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Huellas N.6, Junio 2013

REPORTAJE / Entre los refugiados sirios

Los rostros de un éxodo

Paola Ronconi - fotos de Roberto Masi

Marj el Kok es una extensión de piedras y tierra roja en el Sur del Líbano, donde se ubican doscientas tiendas de refugiados que apenas tienen para vivir. En un año, son más de un millón las personas que han huido de Siria. Hemos estado con ellos, para contar las historias de un mundo que no está hecho de números sino de carne y que pide una vida normal

Diez de abril. «Hacen falta 1000 dólares para que mi hijo pueda nacer en el hospital. ¿Y de dónde los saco?», al lado de Mohamed está Douaa, su mujer embarazada. Nunca sonríe: «Si doy a luz aquí, me muero», dice únicamente. En su choza Mohamed vive con tres mujeres y trece hijos. Los niños saltan excitados al ver una cámara de fotos. Roberto Masi está allí por eso, en el Sur del Líbano, en el campo de Marj el Kok: para mostrar al mundo los rostros de aquellas personas que han huido de la guerra civil siria, instantáneas que cuentan la cotidianidad de la vida que, incluso en los gestos más banales, como lavarse o comer, se convierte en drama. Otro mundo que para nosotros difícilmente tiene carne, piernas, ojos, sino que se trata sólo de cifras en las crónicas de los periódicos.
A Marj el Kok se llega tras recorrer una franja de tierra entre árboles, dejando la carretera principal que del pueblo de Marjayoun va hacia Hasbaya. Hace seis meses, esta extensión de tierra roja, piedras y en cuanto llueve, barro, contaba con cinco y seis chozas de campesinos temporeros. Hoy son ya 200 tiendas: los techos y las paredes no son más que paneles y lonas publicitarias unidos de cualquier manera y sostenidos por tablas de madera. En el suelo una capa de cemento, y, si todo va bien, muchas alfombras y algunos colchones. Entre una tienda y otra, ropa tendida, lavada no se sabe cómo, además de algún coche, viejas furgonetas y camionetas desvencijadas.
Las cifras de esta guerra son impresionantes: en el transcurso de un año, 50.000 familias sirias han llegado a la frontera con el Líbano, a pie o como han podido. Incluso en taxi. Más del 50% de este éxodo está compuesto por mujeres y niños, obligados a escapar solos de los bombardeos de Homs, Idlib y Alepo. En Siria han dejado todo: casa, trabajo, o incluso una parte de la familia. Y desde la frontera libanesa, en un par de días muchos de ellos han llegado a la llanura de Marjayoun, al sur del país, una región de tierras cultivadas donde poder encontrar un trabajo.
«Por su mirada comprendes que deben de haber visto cosas tremendas en su patria», dice Roberto. Como Zaynab y Zahraa, madre e hija. Vivían a las afueras de Homs. «Nos contaron que una noche los rebeldes contrarios a Assad entraron en su casa: los vieron llegar. Así que se escondieron en el desván. Permanecieron encerradas durante tres días. Luego los guerrilleros se marcharon y ellas decidieron huir».
En abril Saraqeb, al sudoeste de Alepo, fue objeto de un duro bombardeo por parte de la artillería de las fuerzas del régimen de Damasco. La familia de Sultan (dos mujeres y ocho hijos, todos menores de ocho años) pudo escapar a casa de unos parientes. Cuando Sultan volvió, su casa había sido arrasada por completo, al igual que la de los vecinos: quienes, en cambio, ese día estaban todos en casa.
El gobierno libanés no autoriza la construcción de campos de refugiados oficiales, pero de hecho se está mostrando muy disponible. Los refugiados, sin embargo, contando también aquellos que no están registrados en ACNUR (la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados), empiezan a ser muchos: «Se habla de un millón de llegadas a un país de cinco millones de habitantes», relata Marco Perini, responsable de AVSI para el Líbano: «Es como si a Italia llegaran doce millones de refugiados. Y si la guerra llega a Damasco, se cuenta con que habrá una nueva oleada de un millón de personas en poco tiempo. Ya hay pueblos, en la zona oeste del Valle de la Becá, donde el número de refugiados iguala el número de habitantes».

En busca de latas. Los sirios han sido siempre la mano de obra temporera en Marjayoun. Pero con esta nueva afluencia es difícil encontrar trabajo en los campos y ganar 15 dólares al día. En Marj el Kok hay semanas en las que se consigue comer todos los días y otras en las que la comida no llega para todos. Los niños, desde los seis o siete años, ayudan en los campos o se les envía a los pueblos o a las carreteras a buscar latas o cobre para vender. Una especie de recogida selectiva. De los trescientos niños menores de dieciocho años, unos cuarenta van a la escuela en Marjayoun. Cuenta Perini: «El gobierno libanés, con previsión y caridad, los ha acogido en sus estructuras públicas, y un autobús alquilado por nosotros los lleva y los recoge. Ciertamente las dificultades no son pocas: en el Líbano se enseña en francés, en Siria en árabe».
Además, de vez en cuando llega un autobús al campo. Descienden voluntarios de AVSI y Unicef cargados de juegos y material didáctico. Se improvisa una fiesta y durante un par de horas pueden casi olvidarse de dónde están. «La semana pasada Mustafá, de ocho años, dos ojos así de grandes y una sonrisa de oreja a oreja, cuando vio llegar el autobús se abalanzó junto con los demás compañeros», relata Perini: «Pero Mohamed, su padre, le gritó que volviera a recoger latas. Intenté explicarle que Mustafá necesita jugar, cantar, ser un niño. “Puede prescindir de ello”, me respondió Mohamed». El desafío tiene aquí también estos matices.

Hassan e Ibrahim. Frente a una cámara de fotos, los niños quieren que les grabes, se te echan encima para que les grabes. «Como entre nosotros», observa Masi. De detrás de una tienda asoman dos figuras femeninas. Llevan velo, y me dicen que no las fotografíe porque no están casadas. Se cubren el rostro con la mano mientras pasan, pero una mirada furtiva traiciona su edad: tienen doce años. «Me pregunto si alguien habrá ya decidido por ellas su futuro».
Hay quien además de la dificultad objetiva de vivir en un campo, debe añadir una discapacidad, una enfermedad. Mariam tiene 74 años, pesará unos 90 kilos. No puede moverse. Hassan es un niño de cinco años. Tiene una grave discapacidad. «Ayer fuimos a Beirut a comprar dos sillas de ruedas», relata Perini. «No sé muy bien cómo podrán deambular por el campo, entre barro, charcos y tierra, pero siempre es mejor que estar dentro de una tienda con 30° fuera».
Ibrahim y su hermano, dos niños de cuatro y diez años de edad, son ciegos y están casi completamente paralizados. Llegaron aquí junto a sus dieciséis hermanos. Necesitan de todo, que los laven, que les den de comer, moverlos como se puede. Dos mujeres están en la tienda cambiándoles los pañales. «La tienda permanece abierta durante el día, para que por lo menos ellos comprendan que no es de noche. Todos en el campo, sobre todo las mujeres ancianas, se han mostrado dispuestos a echar una mano, pero necesitarían algo más, empezando por un diagnóstico preciso y una terapia». Incluso les han llevado al hospital, pero cuesta 100 dólares al día por cabeza y los padres han tenido que renunciar a que les vieran a ambos. «Estarían las ayudas de ACNUR, a las que pueden acceder quienes son refugiados, pero se necesitan al menos seis meses para estar registrado», dice Marco: «Por otra parte, para inscribirse y gozar de sus beneficios (te pagan el 70% del parto, si tienes una discapacidad te proporcionan el equipo) hay que ir a Tiro, a 88 kilómetros al sur de Beirut. Y no basta con que vaya el padre de familia, deben ir todos. La familia de Mariam, la señora anciana, por ejemplo, alquiló un autocar, 250 dólares. Pero fue una empresa que no todos pueden permitirse».
Al fondo de la tienda una niña de unos doce años está de pie con un hermano más pequeño entre las piernas: «Piojos», declara Marco. «Hasta hace algunas semanas la emergencia era el frío y distribuíamos mantas. Ahora que en breve se llegará a los 40° estamos pensando en el abastecimiento de agua, en cómo traer cisternas. Pero, con las letrinas comunes y a cielo abierto/descubierto, el problema será cómo evitar que el agua se contamine...».

Un vaso de té. En el campo Marco se reúne una vez a la semana con un comité de diez personas, ocho hombres y dos mujeres. Juntos hacen balance para ver qué es lo más urgente. «La última vez discutimos un cuarto de hora sobre el té: el que habíamos distribuido no era, según ellos, de buena calidad y no tenía suficiente azúcar. Llegas, estás desesperado, has perdido todo y ¡me vienes con que te he dado un té que no es bueno! Lo he entendido después: para uno que vive una situación de necesidad extrema, un vaso de té, esencial en la tradición árabe, puede ser un momento de vida “normal”. Un vaso, que es incluso una de las dos comidas del día, si no la única, es importante que sea bueno y esté bien azucarado».
Una vida normal. Vista desde aquí, parece muy lejana. Como la paz. En el territorio sirio, la violencia continúa y el balance del conflicto ha alcanzado los 80 mil muertos. Se ha programado una nueva conferencia de Ginebra para junio, pero las diplomacias internacionales tienen dificultades para poner en marcha medidas eficaces. Los refugiados, ya estén de parte de Assad o de los rebeldes, sí que tienen una idea clara: quieren volver a casa, aunque no se sabe qué es lo que encontrarán.
Mientras, aquí, el 7 de mayo nació Ahmed, el decimocuarto hijo de Mohamed. Nació en el hospital. «Bajo una buena estrella», dijo el padre sonriendo.