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Huellas N.7, Julio/Agosto 2013

LUMEN FIDEI / La encíclica

Bajo una luz nueva

Costantino Esposito

«Quien cree, ve». El Papa Francisco ha concluido el trabajo iniciado por Benedicto XVI: «Un gesto de testimonio y de fraternidad entre dos hombres» que nos acompañan a redescubrir cuál es la verdadera naturaleza de la fe mediante un «camino de la mirada»

Lumen fidei, la primera encíclica del Papa Francisco, puede al mismo tiempo considerarse como la última de Benedicto XVI, el cual «ya había prácticamente completado una primera redacción» de la misma. El nuevo Papa la ha asumido como propia añadiendo «algunas aportaciones» ulteriores (como él mismo afirma en el nº. 7). Este hecho nos dice algo esencial respecto a un texto que no es sólo un documento del Magisterio, sino que es también un gesto de testimonio y de fraternidad de dos hombres que comprueban en su experiencia la novedad de juicio y de afecto que la fe trae a la vida. Por eso son una verdadera compañía para nosotros. Para ellos la fe constituye la gran posibilidad de «iluminar» de nuevo la cuestión de lo humano, hoy de muchas maneras confusa y extraviada, como el fondo escondido de todas nuestras “crisis”, tanto las personales como las socio-económicas, culturales y políticas. Se trata, por consiguiente, de plantear de nuevo la pregunta sobre qué es lo que permite verdaderamente vivir a la altura infinita del propio corazón y de la propia inteligencia. ¿Puede en verdad la fe iluminar la vida? ¿O más bien permanece confinada en el reino de la oscuridad, como pretende gran parte de la modernidad?
En la cultura contemporánea la fe cristiana parece estar sometida a una presión que corre el riesgo de ahogarla. Por una parte, se considera una bella «ilusión», la proyección de nuestros deseos insatisfechos o el énfasis de un sentimiento subjetivo, que quizá sea también consolador o edificante, pero que al final no se sostiene ante las críticas de la razón. Porque es un «sentimiento ciego», alimentado por nuestras emociones, pero sin ningún control sobre lo que es real. Frente a la exigencia de conocer más a fondo la realidad y a uno mismo, como frente a la urgencia de hacer proyectos y cambiar el mundo –típico del hombre moderno que esgrime con orgullo su autonomía de juicio– ¿qué puede decir la fe que siga resultando interesante? Desde el momento en que ha sido reducida a un espacio en el que la razón no puede entrar, la fe «ha acabado siendo asociada a la oscuridad» (nº. 3).
Por otra parte –casi como el reverso de la medalla– la fe se considera un valor positivo heredado de la tradición cristiana, pero se reduce cada vez más a una premisa, a un «hecho dado por descontado» (nº. 6) que se utiliza para extraer consecuencias de orden moral o político. Sólo que los presupuestos dados por descontados, terminan a menudo por resultar superfluos, y la obviedad se transforma pronto en crisis. Esa crisis de la fe indicada por Benedicto XVI como la emergencia más aguda para la Iglesia y para toda la sociedad de nuestro tiempo, que le movió a convocar un Año de la Fe. Las motivaciones ideales y los principios culturales gracias a los cuales se había desarrollado toda una civilización –de la idea de libertad a la identidad inviolable del ser humano individual, del concepto de bien común al de solidaridad, etc.– casi han desaparecido, como grandes valores que decaen en la oscuridad de la insignificancia. Tanto por un lado como por el otro, por tanto, la fe parece hacer referencia una vez más a la oscuridad y a la ceguera de la razón.
Por eso nos sorprende el reto del Papa Francisco a «redescubrir» la verdadera naturaleza de la fe, en sus razones verificables. Y más que por medio de una definición teórica, él lo hace mediante la descripción de cómo la fe puede convertirse en experiencia de la vida: «La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes» (nº. 8). La característica primaria de la fe como experiencia es el descubrimiento de una luz que permite ver: «Quien cree, ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado» (nº. 1). Y este recorrido es fundamentalmente un «camino de la mirada» (nº. 30), cuya lógica es de hecho la del descubrimiento, no de la repetición.
La fe percibida como luz –lumen fidei– permite a la razón humana un conocimiento (siempre) nuevo de la verdad, que nunca se reduce a algo ya sabido (nuestras medidas y nuestras construcciones), sino que sucede una «presencia» que nos sale al encuentro y nos llama a ser a cada uno, en cada instante. La presencia de todo lo que está presente –nuestra persona y la de los demás, la naturaleza así como la historia, las cosas y los acontecimientos– no son una casualidad anónima, sino un amor personal. En la gran historia que va de Abrahán a Jesús de Nazaret, aquello en lo que se cree –como una realidad fiable sobre la cual la vida encuentra apoyo y fundamento– es el amor fiel de Dios, que nos alcanza a través de la realidad, hasta aquella realidad última que es la muerte; incluso esta, es más, justamente esta, iluminada como el paso a una esperanza que no desilusiona y de una felicidad que comienza a cumplirse ya en el límite y en la contradicción del vivir.

Ver es escuchar. Una vez más la Encíclica subraya que nuestra cultura «ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo», pensando en definitiva que «Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas»; mientras que la fe nos hace percibir «el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo» (nº. 17).
El paso del primer al segundo modo de conocer implica una verdadera y precisa «trasformación del corazón», es decir, del intelecto y del afecto del hombre: «La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (nº. 18). Y lo que Él ve es la presencia del Padre, es decir, el primado del don de Dios, que siempre nos precede. Por eso podríamos decir que la verdadera alternativa a la fe no es tanto la incredulidad o el ateísmo, sino la idolatría, que consiste «en adorar la obra de las propias manos», y por ello «es siempre politeísta»: no un verdadero camino, sino el «ir sin meta alguna de un señor a otro» (nº. 13).
Siguiendo el tesoro del testimonio y del pensamiento de los Padres –sobre todo del siempre presente Agustín– Francisco y Benedicto subrayan que esta «visión» de la fe hace suya la gran exigencia de conocer completamente las cosas, expresada por la filosofía griega, pero sin reducirla al mero ejercicio de un intelecto abstracto, sino encarnándola en la experiencia concreta –cuerpo y alma– de las personas que viven en la historia, como es proprio del pueblo de Israel. Aquí el conocimiento antes que un «ver» es un «escuchar», es decir, es una relación –en el tiempo– entre Uno que habla y el hombre llamado a responderle. Ver es una sola cosa con ser alcanzados por esta Palabra, que con Cristo se convertirá en el Verbo de Dios hecho carne. De aquí un tercer significado de la fe, como un «tocar» de manera sensible la presencia de Dios, que se hace compañero del hombre, y que permanece a través de la realidad materialmente perceptible de la Iglesia y de sus Sacramentos. En esta triple dimensión –ver, escuchar, tocar (nº. 30) –la fe hace presente en definitiva que «el amor necesita la verdad» para ser real y durar en el tiempo, pero que «también la verdad tiene necesidad del amor» (nº. 27), para conquistar toda nuestra persona.

Razón y libertad. Pero por último, entre las muchas ideas que merecen una lectura atenta de esta riquísima Encíclica, no podemos dejar de mencionar la insistencia sobre el hecho de que la fe, aun siendo una experiencia personal del cristiano, no es nunca un acto o un gesto individual. Precisamente en la medida en que «nos hace contemporáneos de Jesús» (nº. 38), la fe «está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio» para los demás hombres (nº. 22), un verdadero y real «bien común» (nº. 34). Nadie puede creer solo, igual que nadie se bautiza a sí mismo (nº. 41), porque la fe es un don que recibimos –como recibimos la existencia–, y nos une en una misma vocación, haciendo de nosotros un solo cuerpo. Pero esto vale, como testimonio profético, para todos los hombres. La «verdad de un amor», conocida por la fe «no se impone con la violencia, no aplasta a la persona». De este modo queda claro que «la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos» (nº. 34).
Contrariamente a lo que hoy la mayoría piensa, la fe no es a costa de la razón y de la libertad, sino que constituye la condición –o mejor el camino– que permite a los hombres ser verdaderamente racionales y en último término libres.