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Huellas N.5, Mayo 2013

TESTIMONIOS / Fe, vida y música

Mi nota dominante

Paolo Perego

La pasión por la música, el encuentro con el movimiento y después la “fuga”, para buscar lo que sea, pero que pueda llenar el corazón. La historia del pianista brasileño MARCELO CESENA. Un largo camino de veinte años, para regresar al punto de partida delante de los mismos rostros. Y encontrarse con una vida cambiada en todo, incluido el modo de componer y de vivir lo que sucede. Como con Emily...

Emily baila con su padre, Michel. Con ese vestido con el que su padre había soñado verla cuando cumpliera los dieciséis años. Ahora por fin la ve así. Emily baila, no al son de la música, sino dentro de esa música. La que Marcelo Cesena, 43 años, pianista y compositor brasileño trasladado a Los Ángeles, ha compuesto para ella. Emily murió atropellada por el coche de un hombre que quería suicidarse. Trece años, dos hermanas. En las páginas de un diario apuntaba todo lo que le habría gustado hacer. En la última página escribió que su único deseo era que su vida fuera plena. Pero Marcelo lo ha descubierto después.
Un día cualquiera de hace dos años estaba preparando una lección sobre la belleza dirigida a un grupo de estudiantes. «Quería hablar de la música, del arte. Había preparado algo bello, pero teórico». Un amigo lo llama y, tras hablar un rato, le cuenta un suceso de aquel mismo día. Le cuenta lo que acaba de ocurrir, le habla de Emily.
«Colgué el teléfono. No sabía ni quién era. Cuántas desgracias, al fin y al cabo, pasan todos los días. Sin embargo, eso no se me iba de la cabeza. Esa tragedia. Su familia. Me preguntaba qué podía decir al día siguiente a mis estudiantes, después de aquel suceso. ¿Dónde estaba la belleza en esa circunstancia?».
No, no podía hablar de la belleza al día siguiente. Marcelo llama y anula la cita con los estudiantes. A medianoche se pone al piano con ese pensamiento que le ronda en la cabeza. “E” de Emily. “E” es la nota mi, para los anglosajones. Y después un re, “D”, como “death”, la muerte... «Me imaginaba que su padre estaba allí, conmigo, y que yo le hablaba de su hija». Por la mañana, aquella música estaba terminada. Y era bella: «¿Cómo podía serlo si nacía de un hecho terrible?». Entonces Marcelo decide ir a impartir aquella lección: «La belleza es verdadera belleza sólo si también lo es para esta familia, ahora. Si no lo es para ellos significa que no lo es para todos; en ese caso sólo existiría cuando las cosas van bien», le dijo a los chavales.
Así nace su música. De la realidad que acontece, que le hiere: «Que se impone de tal forma que no puedes hacer otra cosa que mirar. De manera muy misteriosa a veces, como con Emily. Y no sólo porque te sacude, te produce dolor. Sino porque entra dentro de ti y de alguna manera te fecunda, te obliga a ir hasta el fondo».
Toda su vida se refleja en este ir hasta el fondo. Una situación tras otra. Marcelo cuenta su vida desde el inicio. Desde que era niño en su São Paulo natal. Una familia católica de clase media. Su padre de origen italiano, un hombre de una pieza, y la madre, una mujer de fe. «Yo odiaba la música. En casa escuchábamos música lírica. Por las ventanas oía con frecuencia tocar a los vecinos». Un día, el hijo de una amiga de mi madre, «un niñato gordo», se sienta al piano que había en casa de los Cesena como un adorno más, para mostrar sus progresos con el teclado: «Tocó una melodía ridícula y lo hizo terriblemente mal. Pero me llamó la atención su forma de hacerlo. Estaba todo él en ese gesto».

Ida y vuelta. Diez años después, Marcelo llega a la Universidad de São Paulo, facultad de Educación Musical, siendo un pianista afamado. Las paredes de su casa están llenas de reconocimientos y premios. Es el año 1988. «Conocí a personas del movimiento. Fueron años intensos de una amistad que nunca había vivido antes. Pero al cabo de unos años me marché». No entendía, dice. «Aquella radicalidad, la cuestión de la Encarnación hoy, un acontecimiento presente... Yo tenía mis ideas, quería realizarlo yo todo. No lograba entender y, enfadado, me marché». Pero no le bastaba nada. Ni la música ni la amistad. ¿Qué quería Dios de él?
Al final, decide ir a Medjugorje. «Tenía 22 años. Fue una experiencia intensa, extraordinaria. Durante meses me alojé en la casa de una de las videntes. Asistía a las apariciones. Quería ver también yo. Lo quería todo». Allí terminé trabajando como voluntario para una comunidad de recuperación de tóxico-dependientes: «Estuve con ellos durante tres años, limpié los baños, lavé y serví a esos chicos». También sintió deseos de convertirse en sacerdote. «Había iniciado ya un camino en esa dirección...». Pero un día, delante de la Eucaristía sucede algo. Fue como un relámpago. «Había llegado allí con el ansia de saber qué es lo que Dios quería de mí. Y me di cuenta de que había apartado mi corazón, lo había olvidado, perdido… ¿Dónde estaba mi corazón? La culpa no era Suya, era mía. Había decidido yo...». Y todo lo que hacía, al corazón no le bastaba.
Volvió a Brasil durante un tiempo, y luego se marchó a EEUU. Vuelve a tocar el piano y se apunta a una escuela de música en Los Ángeles. Después la Universidad de Arizona. Comienza a llegar el éxito. Compone bandas sonoras para películas, da conciertos. Gana premios: «Me metía en todo, y tenía éxito. Intentaba ir hasta el fondo, para bien o para mal». Sólo que las cuentas no salían: «Miraba todo lo que había alcanzado, pero no era suficiente. Miraba atrás, todo lo que había vivido, y veía mi vida como una suma de fragmentos esparcidos por el suelo». Un mosaico sin sentido, dice hoy. Y Mosaico es precisamente el título de su último disco.
¿Qué es lo que podía ensamblar todos esos fragmentos? Faltaba la nota dominante. La nota de fondo de La gota, el Preludio número 15 de Chopin: «Siempre he amado la música de Chopin». Porque lo que cuenta es la vida de todos. Tomemos La gota. Dos acordes “discordantes”, que entran en conflicto entre sí. «Sin embargo, una nota, sólo ella, el la bemol, puede mantenerlos unidos. Les une en toda la pieza, inexorablemente, aun cuando cada uno de los dos intenta romper o prevalecer sobre el otro. Esto es. Esa nota era la respuesta al grito de mi corazón, a mi dualismo entre la fe y lo que yo deseaba en la vida».
El 1 de enero de 2011, Marcelo comienza una novena. «Durante días repetí continuamente aquella oración que recordaba de los tiempos del CLU: “Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam”. Se me había quedado dentro...». El 9 de enero recibe una llamada telefónica de un viejo amigo brasileño, con el que había vuelto a contactar hacía unos meses. «No nos veíamos desde hacía diez años, y él, en aquel entonces, ni siquiera sabía lo que era el movimiento. Casualmente yo tenía que ir a São Paulo la semana siguiente y le propuse vernos para tomar una pizza». Ese viaje a Brasil se convierte en una sucesión de encuentros y de historias. El amigo le habla de la universidad, donde ha conocido a chicos que pertenecen a un movimiento católico… «¿Pertenecen a CL? Cuidado con esa gente. ¿A quién has conocido?». Y el amigo suelta los nombres, uno tras otro: «Eran mis viejos amigos del CLU, aquellos de los que había huido, y otros. Eran muchos, parecía que todos habían acabado en CL». Su amigo le lleva a un almuerzo con esa gente: «No quería ir. Pero decidí acudir a la comida preparado para plantear mis objeciones». En la comida está Alexandre, antiguo compañero de universidad, hoy médico, que pertenece a los Memores Domini. Y también Cleuza y Julián de la Morena, responsable de CL en Brasil: «Empecé a soltar allí todo lo que había conseguido en mi vida, todas mis experiencias. Gracias a mi apoyo, se había construido un orfanato en São Paulo. ¿Y ellos? ¿Qué habían conseguido? Yo había realizado mi sueño de ser un pianista famoso. En los años universitarios algunos incluso me quisieron disuadir… Pero cuanto más atacaba yo, menos se lo tomaban a mal ellos. Y más se sorprendían». Alexandre lo escucha: «Todo lo que cuentas, lo que has hecho, es bueno, pero lo mejor es que hoy tú estés aquí. Lo que eres y el camino que has recorrido vale más de lo que has hecho. Es más grande». «Querían saberlo todo, me preguntaban, se dejaban interrogar. Miraban mi vida de una manera más profunda que como yo la había vivido y entendido». Cleuza, callada durante toda la comida, al final toma la palabra: «Sólo quiero decirte una cosa y quizás no te guste. En el movimiento hay una puerta. La de la entrada. No hay puerta de salida. Lo siento. Porque el movimiento no acaba en lo que hacemos juntos, la Escuela de comunidad, las iniciativas. Es algo que te ha sucedido a ti, y a mí. El que ha salido a tu encuentro es Jesús de Nazaret. Esto no lo puedes cambiar. Puedes resistirte. Pero ha sucedido y no se puede borrar». Marcelo está entre la espada y la pared: «Estaba delante de una evidencia. El corazón parecía estallarme, podía quedarme o marcharme de nuevo. Le pedí a Alexandre que fuéramos a su casa. Estuvimos hablado cuatro horas».

A la Escuela jadeando. Los días siguientes en São Paulo son una explosión de vida: «Quería estar con ellos, les buscaba». Después de regresar a EEUU, Marcelo escribe a Cleuza: «Tú has ayudado siempre a la gente que no tiene una casa. Yo vivo en un buen sitio, en Hollywood, tengo una casa bellísima, un sueño. Pero en mi corazón soy un sin techo. Cuando os he conocido, he encontrado mi casa en vuestro corazón. Tengo necesidad de esa casa, ayúdame». No hay ninguna indicación como respuesta. Sólo «queremos estar contigo». «Pero estábamos lejos, y yo quería continuar viviendo aquella intensa amistad. Comencé a frecuentar la Escuela de comunidad en Los Ángeles». Y su primer encuentro con los cielinos californianos fue todo un show. Marcelo llega una hora antes, no quiere bajarse del coche. Ya sabe lo que le van a decir. El desafío es «amar la verdad más que la idea que yo tengo de la verdad». Basta una llamada telefónica a Alexandre: «Qué dices, ¿voy?». Pero el lugar es equivocado y está a un par de manzanas de distancia. Marcelo corre, llega. Abre la puerta sin aliento, la Escuela ya ha comenzado: «¿Es aquí lo de CL?». «Es la primera vez en veinte años que veo a alguien correr para venir aquí», responde Guido, que guía la asamblea.
Una carrera de veinte años. «Para regresar adonde había comenzado todo. No al mismo sitio, pero con las mismas caras. Qué paciencia ha tenido Cristo conmigo. Y todo para tomarme y cambiarme la vida».
Toda, de la amistad al trabajo. Ha cambiado el modo de componer música, su intensidad. «Todo lo que escribo ha cambiado. Mi corazón ha cambiado. Antes, tocar era casi una distracción. Una huida. Olvidaba los problemas. Ahora es un modo de mirar todo todavía más a fondo». La belleza, el dolor, la alegría. Incluso la crisis o un hecho como el de Emily. O todo lo que ha nacido después, en la relación con la familia de la chica. Les conoció el mismo día de la sentencia absolutoria del hombre que causó la muerte de la niña. Con aquel padre que le dice: «No digas nada, es Otro el que ha hecho que nos encontremos».

Regalo de Dios. «En la vida he deseado siempre cosas grandes, siempre lo máximo. Buscaba lo extraordinario. Ahora lo extraordinario se ha convertido en cotidiano. Y hasta las pequeñas cosas te reclaman para ir al fondo, para entender toda su consistencia. Toda la realidad es extraordinaria. Y tú vives inmerso en ella», añade. En aquella simple cena en São Paulo había experimentado la intensidad que deseaba y que buscaba en momentos extraordinarios. Aquella grandiosidad que siempre había buscado: «Mi música se ha convertido en expresión de esto. Tanto cuando compongo y parto de cosas sencillas como el matrimonio de un amigo, como cuando interpreto música de otros. Chopin, por ejemplo. Esa música es mía, nace de mi experiencia». Esto lo abarca todo, la inspiración, la técnica, el talento. Es una comparación constante con la vida: «No dejas atrás nada de ti. Al contrario. Es la experiencia de relacionarte con Algo más grande». Como sucede en una orquesta, siguiendo al director, sus gestos y su batuta, surge una intensa armonía: «Que es más que un equilibrio, porque lleva dentro una plenitud. Una belleza». Y ahora entiende lo que es realmente la belleza, y lo va contando en sus conciertos: «Es un regalo de Dios. Porque nosotros podemos experimentar, aunque sea por un instante, lo que Él mismo siente al mirar lo más grande que ha creado: nuestro corazón».