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Huellas N.8, Septiembre 2008

CULTURA - Cesare Pavese

«La vida tiene valor sólo si se vive por algo o por alguien»

a cargo de Stefano Zurlo

A cien años de su nacimiento, viaje a través de la vida y de las obras de un autor que ha dejado una huella en la historia literaria del último siglo y que rompió las barreras de la realidad para enfrentarse al destino

«La vida tiene valor sólo si se vive por algo o por alguien». Bastaría esta frase, tomada de La casa en la colina, para sorprender el espesor y la inquietud de Cesare Pavese. Autor fundamental del siglo XX, carece por completo de arabescos umbilicales. «Cesare Pavese –explica Lorenzo Mondo, ex-subdirector de La Stampa y estudioso de este autor desde hace décadas– es un escritor religioso. Y junto a esto, o precisamente por esto, se trata de un hombre profundamente enraizado en la realidad. No escribe para sí mismo, perfora la costra de la realidad y nos lleva hasta su profundidad».
Pero despejemos rápidamente el horizonte de cualquier posible equívoco: su religiosidad es la de un hombre que se enfrenta a las cosas cara a cara, y no nos conduce hacia regiones extrañas o remotas, sino allí donde las fibras vivas de nuestra conciencia son tocadas una a una. Por este motivo, a cien años exactos de su nacimiento, acaecido en Santo Stefano Belbo el 9 de septiembre de 1908, merece la pena acercarse a su obra. Resulta extraordinario su trabajo de tamiz existencial, por decirlo de alguna manera: Pavese nos conduce a las puertas del destino, el destino personal de cada uno y el de todos nosotros; escruta con la lente de su escritura el alma humana, sus infinitas aspiraciones, sus preguntas irreductibles, sus incertidumbres. Y todo esto lo hace con una prosa, y a veces una poesía, que es al mismo tiempo épica y cotidiana, en tensión hacia el cielo y amasada con tierra.
Retomemos el final de La casa en la colina (novela en la que el protagonista, Corrado, escapa de una Turín acosado por los bombardeos, y se refugia en las montañas para volver después a su pueblo natal en Las Langas). Es la imagen terrible de una Italia lacerada por la guerra civil, por el desastre que siguió al 8 de septiembre. «El escritor es de los primeros en afrontar el tema de la guerra civil y lo hace con su manera inconfundible de afrontar las cosas», afirma Mondo. «Ahora que he visto qué es la guerra, qué es una guerra civil, sé que todos, si un día termina, deberían preguntarse: ¿qué hacemos con los caídos? ¿Por qué han muerto? – Yo no sabría qué responder. No ahora, por lo menos. Y tampoco me parece que los demás lo sepan. Tal vez lo saben únicamente los muertos, y sólo para ellos ha terminado verdaderamente la guerra». «Estas palabras –señala Mondo– dibujan una perspectiva que escapa a cualquier lectura ideológica».

Un hombre libre
En su diario secreto, Pavese aventuró una reforma del fascismo; después, tras el año 45, se vio seducido por el comunismo, pero en ambos casos el acercamiento se produjo de forma personalísima, en absoluto ortodoxa. Pavese era un hombre libre. Y de ello da prueba el pasaje citado más arriba: se percibe la piedad, una piedad por los muertos sin tintes políticos y que escandaliza a los vencedores embebidos de la retórica de la Resistencia, se percibe ese ansia de verdad, esa unión tan pavesiana entre vida, guerra, muerte y destino».
El escritor se halla inmerso por entero en esa unión. Su fascinación nace en ese punto preciso. Tan alto y tan profundo. Tan religioso y tan terreno.
«Pavese –es el pensamiento de Gianfranco Lauretano, estudioso de este autor que está a punto de publicar un libro de viajes pavesianos– vuelve una y otra vez sobre algunos temas. Dos de ellos me impresionan especialmente: el destino, entendido como algo incompleto y acechante, y el retorno, el retorno a las raíces, a casa, a la infancia, al origen, a algo que no se consigue aferrar jamás». Y junto a estos temas, página a página fluyen otros temas estrechamente ligados: la muerte, la mujer, la soledad. Los grandes personajes de sus novelas llevan consigo esta gran herida sin cicatrizar, y las tramas son escenarios pensados para escudriñar el alma humana. A menudo dentro del marco indeleble de la tragedia.
«Hay una frase –afirma Lauretano– que ofrece de forma explícita el sentido de este destino tan pesante». Casi como una escafandra que aprisiona al hombre que camina hacia su propio cumplimiento. «Dicha frase se encuentra en El diablo en las colinas (historia de tres jóvenes estudiantes, de sus vagabundeos nocturnos y de su encuentro con Poli, un joven rico y disoluto): “¡Cómo! – gritó Pieretto al viento–, ¿no sabes que lo que te ha tocado una vez se repite? ¿No sabes que tu forma de reaccionar será siempre la misma?”».
He aquí el hombre que, como los protagonistas de este libro, se debate por horadar el aburrimiento que le atenaza, se halla encerrado en ese agujero con sus aspiraciones. Naturalmente, la complejidad de Pavese no puede reducirse a esquemas prefabricados, y a veces los mismos protagonistas reflejan su debate interior y la oscilación de sus consideraciones. Es casi como una doble cara: «Uno no aprende a bastarse a sí mismo –nos dice Clelia en Entre mujeres solas– si no ha tenido la experiencia de hacerlo entre dos». Pero algunas páginas después, la misma Clelia se entristece: «No hay como haber pasado juntos la noche en el mismo colchón, para comprender que cada uno está hecho a su manera y tiene su propio camino». Y cada uno se dirige, inexorablemente, hacia un final áspero, dramático, trágico.

Final anunciado
¿Por qué motivo se suicida Rosetta? Clelia nos lo explica en un cierto momento de este libro impresionante que deshoja los chismes, los sentimientos, las perfidias, las ilusiones y desilusiones de un grupo de mujeres sobre el trasfondo del suicidio, primero fallido y después conseguido, de Rosetta, manifestándonos una verdad llena de amargura: «Rosetta Mola era una ingenua, pero se había tomado en serio las cosas». Igual que Pavese. «En el fondo era verdad que se había suicidado sin motivo, desde luego no por aquella estúpida historia del primer amor con Momina o por cualquier otro lío. Quería estar sola, quería aislarse del bullicio; y en su ambiente uno no puede estar solo, no puede estar solo más que quitándose de en medio». Como hará el mismo Pavese el 27 de agosto de 1950, con tan sólo 42 años: una muerte que se asemeja mucho a la de aquella muchacha.
Entre mujeres solas es la novela de la soledad y de la muerte, pero sobre todo, es también la novela del retorno. Un vocablo que refleja el destino como en un espejo. Clelia vuelve a Turín, no ve la hora de volver a encontrarse con la calleja oscura en la que creció. «El gran tema –señala Mondo–, secundario sólo en apariencia, es el retorno imposible, el pasado irrecuperable, las cosas que se tienen cuando ya no sirven. Y Clelia se da de bruces con el Turín de alto copete –vieja y nueva burguesía, nobleza polvorienta y reconvertida– que se ve obligada a frecuentar por su trabajo». En resumen, el retorno a Turín no lleva a ningún sitio. Sólo a la muerte de Rosetta.
Igual que resulta un fracaso el viaje hacia atrás a Santo Stefano Belbo, el pueblo en el que había nacido en 1908. «Pavese –insiste Lauretano– excava, excava, excava. Busca aquellas raíces que podrían darle una identidad, una pertenencia, un sentido. Pero la carrera afanosa hacia el pasado no colma ni el presente ni las expectativas sobre el futuro». Ese epígrafe a comienzos de La luna y las hogueras (historia de Anguilla, un inclusero que vuelve de América, donde ha hecho fortuna, a las colinas de las Langas en las que había crecido, acogido por una pobre familia de campesinos): “For C. ripeness is all”, o sea, “para C. madurar es todo”, no encuentra cumplimiento».
Permanece ese incipit memorable: «Hay una razón que explica por qué he vuelto a este pueblo, aquí y no a Canelli, a Barbaresco o a Alba... ¿Quién puede decir de qué carne estoy hecho? He recorrido suficientemente el mundo como para saber que todas las carnes son buenas y equivalentes entre ellas, pero por esto mismo uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse tierra y pueblo, para que su carne valga y dure algo más que un común cambio de estación».
Y queda ese “escarbar” obstinado en busca de sí mismo. Con Anguilla, que expresa un punto de vista que es el de todos nosotros, como si fuera un coro griego: «Necesitamos un pueblo, aunque sólo sea por las ganas de marcharnos. Ser de un pueblo quiere decir no estar solo, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra, hay algo tuyo que, incluso cuando no estás sigue esperándote».

«Oh, Tú, ten piedad. ¿Y después?»
A la tierra, a esa tierra que le ha engendrado, Pavese pide la solución de ese enigma que es la vida. La pregunta, la cuestión que vuelve conjugada con todas las palabras clave de su vocabulario tan existencial, sigue estando clavada dentro de él. «Existe a propósito de esto un episodio muy iluminador –explica Mondo–: Rosa Calzecchi Onesti, que está trabajando en la traducción de la Ilíada, lee Antes que cante el gallo, el díptico que contiene La casa en la colina y La Cárcel. Con una intuición aguda percibe en La casa en la colina un tormento religioso, y desea al autor que pueda superarlo. Pavese le responde de esta forma: «En cuanto a la solución que me desea pueda encontrar, creo que difícilmente iré más allá del capítulo XV de El gallo. En cualquier caso no se ha equivocado cuando ha percibido que éste es el punto álgido, el locus de toda mi conciencia».
En efecto, en dicho capítulo Corrado entra en la iglesia. Y define ese instante como «ese borbotón de alegría». «Rezar, entrar en la iglesia –nos dice Pavese– es vivir un instante de paz, renacer en un mundo sin sangre». «Seguramente Pavese tuvo en aquel periodo, después del 8 de septiembre, una crisis religiosa –añade Mondo–. El padre Baravalle, el padre feliz de La casa en la colina, dice haberle confesado y dado la comunión el 1 de febrero de 1944». Él mismo, en el Oficio de vivir, anota: «Uno se humilla para suplicar una gracia, y en ese acto descubrimos la íntima dulzura del reino de Dios. Casi olvidamos lo que pedíamos: sólo querríamos gozar siempre de ese borbotón de divinidad».
Pero sabemos también que esa paz, conquistada en aquella iglesia, se hará pedazos. Pavese gana el premio Strega, se vuelve famoso, y se encuentra de nuevo solo. Todavía más solo. En el verano de 1950, después de la enésima desilusión amorosa, después de haberse hecho la ilusión de que podría construir una relación con Constance Dowling, la C. de la dedicatoria, la situación se precipita. Cierra el diario, el Oficio de vivir, con una última y rabiosa invocación: «Escribo: Oh, Tú, ten piedad. ¿Y después?».

«Perdono a todos...»
El 27 de agosto de 1950, domingo, se quita la vida en Turín con una sobredosis de somníferos en la habitación 43 del Hotel Roma. Deja un mensaje sobrio, majakovskiano: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No cotilleéis demasiado a mi costa». Sobre el escritorio se halla una copia de los Diálogos con Leucó (diálogos mitológico-filosóficos). «En este libro –es la opinión de Mondo– aflora todo el Pavese religioso, ese que no se cansa de indagar sobre el sentido de la vida. En uno de los puntos culminantes, en el diálogo dedicado a los Dioses, lo divino es propuesto como una experiencia, como un encuentro que el hombre moderno ha perdido, aunque “ante el malestar, en la hora incierta” advierta su nostalgia».
Es justo preguntarse por qué precisamente ese libro acompañó a Pavese en su último viaje. Responde Mondo: «Creo que esa elección no fue casual: Pavese sentía que ese texto encerraba el sentido más profundo de su existencia y de su arte. Quién sabe, tal vez aquella noche, la última de su breve vida, encontrara la fuerza para deshojarlo, como viático y breviario, testimonio de la única verdad que se le había concedido».