sobre la verdad del mundo y la verdad del hombre. La novedad es una presencia consciente de que nuestra unidad es el instrumento para rescatar y liberar al mundo» (Ibidem, p. 69). No podemos sustituir esto por cualquier imagen o proyecto que tengamos en la cabeza. Como ha escrito el cardenal Scola en su última Carta pastoral: «No se trata de un proyecto, y mucho menos de un cálculo. Llenos de gratitud, los cristianos tratan de “restituir” el don que han recibido inmerecidamente y que, por tanto, requiere ser comunicado con la misma gratuidad» (A. Scola, Il campo è il mondo. Carta pastoral, Centro Ambrosiano, Milán 2013, p. 40).
¿Por qué tenemos la tentación de sustituir la fe por un proyecto? Porque pensamos que la fe, la comunidad cristiana como presencia, no es suficientemente incidente, no es capaz de cambiar la realidad, y por eso creemos que tenemos que añadir algo, no como expresión de lo que somos – es inevitable que nos expresemos – sino como un añadido, porque a la fe le faltaría algo para ser concreta, como si a Jesús le faltase algo y hubiera que añadir algo al testimonio que da de Sí mismo. Lo pensaron todos los que creían que el cristianismo vivido en la tradición no era suficiente para estar presentes, y también nosotros, que pensamos que el movimiento a veces no es suficiente. Se trata de una ocasión valiosa para profundizar en esta cuestión: ¿qué somos? ¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?
«La novedad – dice siempre don Giussani – es la presencia de este acontecimiento que consiste en un afecto nuevo y una humanidad nueva; es la presencia de este comienzo del mundo nuevo que somos nosotros. La novedad no es la vanguardia, sino el Resto de Israel, la unidad de aquellos para los cuales lo que ha acontecido es todo [no un fragmento al que hay que añadir algo más; ¡lo que ha acontecido es todo!] y que esperan sólo la manifestación de la promesa, el cumplimiento de lo que ya está dentro de lo que ha sucedido. La novedad no es, por tanto, un futuro que conquistar, no es un proyecto cultural, social y político. La novedad es la presencia [¡qué peso adquieren ahora estas palabras!]. Lo vemos cada día testimoniado por el papa Francisco: no necesita nada más que ponerse, desarmado, delante de todos]. Ser una presencia no quiere decir dejar de expresarse; también la presencia tiene sus propias formas de expresarse» [pero es algo bien distinto] (L. Giussani, De la utopía a la presencia, op. cit., p. 69).
La diferencia radica en la forma distinta de expresarse.
«La utopía tiene su forma expresiva en el discurso, el proyecto y la búsqueda ansiosa de instrumentos organizativos. La presencia, en cambio, se expresa en una amistad operativa, mediante gestos que ponen de manifiesto un sujeto distinto, que lo afronta todo de manera diferente (las clases y el estudio, la reforma de los planes de estudio y la concepción de la universidad), gestos que en primer lugar son verdaderamente humanos, es decir, gestos de caridad. No se construye una realidad nueva a base de discursos o de proyectos alternativos, sino viviendo gestos de humanidad nueva en el presente». Cada uno de nosotros, cada comunidad, debe preguntarse cómo plantear en el mundo gestos de humanidad nueva, es decir, de caridad. No es, por tanto, «la renuncia a nuestra responsabilidad», sino una modalidad nueva de concebir la responsabilidad. «He indicado lo que debe cambiar para que se dé un trabajo mayor, una incidencia mayor y cada vez más gozosa, y no un agotamiento y una amargura que cree división entre nosotros. La tarea que nos espera es la de crear una presencia consciente, crítica y sistemática. Esta tarea implica un trabajo. El trabajo de vivir la propia identidad dentro de la vida concreta. Para expresar mi identidad en la vida concreta y asumir mi condición existencial, debo hacer un trabajo» (Ibidem, pp. 69-73).
Todas estas cosas nos las decía en el 76, pero en los años 90 don Giussani insiste de nuevo, plantea la cuestión de forma más radical: «Desde el Equipe de 1976, cuyo título era De la utopía a la presencia, hemos recorrido un camino que nos empuja ahora a ahondar en la palabra “presencia” y a podarla: es necesario ahondar en ella y liberarla de lo superfluo, […] porque la presencia se halla en la persona, sólo y exclusivamente en la persona, en ti [es decir, en la criatura nueva]. La presencia coincide con tu “yo”. La presencia nace y consiste en la persona. […] Y lo que define a la persona como actor y protagonista de una presencia es la claridad de la fe, [lo vemos muy bien en el papa Francisco] es esa claridad de la conciencia que se llama fe, esa claridad de la conciencia que en su aspecto natural se llama “inteligencia”, porque la fe es el aspecto último de la inteligencia, es la inteligencia que alcanza su horizonte último, que identifica su destino, que identifica aquello en lo que todo consiste, que identifica la verdad de las cosas, dónde reside la justicia y el bien, que identifica la gran presencia, esa gran presencia que permite tratar de forma transfigurada las cosas, que hace que las cosas se vuelvan bellas, justas, buenas, que hace que todo se organice en la paz. La presencia consiste por completo en la persona, nace y consiste en la persona, y la persona es inteligencia de la realidad hasta tocar su horizonte» (L. Giussani, Un evento reale nella vita dell’uomo. 1990-1991, BUR, Milán 2013, pp. 142-143).
Precisamente por ello estas dos preguntas van de la mano: «¿Cómo se puede vivir?» y «¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?». El factor que las une es la persona, porque podemos engañarnos llenando nuestra vida de iniciativas para evitar convertirnos a Él. Pero, ¡qué distinto es cuando las iniciativas que llevamos a cabo son expresión de nuestra conversión, de nuestra pertenencia a Él! Como nos recuerda don Giussani, «la presencia de Cristo en la normalidad de la vida implica cada vez más el latir del corazón: la conmoción por Su presencia se hace conmoción en la vida cotidiana e ilumina y vuelve cada vez más tierno, bello y dulce el tenor de la vida diaria. Ya nada te resulta inútil o extraño, porque no hay nada ajeno a tu destino y, por ello, no hay nada que no puedas amar [¡no simplemente soportar, sino amar!]. Nace así un afecto por todo, con las consecuencias magníficas que esto implica: respeto por lo que haces, precisión y lealtad con tu obra concreta, tenacidad en perseguir su finalidad. Llegas a ser incansable, como dice el profeta Isaías: “Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan”» (Ibidem, pp. 103-104, VII).

Una alegría capaz de generar
Cuando esto penetra hasta el fondo de nuestro ser, llena la vida de alegría verdadera. Y esta es la prueba de fuego que nos deja don Giussani. ¿Cuántas personas veraderamente alegres conocemos? Porque sin alegría no hay generación, no hay presencia. La alegría es lo que liga ambas preguntas, «¿cómo se puede vivir?» y «¿cuál es nuestra tarea en el mundo?», porque si no hay respuesta para la primera, no hay tampoco respuesta para la segunda. Por eso insiste don Giussani en que la condición para generar es la alegría: «La alegría es el reflejo de la certeza de la felicidad, de lo Eterno, y está compuesta de certeza y de voluntad de caminar [una certeza que nos pone en camino], de conciencia del camino que se está recorriendo […]. Con esta alegría es posible mirar todo con simpatía [con esta alegría es posible generar de modo distinto las cosas], porque mirar con simpatía a alguien que es antipático es generar algo nuevo en el mundo, es generar un acontecimiento nuevo. La alegría es la condición para poder generar, la alegría es la condición para la fecundidad. Estar alegres es condición indispensable para generar un mundo distinto, una humanidad distinta. En este sentido, existe una figura que debería servirnos de consuelo o de seguridad constante, que es la madre Teresa de Calcuta. La suya es una alegría generadora, fecunda: no mueve un dedo sin que cambie algo. Y su alegría no son labios que se contraen en una risa forzada, artificial, ¡no! Está profundamente atravesada por la tristeza de las cosas, como el rostro de Cristo […] [Pero] la tristeza, siendo una condición pasajera, [es] condición del camino, [y por eso] ni siquiera nuestro mal puede arrancarnos la alegría. […] La alegría es como la flor del cactus, es capaz de generar algo bello en una planta llena de espinas» (Ibidem, pp. 240-241).