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Huellas N.4, Abril 2013

PRIMER PLANO / Papa Francisco

En ese nombre, el sentido de la verdadera pobreza

Fray Paolo Martinelli*

Al pertenecer a una orden franciscana desde hace años, cuando escuché el nombre que el nuevo Papa había escogido queriendo recordar al Santo de Asís, me embargó un asombro gozoso. Antes que en la actualidad de san Francisco, pensé en el significado eclesial de esta elección: este santo es una de las figuras más carismáticas de la historia, que al mismo tiempo tuvo un amor radical a la Iglesia, en particular por “el señor Papa” al que pidió con solicitud el reconocimiento de su regla de vida. Al contrario de otras realidades coetáneas que en virtud de lo “espiritual” se emanciparon de la Iglesia, considerada demasiado “carnal”. Que el Papa elija el nombre de Francisco indica así con su mismo ministerio que los dones jerárquicos y los carismáticos son indisolubles, pues como dijo el beato Juan Pablo II, ambos son coesenciales para la misión evangelizadora.

La raíz de este amor a la Iglesia, también a su jerarquía, tiene en san Francisco un fundamento preciso: la dimensión sacramental de la vida cristiana, que culmina en la Eucaristía. El descubrimiento de que verdaderamente el Misterio se comunica en la fragilidad del signo. De aquí nacía el estupor que embargaba a Francisco ante la humilde entrada de Dios en la carne. Aquí reside el sentido de la pobreza, de la paz y de la alabanza por la creación, que Papa Francisco ha evocado como motivo de la elección de su nombre. No se trata de ensalzar valores genéricos, sino del deseo de llevar en sí la forma humana en la que Cristo realizó la salvación, llegando así a reconocer la presencia del Misterio en todas las circunstancias de la vida. Por último, el nombre de Francisco nos recuerda que sólo se puede hacer experiencia de la Iglesia viviendo en fraternidad, es decir, mediante relaciones que nos son dadas, y que no inventamos nosotros, para abrirnos de par en par a la totalidad de la vida.
*capuchino

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José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación. (…)
Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
(Homilía en la misa por el solemne inicio del ministerio petrino, Plaza de San Pedro, 19 de marzo)