IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.8, Septiembre 2008

PRIMER PLANO - Meeting de Rimini

«Somos hijos, no números»

Fabrizio Rossi

¿Qué permite que nos mantengamos enteros frente a las ideologías que quieren desfigurar nuestro rostro? De O’Brien a Solženicyn, pasando por Guareschi. El Meeting ha respondido así

¿Quiénes son los protagonistas? El desafío del Meeting ha sido afrontado en muchos de los encuentros, de las exposiciones y de los testimonios; eventos, todos ellos, catalogables en la sección de “cultura”. «Los protagonistas son hombres desconocidos, pero que marcan la diferencia en el mundo», comentó el escritor canadiense Michael O’Brien (¿cómo no pensar en los personajes de sus novelas?). «Gente común y excepcional a la vez, a pesar de que no salgan e la portada de los periódicos», decía Giorgio Vittadini. Personalidades fuertes y enamoradas de la realidad como Giuseppe Tovini (al que se ha dedicado una de las exposiciones más visitadas de la semana). Hombres que, en resumidas cuentas, responden a la provocación del destino.
Porque, como dijo Marco Bersanelli frente a un auditorio repleto de gente, «todos los hombres, por nuestra propia naturaleza, queremos ser protagonistas. El hombre no puede soportar la idea de vivir sin generar nada». O, como subrayaba O’Brien, podemos decir que somos protagonistas porque «somos hijos e hijas, y no cosas». Lo que el escritor define como “el totalitarismo del nuevo materialismo”, en cambio, nos ofrece la ilusión de la autonomía y al final nos deja huérfanos. Esa es la lógica del Anticristo, cuya única pretensión es la de convertirnos en meros números.
Sin ir demasiado lejos, basta pensar en el horror de los campos de concentración nacidos en el seno de las ideologías que «exigen una rendición total del alma», como escribió Aleksandr Solženicyn, otro de los protagonistas de las exposiciones. Pero, como explicó Adriano Dell’Asta, incluso «allí donde trataron de anular radicalmente la libertad, el hombre siguió presente». Esa verdad se encarna en el precioso testimonio de Solženicyn, quien mostró que era posible resistir en los lager, porque –como dice uno de sus personajes– «si le quitáis todo a un hombre, no le queda nada que podáis controlar y vuelve, así, a ser libre». Libre e irreducible, porque al descubrir que no está determinado por las circunstancias o por sus fuerzas, el hombre puede optar por no colaborar con la mentira de la ideología. Esta es la posición humana documentada en la exposición sobre la ocupación soviética en la ciudad de Praga, a la que el pueblo checoslovaco respondió con una resistencia pasiva que desembocó con la muerte de Jan Palach (el estudiante que, como recordó el padre Josef Zveøina, se prendió fuego no porque quisiera morir, sino porque quería que los demás sobrevivieran).
Mientras Solženicyn individuaba la «conciencia religiosa» como «el núcleo más profundo de nuestra vida», a miles de kilómetros de distancia un joven escritor italiano, Giovannino Guareschi, llegaba a la misma intuición. Gracias a esta certeza llegó a imaginarse mientras hablaba con el régimen del que era preso diciéndole (como estaba escrito en los paneles de la exposición sobre su vida): «es muy fácil gobernar al hombre, pero dentro de él hay “otro” sobre el que manda sólo el Señor. Este es tu gran problema, señora Alemania». Esta verdad tan simple choca frontalmente con nuestra pretensión de autonomía. Como ya había dicho don Giussani, es «una lucha que se libra cada día en ese campo de batalla que es la experiencia personal, la de cada uno». Debemos elegir: o pertenecer a algo más grande que nosotros o a nuestros proyectos, que, al final, nos convierten en esclavos del poder. Esclavos como los que siguieron las ideologías revolucionarias del 68 convencidos de que bastaba con cambiar las estructuras sociales para cambiar al hombre. Como ha dicho cuarenta años más tarde Giovanni Cominelli, testigo de primera mano de aquella época, para nosotros «el comunismo era solamente un sustitutivo de la religión». Luego «comprendí que no se trataba de una idea maravillosa realizada de manera imperfecta, sino de una pésima idea llevada a cabo a la perfección».

El periodista irlandés John Waters describió su camino por la “jungla” de la cultura moderna y relató cómo reconoció su dependencia al encontrarse cara a cara con su propia impotencia: «en el abismo en el que me había metido entendí una cosa: no era tan omnipotente como para darme a mí mismo lo que necesitaba.