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Huellas N.9, Octubre 2013

MÁRTIRES DEL SIGLO XX / Beatificación

El ADN de la fe

Francisco Pou - Fotos de Daniel Rubio

Han venido desde todo el mundo hasta Tarragona para la beatificación de 522 mártires. El martirio es el fruto luminoso de la fe. Uno de los testimonios viene del verdugo. No fueron héroes, sino personas corrientes, ganadas por Cristo. En todos los relatos Él aparece presente en la compañía, en la oración de otros. En la forma sacramental de un abrazo, que continúa en el tiempo

No fueron mártires de una guerra. Es la beatificación más numerosa de la historia de la Iglesia en España. No nos remontamos a Diocleciano: son mártires del siglo XX y en las vísperas del acto pude hablar con parientes directos de historias recientes. Pude ver reliquias que hablan; los zapatos casi derretidos del obispo de Tarragona, quemado en vida. O la patena hecha de una lustrada tapadera de leche condensada para celebrar misas clandestinas en un barco-prisión, antesala de la muerte. No hay “gore” en las historias de la entrega de sus vidas, a pesar de que las sobrias descripciones de sus muertes recogen todo tipo de inimaginables crueldades, torturas, agonías y vejaciones sexuales. Recogen tono de gozo, de afirmación de la fe, de perdón. De joya y palma de la gloria del martirio, el tesoro de la Iglesia que concede Cristo para participar en la acción redentora lavados en su sangre. Literal. Siguiendo, en palabras del Papa Francisco, «el camino de la conversión, el camino de la humildad, del amor, del corazón, el camino de la belleza».
Los martirios de España no son el fruto “de un error”, de un devenir político o de una “pastoral equivocada”. Los mataron in odium fidei. Del mismo modo que Cristo no murió por un error. El martirio está en el ADN del Cuerpo misterioso que es la Iglesia: «Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 12-19). Como sigue ocurriendo hoy, cada día, en Siria, Egipto, India, Pakistán, Afganistán... y ocurrió hace muy poco en España.
«En el período oscuro de la hostilidad anticatólica de los años 30, vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología que anuló a millares y millares de ciudadanos pacíficos, incendiando iglesias y símbolos religiosos, cerrando conventos y escuelas católicas, destruyendo parte de vuestro precioso patrimonio artístico», decía en su homilía el cardenal Angelo Amato, recordando como ya en junio de 1933, tres años antes de la Guerra Civil Española, el Papa Pio XI denunció enérgicamente esta libertina política antirreligiosa en su encíclica Dilectissima Nobis.

El fruto de la fe. El testimonio de los mártires tiene carne de realidad reconocible. Me contaba Ana cómo Cristo entró en su vida «conociendo la muerte de mi tío a causa de su fe. A pesar de mi juventud atraída por el ideal de una vida revolucionaria, no encontraba quien diera en realidad parte de la suya para hacerlo. El Che-Guevara entregó su vida por un ideal, pero perdonar... Para perdonar hace falta Otro». El propio acto de beatificación era carne de perdón y de gozo interior. Lo que una mirada ofuscada por la ideología podría interpretar como una afirmación de victoria, o una exhibición de justicia histórica o de heroicidad, había que verlo en vivo. Gozo en rostros de todos los continentes, edades, estados, carismas y órdenes venidos de todo el mundo hasta una ciudad, la antigua Tarraco, capital de la romana Hispania. En su anfiteatro, en el año 253 murió el obispo San Fructuoso quemado en la hoguera con sus compañeros diáconos por no renegar de su fe. Hoy, como desde el primer momento, la Iglesia crece y se goza con la sangre de sus mártires. El martirio no es fruto de una situación histórica o política. Es el fruto de la fe. Lo celebrábamos en la misma ciudad donde en la pequeña ermita de Sant Pau, en Tarragona, se venera el lugar que la tradición recoge como la primera predicación de san Pablo en Hispania, según recoge su intención en su Carta a los Romanos.
Uno de los testimonios del siglo XX viene del verdugo. Tras preguntar a su víctima «hacia dónde quería mirar antes de morir, hacia la pared o hacia tu madre», que estaba presente, detenida por el Comité Revolucionario, contestó la víctima mirando al cielo: «A mi Madre». Al entender el verdugo que se refería a la Virgen María, le disparó un tiro a la boca diciendo «para que nunca más le puedas cantar». Muchos años después, el pistolero contaba el cambio de su vida «que la mirada de ese hombre» dejó en su vida, con el impacto del perdón desde la Gloria.

Personas corrientes que amaron a Cristo. Durante estos dos días hablé con obispos y cardenales, muchos familiares de los mártires, algunos que convivieron con ellos. Con compañeros de sus órdenes. Con periodistas y voluntarios. Recogí testimonios del impacto de la vida de los mártires en el camino de fe de estas personas. Me enseñaban sus fotos, sus reliquias, sus anécdotas. La intercesión a la que ya acudían desde años y su intervención en sus vidas y en sus penas. Hay una palabra que en ningún caso escuché, esa palabra que habría sido “la” palabra en una guerra: “héroes”. No fueron héroes, fueron personas corrientes que conocieron y amaron a Cristo. Son cristianos ganados por Cristo. «El suicida está en las antípodas del mártir. El mártir es un hombre que se preocupa hasta tal punto por los demás, que olvida su propia existencia. El suicida se preocupa tan poco de todo lo que no sea él mismo, que desea el aniquilamiento general», escribió Chesterton.
Le pregunté a uno de los postulantes de la Causa de beatificación (él había buceado años en documentos, testimonios, vidas) sobre alguno que hubiese “renegado” de su fe en esos días, recordando la negación primera de san Pedro en la Pasión, antes de la venida del Espíritu Santo, y su posterior martirio en Roma. Siguiendo con Chesterton, que recordaba que «la Iglesia no es la asamblea de los puros, sino el hospital de los pecadores». Antes de acabar mi pregunta, que ya adivinaba, el postulante iba negando y afirmando a la vez con su cabeza. «Ni un solo caso». Ese es quizá el milagro más grande, que se suma al de cada una de esas 522 vidas concretas. Porque en casi todos los episodios se hablaba de debilidad, de cansancio, dolor y miedo. Y en todos los relatos aparece la presencia de Cristo en la compañía, en la oración de otros, el «estaré con vosotros hasta el fin de los siglos» tenía forma sacramental de abrazo. Incluso forma sacramental en la reliquia de un bote de leche condensada, cariñosamente pulido hasta convertirlo en patena de Eucaristía clandestina.
Buscaba yo con la mirada, en el acto de beatificación que reunió a 25.000 personas, reconocer la misma forma sacramental, el mismo abrazo, la misma vida en personas concretas. Pude hallarla en una pequeña asamblea improvisada de un grupo de CL, de todas las edades. Y me vino a la cabeza la cita de don Giussani que Julián Carrón nos pone delante en este tiempo: «El milagro es la realidad humana vivida cotidianamente, sin énfasis excepcionales, sin necesidad de excepciones, sin una particular fortuna, es la realidad del comer, del beber, del velar y del dormir revestida de una Presencia que se encuentra en manos que se tocan, rostros que se ven, en un perdón que se da, en dinero que se reparte, en un cansancio que se afronta, en un trabajo que se acepta. (...) Esto implica cada vez más el latir del corazón: la conmoción por Su presencia aparece en la vida cotidiana e ilumina y vuelve cada vez más tierno, bello y dulce el tenor de la vida diaria. Ya nada te resulta inútil o extraño, porque no hay nada que no tenga que ver con tu destino y, por ello, no hay nada a lo que no puedas amar. (...) con las consecuencias magníficas que todo esto implica: respeto por lo que haces, precisión y lealtad con tu obra concreta, tenacidad en perseguir su finalidad. Llegas a ser incansable» (L. Giussani, Un evento reale nella vita dell’uomo).


“LOS MÁRTIRES”
Son ya 1.523 los beatos mártires del siglo XX en España, 11 de ellos canonizados. En la beatificación en Tarragona fueron 522 mártires de toda España y prácticamente la mitad en Cataluña. Entre los nuevos beatos mártires figuraban 3 obispos, 82 sacerdotes diocesanos y tres seminaristas. 412 eran consagrados en diversas órdenes y 7 mártires eran laicos, dos de ellos mujeres. La procedencia: Ávila, Barbastro, Barcelona, Madrid y Madrid-Alcalá, Valencia, Málaga (en estas cuatro ciudades 24 Hermanos de San Juan de Dios), Bilbao, Cartagena, Ciudad Real, Córdoba, Cuenca, Jaén, Lérida (con 66 Hermanos maristas), Menorca, Sigüenza, Tarragona, Teruel, y Tortosa.


“EL MENSAJE DEL PAPA”
¿Quiénes son los mártires? Son cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel «amar hasta el extremo» que llevó a Jesús a la Cruz. No existe el amor por entregas, el amor en porciones. El amor total: y cuando se ama, se ama hasta el extremo. En la Cruz, Jesús ha sentido el peso de la muerte, el peso del pecado, pero se confió enteramente al Padre, y ha perdonado. Apenas pronunció palabras, pero entregó la vida. Cristo nos “primerea” en el amor; los mártires lo han imitado en el amor hasta el final.
Dicen los Santos Padres: «¡Imitemos a los mártires!». Siempre hay que morir un poco para salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro bienestar, de nuestra pereza, de nuestras tristezas, y abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a los que más necesitan.
Imploremos la intercesión de los mártires para ser cristianos concretos, cristianos con obras y no de palabras; para no ser cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo pero sin sustancia, ellos no eran barnizados eran cristianos hasta el final, pidámosle su ayuda para mantener firme la fe, aunque haya dificultades, y seamos así fermento de esperanza y artífices de hermandad y solidaridad.
Y les pido que recen por mí. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.